La comisaría estaba vacía exceptuando a un par de policías que movían papeles de acá para allá en las mesas del fondo. Falcone se había marchado de San Lorenzo in Lucina para organizar la salida de Denney. Tenía equipos repartidos por toda la ciudad y unos cuantos en el aeropuerto. Prácticamente todos los efectivos del departamento estaban trabajando en el caso excepto Nic, que se había sentado a la mesa de Luca Rossi con una taza de asqueroso café de máquina intentando aclararse las ideas. Tirarle la placa a la cara a Falcone le había ayudado. De todos modos, no la necesitaba para entrar en comisaría. Lo que resultaba curioso era que al sentirse civil de nuevo, un estado que apenas recordaba, acudían a su mente ideas que por una especie de restricción impuesta a sí mismo no le fluían antes.
Oyó pasos y levantó la mirada. Era Teresa Lupo, que se acercaba con un expediente en la mano. Tenía un aspecto horrible y envejecido, y se preguntó si alguien volvería a llamarla Teresa la Loca.
—Gracias por venir.
—Me iba ya. Le traigo algunos papeles a Falcone. ¿Qué querías?
—Sólo hablar.
Ella lo miró detenidamente, intentando averiguar cómo se encontraba.
—Tengo que hacerle la autopsia a Luca esta tarde. Si quieres verlo, será mejor que vayas ahora.
—Ya he visto muertos más que suficientes estos días.
Se sentó y dejó el expediente sobre la mesa.
—Yo también. Y jamás pensé que llegaría a decirlo. ¿Qué haces aquí? Falcone ha echado a todo el mundo a la calle.
—Supongo que no me quiere por en medio. Me ha encargado de las cosas de Luca. Que hable con los de la pensión, y todo lo demás que se hace cuando matan a un policía.
Ella movió la cabeza despacio.
—Hay civiles que se pueden ocupar de eso. No tiene por qué encargárselo a su compañero.
—No me importa. Luca tenía una hermana, ¿sabes? Es sordomuda. Se la llevó a vivir con él para cuidarla.
Sacó la fotografía del bolsillo y se la mostró.
—¿Qué? —exclamó—. Nunca me dijo una palabra —le confesó con un suspiro, pasando la mano por la superficie de la foto como si en ella pudiese notarse todavía su presencia.
Nic le entregó también la agenda.
—También llevaba un diario.
Teresa lo abrió.
—¿Quién se iba a imaginar que un hombre como él iba a escribir así? Es letra de niña. Qué hombre más raro. Y todos estos garabatos… Dios, estaba hecho polvo.
Había encabezamientos con fechas y horas. Era una especie de diario, pero que tenía más que ver con el interior de Luca Rossi que con los hechos reales.
—Son sus pensamientos —dijo Nic—. Llevo casi una hora metido en su cabeza y no sé cómo salir. Empieza el día después del accidente, cuando empezó a pensar que estaba perdiendo la cabeza. Es… son cosas un poco extrañas las que dice, la verdad. A veces no hay modo de entender nada. Debía pensar que se estaba volviendo majara. Luego apareces tú, después Falcone y luego, yo —la miró—. Se suponía que nadie iba a leerlo, así que no te lo tomes muy a pecho.
Teresa fue avanzando por las páginas.
—¿Yo le parecía dulce? A nadie se le ha ocurrido describirme con esa palabra.
Pasó la página y se quedó callada.
—No pasa nada —dijo Nic—. No me ofende. Léelo en voz alta. A lo mejor tiene más sentido así.
—Nic Costa, el niño —leyó en voz baja, aunque la oficina estaba vacía—. Listo. Ingenuo. ¿Por qué me lo han tenido que encasquetar a mí? ¿Qué significa?
—Continúa. No termina ahí.
Unas páginas más adelante, Rossi volvía al tema y daba rienda suelta a las palabras. Le sorprendió la animadversión que había en ellas. No tenía ni idea de que le disgustase tanto ser el compañero de Costa. Parecía ofenderle su inocencia y, en particular, el modo en que obraba con el Vaticano.
—No quiero seguir leyendo —dijo, cerrando la agenda—. No me hace ningún bien. Son pensamientos sueltos, divagaciones de Luca. No significan nada.
—¿Crees que estaba enfadado conmigo?
—Podría ser —admitió—. O consigo mismo, quién sabe.
—No has leído suficiente. Estaba muy cabreado con Falcone. No entendía por qué confiaba en mí. Pensaba que yo me estaba echando muchas cosas a la espalda sin hacer preguntas, y puede que tuviera razón.
