Una vez me asomé a la ventana y vi pasar por la calle un cortejo fúnebre. Un ataúd sin adornos viajaba en una sencilla carroza mortuoria tirada por un solo caballo. La seguían la viuda enlutada y otras tres personas, por lo visto parientes, amigos o conocidos del difunto.
El modesto séquito no me habría llamado la atención si el ataúd no hubiera estado engalanado con una pancarta roja que rezaba: «¡Viva!».
Intrigado, abandoné mis aposentos y fui en pos de la comitiva. Llegué a un cementerio. Iban a enterrar al muerto en el rincón más apartado, entre unos abedules. Durante la ceremonia fúnebre me mantuve alejado, pero acto seguido me acerqué a la viuda y, presentándole mi pésame y mis respetos, le pregunté quién era su marido.
Resultó que había sido funcionario. La viuda se conmovió ante mi interés por el finado y me contó algunos detalles de sus últimos días. Se lamentó de que se hubiera dejado los hígados haciendo un trabajo voluntario muy extraño. Escribía sin cesar informes sobre nuevos métodos de propaganda. Intuí que la propagación de las consignas al uso se había convertido en el principal objetivo de su vida.
Acuciado por la curiosidad, le pedí a la viuda que me permitiera ver los últimos trabajos del difunto. Accedió y me confió dos folios amarillentos escritos con una letra regular, aunque algo anticuada. De este modo, llegué a conocer el contenido de uno de los informes.
«Pongamos por caso las moscas —decía la primera frase—. Las veces que estoy de sobremesa contemplando cómo vuelan alrededor de la lámpara, se me agolpan muchos pensamientos en la cabeza. ¡Qué felices seríamos —pienso—, si las moscas estuvieran tan concienciadas políticamente como la mayoría de los ciudadanos! Atrapas a una, le arrancas las alas, la bañas en tinta y la dejas sobre una hoja de papel en blanco. La mosca va y, desplazándose sobre el papel, escribe: "¡Fomentemos la aviación!". O alguna otra consigna».
A medida que avanzaba en la lectura, veía con mayor claridad el perfil espiritual del difunto. Un hombre sincero, profundamente entregado al proyecto de colocar consignas y pancartas por doquier. Su idea de sembrar una variedad especial de trébol era una de las más originales.
«Mediante la colaboración entre artistas plásticos y agrobiólogos —decía—, podríamos desarrollar una variedad especial de trébol. De resultas de la manipulación adecuada de la semilla, allí donde esta planta tiene actualmente una flor monocolor, crecería un minúsculo retrato vegetal de un dirigente político o de un héroe del trabajo. ¡Imagínense campos enteros de un trébol así en la época de floración! Naturalmente, serían inevitables algunos errores. Por ejemplo, una persona que no gasta ni barba ni lentes, podría brotar retratada con barba y lentes por culpa de un cruce de semillas. En este caso no quedaría más remedio que segar toda la plantación y volver a sembrar».
Las ideas del vejestorio resultaban cada vez más sorprendentes. Al acabar el informe, adiviné que la pancarta «¡Viva!» había sido colocada sobre el ataúd en cumplimiento de su última voluntad. Aquel inventor desinteresado, aquel fanático de la propaganda visual, deseaba dar fe de su entusiasmo incluso en la hora final.
Hice algunas indagaciones para enterarme de cómo había abandonado este mundo. Resultó que por exceso de celo. Con motivo de una fiesta nacional, se desnudó y, con los siete colores del arco iris, se pintó siete rayas en el cuerpo. A continuación, se asomó al balcón e intentó hacer «el puente», esto es, una figura gimnástica que consiste en doblarse por completo hacia atrás apoyando las manos en el suelo de modo que el cuerpo dibuje un arco. De esta manera, pretendía crear una imagen viviente del arco iris, es decir, de un futuro prometedor. Por desgracia, el balcón estaba en un segundo piso.
Fui otra vez al cementerio para encontrar el lugar de su reposo eterno. Pero busqué insistentemente en vano. No logré dar con los abedules entre los que estaba enterrado. Me sumé a una charanga que desfilaba por allí tocando una marcha gallarda.