Era un Mercedes negro con las lunas tintadas el vehículo que le esperaba en la parte de atrás. Michael Denney miró a través del cristal del parabrisas. Dos hombres con traje oscuro iban sentados delante, anónimos tras las gafas de sol.
—¿Crees que debo darles propina, Brendan? —preguntó.
El irlandés llevó la pequeña maleta a la parte de atrás y miró en derredor. La calle estaba vacía, lo que pareció gustarle.
—Puedo llevarla yo —dijo Denney al ver que iba a abrir el maletero.
—Como quieras.
Ambos miraron la maleta. Parecía tan pequeña, tan insignificante.
—Que tengas un buen viaje, Michael. Llámame cuando te hayas instalado.
—Desde luego —contestó, tendiéndole la mano.
Hanrahan se la quedó mirando.
—¡Vamos, hombre —se rio—, que no soy un leproso! Y tú ya tienes lo que querías, ¿no? Nada de revelaciones embarazosas, ni de escándalos.
Hanrahan le estrechó la mano brevemente.
—Llámame.
—Lo haré —respondió cuando subía ya al asiento de atrás con su maleta—, si no desvanezco antes en el aire.