Dios mío, ¡cómo me gustaría ser un caballo…!
Apenas viera en el espejo que tengo cascos en lugar de pies y manos, una cola en los cuartos traseros y una auténtica testuz de caballo, acudiría a la Oficina de Vivienda.
—Necesito un piso grande y moderno —diría.
—Presente la solicitud y espere su turno.
—¡Ja, ja! —me reiría—. ¿No ven que no soy un simple hombre de la calle, uno de tantos? ¡Soy diferente, extraordinario!
Y enseguida me entregarían un piso grande y moderno con baño.
Actuaría en un cabaré y nadie diría que no tengo talento. Aun cuando mis números no hicieran gracia. Al contrario.
—Para tratarse de un caballo, está muy bien —me alabarían.
—Éste sí que tiene la cabeza sobre los hombros —dirían otros.
Por no decir nada del partido que sacaría de dichos y proverbios: una dosis de caballo, el caballo de Espartero, a caballo regalado no se le mira el diente…
Como es natural, ser un caballo tendría sus inconvenientes. Me convertiría en el blanco fácil de mis enemigos. Sus cartas anónimas empezarían así: «¿Usted se cree un caballo? ¡Pero si no es más que un pony!».
Les haría tilín a las mujeres.
—Usted no es como los otros —me dirían.
Cuando me fuera al cielo, lógicamente recibiría un par de alas y me volvería un pegaso. ¡Un caballo alado! ¿Acaso a un hombre puede ocurrirle algo más hermoso?