Leo Falcone tenía dos citas en su agenda aquel gélido día de octubre. Una era obligatoria. En la otra iba a ser un invitado inesperado y non grato.
Los procedimientos disciplinarios siempre le dejaban indiferente. Aquella iba a ser su tercera comparecencia ante un tribunal en los veinticinco años que llevaba en el cuerpo. Sabía lo que se esperaba de él: que admitiera una parte de culpa, que se mostrara arrepentido y que terminara aceptando en silencio la reprimenda. Puede que le suspendieran algún tiempo de empleo y sueldo, o que le obligasen a asistir a algún curso de reciclaje. Incluso era posible que lo desterraran, aunque parecía poco probable. La Questura no andaba sobrada de oficiales experimentados que pudieran ocupar su puesto.
Su posición estaba clara: con independencia de lo ocurrido, Fosse estaba muerto y la ciudad se había librado de un asesino psicótico y reincidente. Había perdido a varios hombres y su equipo había trabajado día y noche para intentar ponerle a disposición de la justicia. Denney había escapado con su hija, sí, y había más sangre de la que cabía desear, incluso para aquellos que habían iniciado el juego de Fosse y lo habían dado a conocer a las instancias oficiales cuando les había parecido conveniente.
Pero nada de todo aquello podía achacársele directamente a él. La investigación que habían ordenado no había encontrado prueba alguna de connivencia entre el Vaticano, su persona y los criminales que se habían reunido en San Luis de los Franceses para matar al cardenal en su huida y al tarado de su hijo. En los periódicos más radicales se había hablado de una tapadera. Las imágenes de un tiroteo dentro de la iglesia tomadas por la periodista que Nic Costa había enviado seguían apareciendo en todos los medios. Los sicarios habían escapado, y era consciente de que nunca se les encontraría. Y así tenía que ser. No iba a ser la primera vez que las autoridades pasasen por alto un delito para impedir que se propagara un mal mayor. Y dada la naturaleza de la política con la que se trasegaba en Roma, no iba a ser la última. Y los medios tenían una memoria muy frágil. Pronto surgiría otro escándalo que los mantendría ocupados, otra cara con la que vender más periódicos.
El proceso duró noventa minutos, y salió de la sala con una reprimenda. Les había convencido de que, en caso de existir una conspiración, sólo podía haberse urdido en instancias superiores a la suya. Se habían dejado conmover por el dolor auténtico que sentía por la pérdida de sus hombres, y estaban dispuestos a concederle el beneficio de la duda. Al menos, en aquella ocasión.
Al final, tras leer el veredicto que claramente ya había sido dictado antes incluso de que él prestara declaración, el comisionado le acompañó hasta la puerta.
—Ya no hay nadie intocable, Leo. Vivimos tiempos cambiantes, así que ten cuidado. No podré volver a salvarte.
Falcone no quiso mirarle a los ojos; quizás el hombre distinguiera la ironía amarga que palpitaba en ellos. Si él hubiera caído, el comisionado no habría tardado en dar con sus huesos en tierra, y los dos lo sabían.
—Lo comprendo, señor —contestó, y salió pasillo adelante pensando en lo que le esperaba.
El crematorio estaba en la Vía Appia Nuova, apenas a dos kilómetros de la casa de los Costa. Desde el coche vio a unas veinte personas, hombres principalmente, vestidos con traje oscuro. Una mujer alta y demasiado vestida para la ocasión empujaba una silla de ruedas. Falcone se quedó en el coche escuchando la radio, pensando en la ceremonia que estaba teniendo lugar adentro. Era todo un ritual. Cuando era un policía novato, había estado en un crematorio tras un accidente fatal de un compañero y entonces comprendió por qué trabajaban así. Era todo un proceso mecánico, enrevesado, imperfecto. Uno podría salir de allí con las cenizas de cualquiera y nadie se daría cuenta. Y a nadie, si es que eran lo suficientemente honrados como para admitirlo, le importaba en demasía ese detalle. Aquello no era más que un montaje absurdo para calmar el dolor de aquellos que seguían vivos. Y los detalles apenas importaban.
