Había una vez una compañía de teatro formada por enanos y conocida bajo el nombre de Renacuajo. Un conjunto sólido, estable, que daba por lo menos cuatro funciones semanales y no le hacía ascos a ningún tema de importancia. No es de extrañar, pues, que con el tiempo el Ministerio de Cultura le concediera el rango de troupe de enanos modélica y un nombre nuevo: Renacuajo Central. Con esto, las buenas condiciones laborales estaban aseguradas y conseguir trabajo en aquel teatro se convirtió en el sueño de todo liliputiense, fuera éste profesional o amateur. Sin embargo, en la compañía no había ninguna plaza libre; la troupe disponía de un personal altamente cualificado. Entre sus estrellas más brillantes había un enano que, por ser el más bajito, siempre interpretaba el papel de amante o de héroe. Ganaba un buen sueldo, tenía éxito y los críticos elogiaban su excelente dominio del oficio. Una vez hizo tan bien de Hamlet que, por mucho que deambuló por el escenario, el público no lo advirtió a causa de su genuina e inigualable pequeñez. ¡Un contenido tan nuestro en una forma tan enana! Si el teatro prosperaba, era básicamente gracias a él.
Una noche, mientras se caracterizaba en el camerino —aquello ocurrió antes del estreno de Boleslao el Atrevido, un drama en el que interpretaba el papel principal—, no alcanzó a ver en el espejo la corona de oro que ceñía su cabeza. Al salir unos instantes después, chocó con ella contra el dintel de la puerta; la corona se cayó y rodó por el suelo haciendo un ruido metálico como si de la arandela de una cocina económica se tratara. El enano la recogió y se dirigió al escenario. Al regresar al camerino después del primer acto, agachó instintivamente la cabeza. El edificio del Renacuajo Central se había construido especialmente para la compañía a base de subvenciones, mármol y arcilla artificial importada de Novosibirsk, y tenía unas proporciones acordes al tamaño de sus integrantes.
Boleslao el Atrevido siguió en cartel y nuestro actor se acostumbró a agachar la cabeza al entrar en el camerino y al abandonarlo. Pero una vez percibió la mirada del peluquero del teatro, otro enano que sin ser lo suficientemente pequeño para actuar ante el público, era lo bastante bajo para trabajar entre bambalinas. Amargado, en el fondo se moría de envidia. Aquella mirada era atenta y lúgubre. El actor salió al escenario con un mal presentimiento que no lo abandonaría durante largo tiempo. Con este presentimiento se dormía y se despertaba, aunque hacía lo posible para alejarlo. Se engañaba diciéndose que no le inquietaba y su subconsciente no admitía la sospecha que había empezado a germinar en su mente. El tiempo no le proporcionó alivio. Al contrario. Llegó un día en que, al salir del camerino, tuvo que inclinarse a pesar de llevar la cabeza descubierta. En el pasillo se cruzó con el peluquero.
Aquel día decidió afrontar la verdad. Las someras mediciones que hizo con las persianas bajadas en la intimidad de su elegante apartamento lo dijeron todo. No tenía sentido seguir engañándose. Estaba creciendo.
Paralizado, pasó la noche en el sillón con un vaso de grog en la mano y la mirada inmóvil clavada en la fotografía de su padre, también enano. Al día siguiente, rebajó sus tacones. Tenía la esperanza de que el proceso fuera transitorio e incluso reversible. Los tacones cercenados ayudaron durante un tiempo. Hasta que se hizo un chichón cuando, ostentosamente erguido ante el viejo peluquero, salía del camerino. En la mirada del otro vio el escarnio.