—No se debe hablar mal de los muertos, Nic. A Luca le gustabas. Él mismo me lo dijo, y eso es más importante que toda la basura que te puedas encontrar en este diario.
—¡Si no me molesta lo que dice! Lo que me da rabia es precisamente no haber sabido ver lo que él veía. No entendía por qué Falcone me ponía al frente de todo, ni por qué accedió a que Sara se quedase en la granja, y tampoco comprendía que me presionara para que fingiéramos que había algo entre los dos. Es como si…
Podía ser un error seguir adelante por aquellos derroteros. Ella seguía sin pestañear lo que le estaba diciendo, y no quería meterla en sus problemas.
—No me gusta lo que estás diciendo, Nic.
—Entonces, olvídalo. Pero no me queda más remedio que preguntarlo: ¿por qué yo? ¿Por qué no alguien con más experiencia?
—Hiciste todo lo que pudiste.
—Esa no es la cuestión. Hice lo que me dijeron que hiciera. Siempre lo hago, y sin preguntar. Y debería haber hecho más preguntas. Debería haber conseguido que Luca me contara todo esto en lugar de escribirlo en este cuaderno que creía que nadie iba a leer.
Abrió la agenda y buscó una página de las del final. La letra era menos precisa, menos dibujada, como si tuviera prisa. Señaló un párrafo y ella intentó descifrar lo que ponía:
Rinaldi: drogas en el cuarto de baño, ¡y no las han visto! Mensaje en el ordenador. Cita con el asesino. ¡Y no lo han visto! ¿Es nuestro día de suerte? Y además, alguien llamó esa mañana desde el Vaticano para concertar la cita. ¿Fosse? No. Estaba en el exilio. Entonces, ¿quién?
Ella lo miró y Nic supo que lo que brillaba en su mirada era el miedo.
—Era la pregunta más obvia y yo no la hice. Gino Fosse no podía haber hecho esa llamada para concertar la cita con Rinaldi porque lo habían echado de la oficina de Denney hacía más de una semana. El modo en que Rinaldi se comportó en la biblioteca, dirigiéndose siempre a las cámaras de vídeo, sugería la existencia de un cómplice. Esto lo confirmaba, y debía ser alguien con acceso a la oficina de Denney. Pero nosotros nos perdimos por otros derroteros. Los acontecimientos nos desbordaron y no nos paramos a pensar qué estaba ocurriendo en realidad.
—Teníais un asesino en serie en las manos y sabíais quién era. ¿Qué más quieres, Nic?
—Y algo más —continuó sin hacer caso de la pregunta—. Lo he revisado. Antes de que Falcone nos enviase al piso de Rinaldi, había sido registrado por seis hombres expertos en el tratamiento de la escena de un crimen. ¿Te das cuenta de lo que Rossi se está preguntando aquí? ¿Cómo es posible que pasaran por alto dos pruebas obvias y cruciales en el caso?
—Todos metemos la pata de vez en cuando.
—No. Así, no. Es demasiado conveniente, y Rossi lo sabía desde el principio.
—¿Y por qué no le dijo nada a nadie?
—¿A quién? ¿A mí? Creo que intentó hacerlo, pero yo no le escuché, y fíjate lo que escribió aquí: que yo no sabría reaccionar como era debido. Pensaba que si yo llegaba a sospechar la verdad, pondría el grito en el cielo y pediría justicia en lugar de hacer lo que a él le parecía que era lo correcto: guardar silencio y mantener la cabeza baja. Quería protegerme todo lo posible. ¿Podía decírselo a Falcone? Piénsalo, Teresa. Si Luca estaba en lo cierto, la razón por la que el equipo de búsqueda no encontró nada en casa de Rinaldi fue porque no había nada que encontrar. Alguien, Hanrahan quizás, lo colocó todo después. Y luego Falcone nos envió a nosotros para que lo encontráramos. ¿Qué crees que pensaría Luca de todo eso?
Estaba empezando a mirar a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie podía oírlos.
—Demasiado complicado. Tienes que buscar respuestas más sencillas. Es lo que siempre te dicen.
—Lo que tienes que buscar son respuestas que funcionen. ¿Crees que Gino Fosse está haciendo todo esto él solito? ¿Que va tachando nombres de la lista de amantes de Sara Farnese porque sí? ¿Que es capaz de sobrevivir en la ciudad sin ayuda?
Teresa no contestó. Era demasiado. Tenía que haber alguien más.
—Tomaré tu silencio como un no —continuó él—. Pasemos al siguiente punto: ¿crees que esto tiene que ver con Sara Farnese? Si está tan cabreado con ella, ¿por qué no la mató cuando se le presentó la oportunidad? Recuerda que los dos hablaron cuando yo estaba tirado en el suelo medio inconsciente. No sé cómo, pero le convenció para que nos dejase vivir. ¿Tienes idea de cómo lo hizo?