Las puertas del edificio se abrieron y los asistentes volvieron a salir para terminar desapareciendo en una lenta procesión de coches negros que él siguió hasta la granja. Una vez allí, aparcó al otro lado de la entrada, donde no podía ser visto. Pasaron tres horas hasta que el último de ellos se marchó. Sólo quedaba la mujer y la figura en silla de ruedas.
Tragó saliva. Ojalá no tuviera que pasar por aquello. Pero echó a andar por el camino, y la mujer salió a su encuentro antes de que pudiera acercarse a la casa.
—No quiere verle.
Era una mujer guapa, aunque de belleza un tanto antigua, y de mirada inteligente. Había estado llorando.
—No tiene elección —contestó, y siguió andando.
Había una mesa junto a la silla de ruedas y sobre ella una botella de Barolo añejo casi vacía y un par de vasos. Y una urna de alabastro blanco, pequeña, tan brillante que podría ser de plástico.
Falcone se sirvió un poco de vino, miró al hombre de la silla de ruedas y dijo:
—Tienes gustos caros, Nic. Con la pensión que te damos no creo que puedas comprar muchas cajas de esto.
Su aspecto era espantoso. El confinamiento en la silla de ruedas le había hecho engordar. Incluso tenía mofletes, que en aquel momento mostraban un inconfundible tinte rosado. Falcone sabía bien qué aspecto tenía un hombre que, sentado al borde de un precipicio, se preguntaba si debía saltar o no. Muchos policías se encontraban alguna vez en esa situación. Para algunos formaba parte del trabajo. Pero nunca se había imaginado que Nic Costa pudiera pasar por esa puerta.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó. Tenía los ojos llorosos y la voz rota.
Falcone sacó un sobre del bolsillo.
—Te traigo el correo. Lo han estado interceptando. Te lo digo por si tenías alguna duda. Pero yo no tengo nada que ver en eso. Llevo dos semanas en Sardinia, de vacaciones forzosas. Supongo que te habrías enterado.
Costa miró el sobre. Era de correo aéreo. En la parte de delante traía la dirección de la granja, escrita con caracteres alargados y femeninos. Venía abierto por arriba.
—¿Sabe dónde están?
Falcone miró el matasellos.
—Se echó al correo en los cayos de Florida. Supongo que ya hará tiempo que se han marchado de allí. Estarán por el país, en cualquier parte. En la carta no hay ninguna pista. Todavía no comprendo cómo consiguieron salir de aquí. Sé que llevaba un buen montón de pasta, pero con eso no basta. A lo mejor tenía más amigos, aparte de los que nosotros le conocíamos. Los norteamericanos dicen que lo están buscando. En nuestro nombre, ya sabes. Mienten más que ven. Deben haberlos enterrado en algún sitio desconocido con identidades nuevas, una casa nueva, vidas nuevas y la promesa de mantener la boca cerrada. No volveremos a verlos. Por lo menos eso me parece a mí, aunque podría equivocarme. A veces pasa.
Costa miró el sobre. La carta no podía contener nada importante. De lo contrario, no se la habrían entregado.
—Quédatela —dijo Falcone, acercándosela—. Es para ti. Personal. Ya te he dicho que lo de abrirla no ha sido cosa mía, pero tenían que hacerlo.
La carta era de un solo folio. En él, con la misma caligrafía elegante, sólo cuatro palabras: creía que habías muerto.
Falcone lo observaba intentando calibrar su reacción.
—No puedo culparla —dijo—. Todos pensamos lo mismo en su momento. Pero no caímos en la cuenta de que eres un tío muy testarudo.
—Siento haberle desilusionado.
—Un consejo: un hombre sentado en una silla de ruedas no debe sentir pena por sí mismo. No resulta atractivo.
Nic le llenó de nuevo la copa y Falcone se sentó en el borde de la mesa. Parecía más tranquilo.
