NIÑOS

Aquel invierno había nevado a pedir de boca.

En la plaza mayor, los niños hacían un muñeco de nieve.

La plaza mayor era espaciosa. Mucha gente la cruzaba a diario. Las ventanas de las numerosas oficinas miraban hacia la plaza. Pero a ella le daba igual, ella se limitaba a estar. En el mismísimo centro, los niños modelaban con algazara y júbilo una cómica figura de nieve.

Primero, formaron una gran bola. Era la barriga. Después otra, más pequeña: la espalda y los hombros. Después otra, todavía más pequeña —con ésta hicieron la cabeza—. Luego, el monigote recibió unos botones de carbón para abrocharse de arriba abajo. Tenía una nariz de zanahoria. O sea que era un muñeco de nieve normal, uno de las decenas de miles de muñecos que se hacen cada año en nuestro país si el tiempo lo permite.

Los niños se lo pasaban en grande. Parecían muy felices.

Por la plaza circulaban muchas personas, miraban el muñeco y seguían su camino. Las oficinas funcionaban como si nada.

El padre se alegró de que los chiquillos retozaran al aire libre y tomaran color. Y de que se les abriera el apetito.

Pero al anochecer, cuando todos estaban reunidos junto a la mesa, alguien llamó a la puerta. Era el vendedor de periódicos que tenía un quiosco en la plaza mayor. Se excusaba por la hora y las molestias, pero consideraba un deber comunicarle al padre sus observaciones. Ya se sabe, los niños son pequeños, pero uno no puede dormirse en las pajas, porque a la que te descuidas te salen rana. Nunca se hubiera atrevido a meterse en lo que no le iba ni le venía si no fuera por el bien de los niños. Una cuestión educativa. Concretamente, se refería a la nariz de zanahoria que le habían puesto al muñeco. A eso de que era roja. Y él, el vendedor de periódicos, también la tenía roja. Porque se le había congelado. No por beber. ¿Realmente había motivos para hacer esta clase de indirectas en público? En fin, rogaba que aquello no se repitiera. Siempre por una cuestión educativa.

El padre se tomó la advertencia muy a pecho. Cierto, los niños no debían burlarse de nadie, aunque tuviera la nariz roja. Todavía eran demasiado pequeños para entenderlo. Los llamó y les preguntó en un tono severo, señalando al vendedor:

—¿Es verdad que le habéis puesto una nariz roja al muñeco pensando en este señor?

Los niños se quedaron atónitos y de entrada ni siquiera comprendieron de qué iba la cosa. Cuando finalmente cayeron en la cuenta, contestaron que nada de eso.

Por si acaso, como castigo, el padre les mandó a la cama sin cenar.

El vendedor se lo agradeció y se fue. En la puerta se cruzó con el presidente de la cooperativa comarcal. El presidente saludó al señor de la casa, que se complació en recibir a un personaje tan importante. Al ver a los críos, el presidente frunció el ceño, resopló y dijo:

—Me alegro de ver a estos arrapiezos. Debería atarlos corto. ¡Tan pequeños y tan insolentes! Hoy miro por la ventana del almacén y ¿qué veo? ¡Hacen un muñeco de nieve como si tal cosa!

—Ya. Se refiere a la nariz… —adivinó el padre.

—La nariz me importa un rábano. Pero fíjese: primero han hecho una bola, después otra y a continuación una tercera. Y luego ¿qué? Han colocado la segunda bola sobre la primera y la tercera sobre la segunda. ¡Es indignante!

Al ver que el padre no entendía nada, el presidente se enfadó todavía más.

—Lo que intentaban sugerir es evidente. Que en la cooperativa comarcal hay ladrón sobre ladrón. ¡Y eso es una calumnia! Ni siquiera la prensa puede publicar algo así sin pruebas. Y aquí se trata de una manifestación pública, en la plaza mayor.