—No.
Su cara lo decía todo. Era ridículo que los dos hubieran sobrevivido.
—Sólo hay una respuesta: que yo no importo, y que ella tampoco, a no ser como desencadenante de todas sus acciones. Un gatillo que alguien supo cómo apretar. ¿Y cómo lo hizo ese alguien?
—No lo sé. Es un psicópata, Nic. Ya viste todas esas fotografías. Está obsesionado sexualmente con ella.
—¿Y ya está? No. Alguien le empujó a ello deliberadamente y luego nos pusieron a nosotros sobre su pista sabiendo qué dirección íbamos a tomar porque era un camino fijado de antemano.
Era la única explicación que tenía sentido, pero todavía tenía sus lagunas.
—Y ese camino conducía a Michael Denney desde el principio —continuó, recordando al hombre que había conocido en el Vaticano, con la copia de Caravaggio en la pared de un piso de mala muerte, desesperado por alcanzar una vida fuera de aquellos muros—. Yo fui quien recogió esa supuesta cita con su número de teléfono y todo. Fui yo quien le metí en el caso, tal y como esperaban que hiciera. Luca intentó decirme muchas veces que todo el montaje olía mal. Ahora Falcone tiene a ese hombre colgando de su caña de pescar. Tiene las pruebas que han obligado al Vaticano a echarle —la cabeza le daba vueltas de tantas posibilidades como intentaba barajar—. Y Falcone tampoco puede estar solo en esto.
Ella estiró un brazo y puso la mano sobre la de Nic.
—Estás yendo demasiado lejos, Nic. El mundo no es en blanco y negro, y a veces hay que mirar para otro lado. Olvida todo esto.
Él la miró fijamente un instante antes de contestar.
—No me gusta mirar para otro lado. No me hice policía para eso. Piensa en la gente que quiere ver muerto a Denney: políticos, algunos mañosos, unas cuantas personas que han trabajado con él en el Vaticano… todos ellos se conocen. Luca lo sabía, pero yo fui un imbécil y no le escuché. Fosse anda suelto por la ciudad, un cura loco que nunca ha tenido que arreglárselas solo. Siempre ha habido alguien cuidando de él, alguien que ha tenido que proporcionarle dinero y armas. Falcone no ha podido hacer todo eso porque supondría demasiados riesgos para él, y dudo que esa ayuda provenga de dentro del Vaticano. Pero hay muchos criminales que podrían haberle ayudado. Nosotros seguimos engañándonos pensando que se trata de un lunático tachando nombres en una lista, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de una campaña concertada y bien organizada. Tres grupos distintos de personas, cada uno con su propia agenda, trabajando juntos para obligar a Denney a huir porque es lo que les conviene. Y yo hice lo que esperaban que hiciera. Ahora Luca y otro pobre desgraciado están muertos, y Falcone anda por ahí con una cara que…
—No juzgues a la gente sin pruebas, Nic —le cortó, molesta—. Y a Falcone tampoco. Fue Gino Fosse quien asesinó a todas esas personas, fuera por lo que fuese. Todo lo que me has contado no son más que conjeturas. Cosas de Luca, que tenía sus dudas, eso es todo. No hay pruebas. Sólo un montón de inconsistencias.
—Inconsistencias —repitió—. Tienes razón. Y ahora voy a decirte la mayor de todas ellas: ¿por qué empezó Gino Fosse con todo esto? Era una mala persona, pero no un asesino. ¿Cuál fue el detonante? —recordó las imágenes del telediario: Sara Farnese abrazando a Denney—. Sara y Denney eran amantes. Ella lo ha negado, pero lo eran. Gino Fosse lo supo por su trabajo en el Vaticano. Sabía que se acostaba por ahí con más gente, pero no sabía nada de lo de Denney, al menos al principio, y cuando se enteró… —esperó que ella lo interrumpiera, pero como no lo hizo, continuó—, … se volvió loco, ¿no? Eso es lo que hemos creído desde un principio, pero no es suficiente. Gino Fosse está chalado, no lo dudo. Todo lo que sabemos sobre los asesinatos lo confirma. Pero seguimos sin saber cómo empezó.
Pensó en Sara. Era una mujer extraordinaria, y no sólo por su belleza. Había una especie de luz en ella que le hacía necesitarla, que le hacía sentir que su presencia le proporcionaba una especie de plenitud a su vida. Era posible que Fosse también se hubiera sentido así. Habría sido fácil. Pero no era motivación suficiente para empezar a matar.
