Gracias a grandes esfuerzos, incansables diligencias, ambición y esmero, por fin se había conseguido el objetivo. A los escritores se les habían otorgado uniformes, distinciones y rangos. Así, se había acabado de una vez por todas con el caos, la falta de criterio, el esteticismo malsano, el hermetismo y las veleidades del arte. El diseño del uniforme se elaboró en los órganos centrales; la división en zonas y rangos fue el resultado de interminables preparativos de la Junta Directiva. A partir de entonces, todos los miembros de la Asociación de Escritores estaban obligados a llevar uniforme: pantalones holgados de color violeta con ribete, cazadora verde, cinturón y chacó. Sin embargo, a pesar de su aparente sencillez, el atuendo se diversificaba mucho. Los miembros de la Junta Directiva iban tocados con tricornios engalanados de oro, mientras que los de las Delegaciones Territoriales llevaban tricornios engalanados de plata. Los presidentes ceñían espada; los vicepresidentes, alfanje. Los escritores fueron divididos en formaciones según el género que cultivaban. De este modo, se formaron dos regimientos de poetas, tres divisiones de prosistas y un pelotón de fusilamiento compuesto por individuos de toda clase. Los críticos tuvieron dos destinos muy diferentes: unos fueron mandados a galeras y el resto pasó a engrosar las filas de la gendarmería.
A cada uno se le asignó un rango, desde soldado raso a mariscal. Los criterios eran: la cantidad de palabras que el escritor había publicado durante su vida, el ángulo de inclinación entre su perfil político y el suelo, los años vividos y los cargos ocupados en la administración autonómica o nacional. Para no confundir los rangos, se introdujeron distintivos de colores.
Las ventajas del nuevo orden eran evidentes. En primer lugar, todo el mundo sabía qué opinar sobre cada uno de los escritores. Quedaba claro que un escritor-general no podía haber escrito novelas malas y que un escritor-mariscal escribía las mejores. Aunque cometiera algún que otro error, un escritor-coronel siempre tenía más talento que un escritor-comandante. La tarea de los editores se volvió más fácil. Podían calcular con precisión el porcentaje en que el manuscrito de un escritor-brigadier era más publicable que el de un escritor-teniente. Por la misma regla de tres se reguló también la cuestión de los honorarios.
Naturalmente, un crítico-escritor-capitán no podía publicar una reseña desfavorable del libro de un escritor que tuviera rango de comandante o cualquier otro más alto. Sólo un crítico-escritor-general podía dar una opinión negativa sobre la obra de un escritor-coronel.
Las ventajas externas del nuevo orden también eran considerables. Los escritores que, en comparación con los deportistas por ejemplo, anteriormente ofrecían una imagen muy desangelada en los desfiles, ahora lucían charreteras. Los ribetes de los pantalones destellaban, las espadas y los alfanjes de los presidentes y vicepresidentes relumbraban y los chacos de todo el destacamento hacían otro tanto, con lo que los literatos pronto se hicieron enormemente populares.
Sin embargo, surgió un problema al asignar la categoría a un escritor estrafalario, cuyas obras, si bien escritas en prosa, eran demasiado cortas para ser novelas y demasiado largas para ser relatos. Además, corría la voz de que la suya era una prosa poética que tiraba a sátira y también había quien afirmaba que aquel bicho raro cultivaba un folletín con ciertas características de novela corta no exentas de los rasgos típicos del ensayo crítico. No era posible asignarlo ni a la prosa ni a la poesía y no salía a cuenta crear una nueva categoría para un solo hombre. Algunos pidieron su expulsión. Finalmente, para distinguirlo de los demás, le adjudicaron unos pantalones color naranja, lo incluyeron en la categoría de escritores rasos y lo dejaron en paz. El país entero lo consideraba una oveja negra. A decir verdad, si lo hubieran expulsado, tampoco habría sido el primer caso. Antes habían sido expulsados unos cuantos escritores que no tenían planta para llevar uniforme.
No obstante, la sociedad descubrió pronto que al permitirle seguir en las filas de la Asociación se había cometido un error monumental. Aquel personaje dio pie a un escándalo que sacudió los claros y bellos principios de la jerarquía.