¿Por qué crecía? ¿Por qué, al cabo de tantos años, sus hormonas se despertaban inopinadamente del letargo? Se aferró a una hipótesis. Recordó la consigna que había visto a menudo en los carteles de propaganda: «¡En nuestro país, el hombre crece!». Crecen los hombres normales y corrientes, pero ¿los enanos? Por si acaso, dejó de escuchar la radio, renunció a los periódicos y con absoluta premeditación empezó a abandonarse de forma escandalosa en el cursillo de formación ideológica. Se repetía que era un elemento asocial y, a pesar del asco que se daba a sí mismo, incluso intentó convertirse en un apologista del imperialismo. Pero todo aquello era innatural, porque aún seguía vivo en él el infalible instinto de clase que había heredado de su padre, un enano-pelagatos. De modo que, desesperado, se debatía entre un extremo y el otro, y para ahogar las penas, parrandeaba por los parvularios y a menudo acababa con algunos dedales de más. Pero —paulatinamente aunque sin tregua— el tiempo cruel añadía a su estatura un milímetro tras otro.
¿Estaban al tanto sus compañeros de elenco? Algunas veces había visto al viejo peluquero cuchichear con algún actor en los recovecos del vestuario. A la que se acercaba, los susurros enmudecían sustituidos por una conversación banal. Escudriñaba los rostros de sus colegas sin descifrar nada en ellos. Ocurría cada vez menos a menudo que las mujeres mayores lo abordaran por la calle preguntando: «¿Has perdido a tu mamá, niño?». Un día alguien lo trató por primera vez de «señor». Después de aquello, regresó a casa, se tendió en el sofá y permaneció un buen rato inmóvil con la mirada clavada en el techo. Al final, tuvo que cambiar de posición, porque se le habían dormido las piernas; le colgaban por el extremo del sofá que ya se le había quedado corto.
A la larga, salió de dudas respecto a sus colegas del Renacuajo Central. Lo sabían o lo intuían. Tuvo la sensación de que las críticas, antes entusiastas, se habían entibiado y de que las menciones favorables en la prensa escaseaban cada vez más. ¿Y si era su imaginación enfermiza la que veía por doquier miradas compasivas o burlonas? Por suerte, seguía recibiendo el mismo trato de la dirección. En Boleslao el Atrevido había cosechado un éxito considerable. No tan grande como en Hamlet, pero algo es algo. No habían dudado en confiarle el papel principal en Zawisza el Negro, el drama que estaba a punto de estrenarse.
El periodo de ensayo le resultó duro, pero resistió hasta el estreno sin grandes problemas. Estaba sentado delante del espejo sin mirarse, ya maquillado y listo para salir a escena. Cuando sonó el timbre, se levantó bruscamente y rompió de un cabezazo la lámpara del techo. Se volvió hacia la puerta. En el pasillo bien iluminado, la compañía casi al completo formaba un semicírculo con el peluquero en el centro. Al lado del peluquero estaba el segundo galán de la troupe, otro actor de talento a quien hasta entonces había aventajado en unos centímetros. Se miraron a los ojos por unos instantes.
Tuvo que decir adiós al teatro. Saltó de una profesión a otra, a medida que su estatura aumentaba. Durante un tiempo, hizo de comparsa en el Teatro del Espectador Joven, luego fue mozo de recados. También se ocupó de la palanca de las agujas en una encrucijada de líneas de tranvía. Vestido con una zamarra, permanecía en el cruce plantado como un pasmarote —un hombre de mediana estatura—. Pero básicamente vivía de la venta de los bienes acumulados en su época de gloria. Después, todavía creció un poco y se quedó así.
¿Cuánto sufría? ¿Qué sentía? Hacía mucho que su nombre había desaparecido de los carteles bajo el polvo del olvido. Acabó trabajando de chupatintas en la Seguridad Social.
Transcurridos muchos años, un día que no sabía qué hacer con su sábado libre fue a parar al teatro de enanos. Se sentó en la platea y, desenvolviendo un caramelo de menta detrás de otro, reía moderadamente entretenido e intrigado. Luego, mientras se abrochaba el largo abrigo azul marino en el guardarropa, resopló con satisfacción al pensar en la cena que lo esperaba en casa y dijo para sus adentros:
—Bastante graciosos, esos pequeñajos.