—Esto no tiene sentido —continuó—. Ni el modo en que ella se acostaba con toda esa gente, ni la reacción de Fosse.
Recordó entonces la torre de la isla Tiberina, con su olor a carne y a sangre, y el mensaje cifrado de las paredes.
—Soy un idiota. Incluso el mismo Fosse nos dijo que esto no era lo que parecía. Por eso escribió esas líneas en la pared. Se ha estado riendo de nosotros todo el tiempo. Sabía que tomaríamos la dirección equivocada. Nos ha estado tomando el pelo desde el principio.
Teresa lo miró a los ojos y no le gustó lo que encontró en ellos.
—¿Quieres un consejo? Vete a casa. Tómate una copa. Lee un libro. Falcone te ha sacado del caso por algo, y no puedes hacer nada más.
Del bolsillo interior de la chaqueta Nic sacó su pistola reglamentaria y la dejó sobre la mesa. Era una Beretta 92fs negra semi automática. El cargador con quince balas estaba lleno. Había añadido una mira al final del cañón para mejorar la puntería, aunque no le sirviera de mucho. Era un mal tirador y lo sabía.
—¿Piensas luchar contra el mundo con eso? —le preguntó ella.
—Me hice policía por algo.
—Todos los policías tienen sus motivaciones. ¡Seguro que Luca dijo lo mismo al ingresar en el cuerpo! Incluso Falcone. Luego empiezas a ver el mundo tal y como es, y aprendes a doblarte para no terminar quebrándote.
Nic acarició la pistola.
—¿A doblarte hasta el punto de conspirar en un asesinato? Porque, si no me equivoco, eso es lo que va a pasar. Falcone no va a detener a Michael Denney, sino que se hará a un lado cuando algún mercenario aparezca de entre las sombras y haga su trabajo. ¿Y qué te apuestas a que Fosse tampoco sale vivo de esta? ¿Y qué conseguirá Falcone a cambio? Una pluma más para su sombrero. Cerrará el caso, meterá unos cuantos cuerpos más en la morgue y seguramente se embolsará cierta cantidad de dinero. ¿Es la primera vez que lo hace? ¿Luca lo sabía ya? ¿Soy yo el idiota del cuento? ¿El único que no sabe lo que está pasando?
Ella no contestó, y ese silencio fue la respuesta que necesitaba. Puede que hasta Rossi le hubiera hablado de ello.
—El arma no va a hacerte ningún bien.
—Lo sé. Iba a entregarla. Dimito. Esta mañana le tiré la placa a Falcone a la cara. Ya he tenido suficiente.
—Genial —protestó ella—. Has debido causarle una gran impresión. ¿Cuántos hombres le harán lo mismo en una semana? Le encantan esa clase de cosas, Nic. Pues ya puedes ir recuperándola. Considéralo como parte de tu iniciación.
—¿Mi iniciación? —repitió, atónito—. ¿Iniciación en qué? ¿En un mundo de compromisos? ¿Un mundo en el que se hacen tratos con delincuentes de todo tipo sólo porque es el modo más fácil de conseguir lo que se quiere?
—Hay quien diría que eso es simplemente ser pragmático.
—Lo sé. Falcone lo diría. Nuestro hombre del Vaticano, también. Pero yo no.
—¿Y qué crees que puedes hacer?
—Algo se podrá hacer —replicó, aunque sus palabras sonaban huecas—. Intentar que algo así no vuelva a repetirse.
—¿Y si estás equivocado?
—Quedaré como un imbécil. ¿Y qué?
Teresa cerró los ojos.
—¿Hay algo que pueda hacer para disuadirte de esta locura?
—Lo dudo.
—Eres muy testarudo, chaval.
—Tengo veintisiete años, así que ya no soy un chaval. Ya no.
Teresa sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. El humo se fue rizando en dirección a la ventana para fundirse con el bochorno de la mañana.
—No, ya no lo eres. ¿Sabes qué es lo que más le preocupaba a Luca de ti? Que no fueras capaz de dejar pasar las cosas. Que te agarraras a ellas como un lebrel cuando cualquier otra persona decidiría dar media vuelta. Luca sabía quién era Falcone. Todos los sabemos, pero eso no le hace un mal policía. Esto le ha salido mal, pero no pienses ni por un momento que habría accedido de saber que sus hombres iban a salir mal parados.
—No sé qué pensar.
—Pues yo sí —respondió con firmeza—. Y tampoco se mete nada en el bolsillo. Es honrado como pocos. Pero piensa que el fin justifica los medios. Cuando piensas así, a veces las cosas se van al garete.