No obstante, en consideración a la corta edad y a la inexperiencia de los culpables, el presidente de la cooperativa no iba a exigir una rectificación oficial y sólo rogaba que no volviera a ocurrir algo así.

Preguntados por si, al colocar una bola de nieve sobre otra, pretendían dar a entender que en la cooperativa había ladrón sobre ladrón, los niños dieron una respuesta negativa y rompieron a llorar. Sin embargo, por si acaso, el padre los castigó de cara a la pared.

Pero aquello no fue todo. En la calle repicaron los cascabeles de un trineo que enmudecieron justo delante de la casa. Dos personas llamaron a la puerta al mismo tiempo. Una de ellas era un gordinflón vestido con zamarra, la otra, el mismísimo presidente del Consejo Nacional.

—Hemos venido por lo de sus hijos —dijeron desde el umbral.

Ya familiarizado con esa clase de visitas, el padre les acercó sendas sillas. El presidente miró de reojo al otro hombre, preguntándose para sus adentros quién sería. Luego habló:

—Me extraña mucho que tolere usted actividades subversivas en su casa. A lo mejor le falta conciencia política. Más le vale confesarlo abiertamente.

El padre no entendía por qué iba a faltarle conciencia política.

—Se nota a la legua. Basta con ver a sus hijos. ¿Quién satiriza los órganos del Gobierno popular? ¡Ellos! Han hecho un muñeco justo delante de las ventanas de mi despacho.

—Ya, ladrón sobre ladrón… —musitó el padre tímidamente.

—¡Los ladrones son lo de menos! ¿No se da cuenta de lo que significa hacer un monigote delante de las ventanas del presidente del Consejo Nacional? ¿Usted cree que no sé lo que se dice de mí? ¿Por qué sus hijos no hacen un monigote delante de las ventanas de, pongamos por caso, Adenauer? ¿Eh? ¡No sabe qué decir! Su silencio es muy elocuente. Puedo hacer que pague las consecuencias.

Al oír la palabra «consecuencias», el gordo se levantó y, mirando a su alrededor, se retiró de la habitación a la chita callando, de puntillas. Al otro lado de la ventana volvieron a resonar los cascabeles, que fueron apagándose hasta enmudecer en la lejanía.

—Sí, estimado señor. Yo de usted pensaría en ello —prosiguió el presidente—. Por cierto, ¡esta cosa! Que yo ande desabrochado por casa es asunto mío. No tiene por qué ser tema de las carnavaladas de sus hijos. La botonadura del monigote también puede interpretarse de varias maneras. Le aseguro que, si me da la real gana, andaré por casa sin pantalones. ¡Y eso a sus hijos no les incumbe! ¡Recuerde lo que le digo!

El acusado mandó a los niños darse la vuelta y reconocer inmediatamente que, cuando hacían el muñeco de nieve, pensaban en el señor presidente y que, además, adornándolo de arriba abajo con botones, habían hecho una broma de mal gusto sobre la costumbre del señor presidente de andar por casa desabrochado.

Entre sollozos y lágrimas, los niños juraron haber hecho el muñeco sin segundas intenciones, sólo por diversión. Por si acaso, como castigo, el padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que los hizo arrodillarse sobre el duro suelo.

Aquel día varias personas más llamaron a la puerta, pero el padre no abrió.

Al día siguiente, al pasar al lado de aquella casa, vi a los niños en el jardín. No les habían permitido salir a la plaza mayor. Se estaban preguntando a qué jugar.

—Hagamos un muñeco de nieve —dijo uno.

—Anda. Un muñeco normal no mola —dijo otro.

—Pues hagamos al señor de los periódicos. Le pondremos una nariz roja. Tiene la nariz roja porque bebe. Y podemos ponerle botones, porque anda desabrochado por casa.

Discutieron. Finalmente decidieron que los harían a todos, uno detrás de otro.

Se pusieron manos a la obra con entusiasmo.