—Un montón de gente se alegró de verdad al verte salir del trance, Nic. Pero luego… verte así… es como si, de alguna manera, hubieras vuelto a morir.
—¿Es usted quien habla, o sus amigos? ¿Hanrahan quizás?
—Sólo yo. Nadie sabe que estoy aquí. Hanrahan ha corrido a esconderse en algún agujero en Irlanda, pero no tardará mucho en volver. Les es demasiado útil. Por cierto, que no es mi amigo. Nunca lo ha sido y nunca lo será.
Costa tenía la mirada clavada en la huerta, con sus hileras perfectas de cuidadas plantitas, y Falcone se preguntó si le estaría escuchando.
—He oído por la radio —dijo de pronto—, que lo único que han hecho ha sido echarle una buena bronca, pero nada más. Así que nadie va a pagar por lo que ha pasado. Nadie, excepto Gino Fosse.
—Supongo que podría verse así.
—¿Es que hay otra forma? —respondió, encogiéndose de hombros. Empezaba a cansarse.
—¿A qué ha venido? —insistió Nic.
—No quiero más víctimas. Ya llevo más que suficientes sobre mi conciencia. Nic… —volvía a mirar a la copa de vino como si todas las respuestas estuvieran dentro de aquel denso caldo—. Siento la muerte de tu padre. No lo conocía personalmente, pero me han dicho que era un hombre bueno y honrado. Ojalá hubiera más gente así. Pero no pienses que puedes ocupar su sitio. Esa silla de ruedas no te pertenece. Todavía no te la has ganado.
Costa no dijo nada y tomó un buen trago de vino.
Falcone tiró de la silla para acercarlo.
—He hablado con los médicos. Dicen que lo tuyo no es permanente. Podrías volver a estar de pie en tres meses, incluso menos, y volverías a ser tú mismo en seis, si asistieras a las sesiones de fisioterapia. Si quisieras hacerlo.
—Fuera de aquí.
La mujer volvió, y era evidente que había estado escuchando su conversación. Traía una botella de agua mineral y un par de vasos, los dejó en la mesa y retiró el vino. Costa no quiso mirarla a la cara.
—Escúchale, Nic, por favor.
—Bea, tú no sabes quién es este hombre.
—Sí lo sé —replicó ella, mirando a Falcone con absoluta frialdad—. Leo la prensa. Y aún así, creo que deberías escucharle.
Con el ceño fruncido, Nic cogió uno de los vasos mientras Falcone hacía una leve inclinación de cabeza a la mujer. Le agradecía la ayuda. Ella asintió a su vez y volvió a retirarse.
—Ten.
Del bolsillo de la americana sacó algo que dejó junto a la mano de Costa. Era su placa, la que le había tirado a la cara hacía ya toda una vida.
—El lunes vuelvo al despacho. Hay una mesa con tu nombre, y tengo trabajo para ti.
—¿Trabajo?
—¡Sí, trabajo! Maldita sea, Costa, tienes que asumirlo de una vez. ¿Qué vas a hacer si no? ¿Emborracharte un día sí y otro también y llamar a la doncella cada vez que quieras ir a mear?
—¡Estoy en una silla de ruedas! —le gritó.
—¡Pues aprende a andar! —gritó él también—. Mira, sólo voy a decírtelo una vez: te necesito, Nic. Eres un policía con instinto, y no podemos perderte. Y además… —se levantó y dejó vagar la mirada por el horizonte—, tú me recuerdas lo que ocurrió. Hasta qué punto metí la pata. A lo mejor así me lo pienso dos veces en el próximo embolado.
El interés de Costa se estaba despertando y Falcone lo presentía.
—No se te ocurra pensar que esto es compasión, porque pienso tratarte como siempre lo he hecho, aun si no te levantas de esa puñetera silla.
—Váyase a la mierda.
Falcone sonrió. Había reconocido el momento.
—Gracias. Por cierto, hace ya unas semanas que volví al trabajo. Lo que pasa es que me dijeron que era demasiado pronto y volvieron a mandarme de vacaciones.