Seguramente tenía razón. Al menos eso le decía el dolor que veía dibujado en sus facciones.
—¿Y qué si tienes razón? Luca no va a resucitar por ello, y yo no voy a ponerme de su parte. Échale la culpa a mi padre. Debe ser cuestión de genes.
—Dios mío… —murmuró, y abrió el expediente que había dejado sobre la mesa—. En fin… veamos qué sale de todo esto. Ten.
Sacó un informe de dos páginas y lo dejó sobre la mesa mirando hacia él.
—¿Qué es?
—Querías saber qué empujó a Fosse a hacer lo que ha hecho. Ahí lo tienes. Es algo que jamás podríamos habernos imaginado. Ni siquiera Falcone, aunque debe haber alguien que sí lo sepa, porque lo ha utilizado.
Miró por encima el informe. Eran análisis de ADN de las muestras halladas en la casa de Fosse de Clivus Scauri, y tardó un tiempo en comprender. Cuando por fin lo hizo, experimentó una especie de alivio, como cuando se encaja la última pieza de un rompecabezas.
Consultó el reloj. En noventa minutos, Michael Denney se subiría al coche que le llevaría al lugar de su muerte. Entonces recordó el día que estuvo en San Clemente. El cuerpo ahogado de Jay Gallo estaba dentro y Sara le contaba la historia de la Papisa Juana y de cómo la linchó el populacho cuando se dio cuenta de su verdadera naturaleza.
Teresa lo observaba, esperando su respuesta.
—Nosotros hemos dado por sentado lo que ellos querían que pensáramos —dijo—, que ella era la amante de Denney y que se acostaba con toda esa gente para ayudarlo. Ni siquiera nos planteamos que pudiera haber alguna otra explicación.
—No —corroboró entristecida—. Al menos esa, no.
Nic pasó una mano por la página del informe. Se estaba esforzando por poner en claro todos los datos que tenía en la cabeza. Había tantas respuestas allí, explicaciones que lo aclaraban todo, a la luz de las cuales Sara era la víctima principal de todo aquel montaje.
—No puedes estar equivocada, ¿verdad, Teresa?
—El ADN no miente. Sara Farnese es hija de Denney. Hermana de Gino Fosse. Son gemelos. He contrastado la fecha de nacimiento que aparece en su permiso de conducir. El mismo día. Él, en Palermo. Ella, en París. Sólo Dios sabe dónde nacieron de verdad, pero son gemelos. No hay otra explicación.
Nic recordó lo que ella le había contado sobre su infancia en un convento de París. Mientras ella crecía rodeada de monjas, Gino Fosse lo hacía en una granja de Sicilia para luego ser enviado a un seminario, quizás porque ya había empezado a dar muestras de su verdadera naturaleza. Todo ello mientras Michael Denney les seguía la pista. De algún modo se las había arreglado para llevarlos a su lado, por supuesto sin decirle a ninguno de los dos la verdad. Quizás porque Fosse le parecía demasiado inestable para una revelación así, o quizás porque le gustaban esa clase de juegos. Lo mismo daba. La cuestión es que quería estar cerca de su familia.
—Sara Farnese hace todo esto porque Denney es su padre —dijo, y vio encajar ante sus ojos hasta la última pieza del rompecabezas—. Sabe en qué situación está, y sabe que anda buscando desesperadamente la forma de escapar. Por eso se acuesta con quien él le pide mientras Fosse saca fotografías de los encuentros sólo para darle una esperanza, una oportunidad. Pero nada funciona. De hecho sólo consigue empeorarlo todo, porque alguien ha estado observando los movimientos de Fosse. Alguien con razones para querer que Denney salga de aquí. Entonces esa persona le revela a Fosse su verdadera identidad, consciente de que eso va a ser el detonante. Gino se entera de que Denney ha estado… prostituyendo a su propia hija, que es su hermana, y empleándole a él para llevarla a esas citas. Y para sacar las fotos. Dios…
—Eso también me haría estallar a mí —dijo Teresa—, y eso que yo soy medio normal. Nic…
Estaba empezando a preocuparse por él. Costa parecía perdido en su propio mundo, estupefacto.
—¿Nic?
—No puedo quedarme de brazos cruzados.
Descolgó el teléfono y marcó el número de la granja. Marco contestó. Parecía feliz. Incluso joven otra vez.
—¿Está ahí Sara?
Hubo una pausa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su padre—. Me dijo que te había llamado a ti y que todo estaba bien.
—¿Todo el qué?
—Quería ir a su casa a por unas cuantas cosas. Bea la llevó hace una media hora. Le dijo que volvería por sus propios medios.
Nic soltó el teléfono, cogió el arma y salió.