Un día, un respetable y conocido escritor-teniente general paseaba por el boulevard de la capital. De pronto, vio acercarse al escritor raso de los pantalones color naranja. Lo miró con desdén, esperando, como era lógico, que el otro le obsequiara con un saludo militar. Pero entonces vio sobre su chacó la distinción más alta, la que correspondía a un escritor-mariscal: el minúsculo pompón rojo. El escritor-teniente general tenía tan asumidos los principios de la jerarquía que, sin detenerse a pensar en la insólita imagen, se cuadró con sumo respeto y saludó primero. Asombrado, el escritor raso le respondió con una inclinación de cabeza, y entonces la diminuta mariquita que se había posado sobre su chacó y que el escritor-teniente general había tomado por el distintivo de la máxima autoridad desplegó las alas y levantó el vuelo. Enfurecido y humillado, el escritor-teniente general llamó al crítico de guardia y le ordenó que se llevara al escritor raso al calabozo militar de la Casa de la Literatura previa confiscación de su pluma estilográfica.
El proceso se celebró en la capital, en el Palacio de las Artes. Las charreteras de los jueces brillaban en la amplia sala de mármol. El generalato tomó asiento tras una mesa de caoba y oro, en cuya bruñida superficie se reflejaban como en un espejo negro las condecoraciones y medallas. El escritor raso de los pantalones color naranja fue acusado de llevar fraudulentamente distinciones que no le correspondían por rango.
Sin embargo, el acusado tuvo suerte. En la víspera del proceso se había celebrado una reunión del Consejo de Cultura durante la cual se había criticado severamente la insensibilidad hacia los artistas y la burocratización de la gestión del arte. Los ecos de aquel debate se dejaron oír al día siguiente en la sala del tribunal. Tomó la palabra el mismísimo crítico-escritor-vicemariscal.
—No podemos abordar la acusación con espíritu burocrático. Debemos llegar al meollo del asunto. Sin duda, el caso que nos ocupa constituye una infracción de las normas, gracias a las cuales, y a pesar de los inexorables errores, nuestra literatura florece como nunca. Pero ¿actuó el acusado conscientemente y en plena libertad? Deberíamos profundizar en esta cuestión y no limitarnos a ver los efectos, sino descubrir las causas. Pensemos: ¿quién es el responsable del triste estado en que se encuentra el acusado? ¿Quién lo depravó y se aprovechó de su ingenuidad? ¿Cuál es el ambiente literario que ha generado la crisis? ¿A quién deberíamos castigar para que en el futuro no se repitan procesos de esta índole? No, camaradas, el principal culpable no es el acusado. Él sólo fue un instrumento en las manos de la mariquita. Es ella, la mariquita, quien, sin duda empujada por el odio contra los principios de nuestra nueva jerarquía y encorajinada por los logros conseguidos gracias a la exactitud absoluta de nuestros criterios y a la impecable organización de nuestra vida corporativa, se posó a traición sobre el chacó del acusado, imitando el distintivo de un mariscal. Es ella quien aborrece nuestra jerarquía. ¡Castiguemos el brazo y no la ciega espada!
En la opinión de todos, el discurso dejó al descubierto las raíces del mal. Los cargos contra el escritor raso fueron retirados y la acusación se concentró en la mariquita.
El pelotón de críticos la encontró en el jardín donde, sentada sobre una hoja de saúco, tramaba inicuos planes. Al verse desenmascarada, no opuso resistencia. El proceso se celebró en la misma sala de mármol. Colocaron a la mariquita sobre la mesa de caoba y la cubrieron con un platillo transparente para que no escapara. Todos se esforzaban por distinguir el puntito rojo sobre la superficie negra. Recalcitrante en su ignominia, la mariquita mantuvo un silencio desdeñoso hasta el final.
Al día siguiente, al rayar el alba, fue fusilada con los cuatro tomos de la novela más reciente del escritor-mariscal, unos volúmenes de papel satinado y de tapa dura que le cayeron encima sucesivamente desde la altura de un metro y medio. Dicen que no sufrió mucho.
No obstante, sobre el escritor raso de los pantalones color naranja recayó la sospecha de haber actuado en connivencia con la criminal y no se excluyó la posibilidad de que mantuviera con ella algún otro tipo de relación, ya que al conocer la sentencia había llorado y había implorado que la soltaran en un jardín.