Había algo distinto en la mirada de Falcone, pero no podía decir exactamente qué: dudas quizás. O soledad. Pero también podía ser la máscara de un actor experimentado.
—El lunes —repitió—. No pretendo gustarte. Sólo quiero que me hagas compañía. Y no bebas este fin de semana, que tienes que sudar un poco de lo que llevas en la sangre. Y si tienes preguntas… —señaló con un gesto la urna de la mesa—, házselas a él, no a mí.
Y aquel hombre alto y tan bien vestido volvió a alejarse camino adelante con una especie de incomodidad en el andar, una rigidez en la que Costa no había reparado antes.
Del norte les llegaba una brisa fresca que se llevaba las últimas hojas del viejo almendro plantado al borde del camino y que revoloteaban en torno a los pies de Falcone. Entre sus ramas desnudas se podían ver los tejados de la austera iglesia de la Vía Appia. «Domine, ¿quo vadis?». «Señor, ¿dónde vas?». Aquella había sido la razón por la que su padre había reconstruido aquella decrépita casa de campo hasta convertirla en el hogar de su familia.
Sintió un escalofrío. El vino no bastaba para darle calor, y la chaqueta que llevaba era demasiado fina. Buscó a Bea con la mirada. Se había ido a vivir con él tras la muerte de su padre y le cuidaba. Daba siempre por sentada su presencia. No podía ser de otro modo.
—¡Bea! —gritó—. ¡Bea!
Pero ella no acudió. Quizás estuviera observándolo desde dentro de la casa, pensando en lo que Falcone le había dicho, o en por qué una mujer de cincuenta y tantos años estaba cuidando de un hombre casi treinta años más joven que ella, un tullido que no quería aprovechar la oportunidad de volver a ser como antes. Quizás estuviera pensando que Falcone tenía razón.
—¡Bea! —gritó una última vez, pero no hubo respuesta.
Hacía frío ya. La luz del día se estaba extinguiendo. Si tomaba una copa más, sabía lo que iba a pasar, a qué lugar se encaminarían sus pensamientos: al dormitorio de la planta de arriba y a la noche, la única noche, que pasó con Sara Farnese.
Lo que iba a hacer era importante. Ojalá Bea le estuviera observando.
Con la mano derecha cogió la urna de alabastro y con la izquierda se agarró al retorcido tronco de la parra que se enroscaba en el pilar del patio. Haciendo un esfuerzo enorme que le dejó casi sin aliento y con una sensación distante que le bajaba por la espalda herida y que le confirió algo de movimiento a sus piernas muertas, consiguió levantarse y contemplar la huerta.
Estaba inmaculada. Bea había contratado a varios hombres para que la ayudaran. Las cabezas verdes de cavolo nero empezaban a surgir de la tierra a pesar de la estación, irguiéndose con orgullo, alzando sus cuerpos hacia el cielo.
Abrió la urna con mano temblorosa pero después, con un movimiento decidido, le quitó la tapa y la vació. Las cenizas y el polvo gris quedaron flotando en el viento, reunidos primero en una efímera nube gris para luego diseminar sobre aquella tierra toda una vida de recuerdos, de amor exuberante y dolor compartido, desaparecido todo ello en un sorprendente abrir y cerrar de ojos.
Se aferró a la parra mientras veía desaparecer aquel humo mortal que no era nada y lo era todo. Había desaparecido, pero nunca se alejaría de su lado.
Entonces el viento arreció. La hoja que había sobre la mesa, con sus cuatro palabras de caligrafía firme y elegante se estremeció y en una ráfaga salió volando sobre la tierra árida, dando vueltas y más vueltas, hasta desaparecer entre los matorrales de al lado del camino.
Nic la vio desaparecer y deseó poder correr tras ella.
Todo lo que había pasado no había servido para hacerle más sabio. Quizás un poco más fuerte, y eso, dadas las circunstancias, era lo único que habría podido soportar.
Fin