Capítulo 56

—Has hecho un ruido cuando yo…

Ella se rio de que le diera vergüenza terminar la frase. Era media mañana. El ruido del tráfico intenso les llegaba amortiguado. Gino había vuelto a las ocho, se había duchado y se había echado a dormir un rato. Más tarde ella lo había despertado despacio, suavemente, acariciando su cuerpo desnudo y fuerte, colocando sus pechos a la altura de su cara hasta que él mordió uno de sus pezones y ella sintió cómo crecía su interés en la entrepierna.

—¿Cuando tú qué?

Seguían unidos, ella sobre él, moviéndose despacio ya, sintiendo su presencia retirarse poco a poco.

—Ya sabes.

Sus ojos se oscurecieron un instante.

Había tanto en él que no comprendía… Adónde iba por las noches, qué hacía para ganarse la vida. Robar, seguramente. Eso no era malo. La necesidad obliga. Pero si no era más que un ladrón, ¿por qué querían que cuidase de él así? ¿Por qué le exigían, con amenazas apenas veladas, que los llamase cada vez que saliera y que les contase todo lo que habían hablado?

—Dilo —le ordenó.

El rojo que el ejercicio le había puesto en las mejillas brilló un poco más.

—Cuando me he corrido. Lo has sentido, ¿no?

—Por supuesto —se rio—. ¿Qué te creías?

Se apartó el pelo de la cara y sus dientes manchados brillaron a la áspera luz de la mañana. Su piel, joven y suave, estaba cubierta por un velo de sudor.

—A los demás les obligo a que se pongan algo, pero tú eres especial, Gino. Contigo no corro peligro. Contigo quiero sentirlo cuando llegue. No es que del otro modo no lo sienta, porque soy muy buena, ¿a que sí?

—Sí, eres buena. Pero ¿por qué? ¿Por qué yo?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Porque tú no esperas nada. Porque eres dulce conmigo.

Había tantos misterios que no comprendía. No deseaba a Irena, al menos al principio, hasta que de pronto algo cambió. En él, no en ella.

—¿Qué sientes cuando llega?

Irena se quedó pensándolo. Nadie se lo había preguntado antes, y al darse cuenta de ello, Gino sintió una punzada de orgullo por ser el primero.

—Que hay algo de ti floreciendo en mi interior. Algo que podría quedarse dentro si yo quisiera. Quedarse y crecer. Llegaría a ser un niño.

Se quedó lívido, y de pronto se salió de ella y reculó sobre la sábana mojada. No le gustaba verle así, con aquel sobrecogimiento, aquel extraño dolor interno que parecía estar disimulando tras la ira.

—Ya te he dicho —insistió, acariciándole el pelo—, que a los otros les obligo a protegerse.

Pero Gino no quiso mirarla, y ella se preguntó una vez más qué haría fuera de aquella habitación, a qué se debería aquel olor tan raro que traía aquella mañana, como si hubiera estado cerca de un asado de carne.

—Pero no te preocupes, que eso no puede ocurrir, Gino.

Entonces la miró. Quería convencerse de que decía la verdad.

—Me quedé embarazada en mi país. Fui a un sitio para deshacerme del problema, pero me lo hicieron mal y ya no puedo volver a quedarme embarazada. Les obligo a protegerse para que no me contagien sus enfermedades, pero puedo soñar. Los dos podemos soñar si queremos.

Irena le acarició la mejilla y jugó con sus labios antes de apoderarse de su boca.

—La familia puede matarte —dijo él—. Puede destrozarte la vida.

—A veces sí. ¿Qué más hay?

No pudo contestar.

Ella se le acercó al oído y le susurró como a él le gustaba que le hiciera:

—Cuando estás dentro de mí, cuando te corres, siento algo caliente y vivo que está donde debería estar; es como si me estuvieras dando parte de tu vida, Gino. Es un regalo tuyo que yo acepto y que se queda ahí, dentro de mí.

En ningún momento, en ninguno de los demás encuentros breves y agresivos que había tenido en el pasado, había considerado la idea de que aquello era cosa de dos. El acto sexual para él siempre había estado encaminado a conseguir una breve y catártica satisfacción. Nunca se le había ocurrido pensar que la otra parte también podía disfrutarlo. Sois la puerta del demonio. Eso había dicho Tertuliano, y él siempre lo había tomado de modo literal: que la mujer era el receptáculo insensible y pasivo de su lujuria.

Miró a su alrededor. Aquella habitación era asquerosa. Sus ropas estaban tiradas en el suelo. Su bolsa, ya vacía de la mayor parte de su contenido, le esperaba sobre la moqueta salpicada de manchas. Quedaba una sola pistola y su munición. Tendría que bastar.

—Háblame de ti —le dijo ella—. De tu familia.

Él la miró con aquellos ojos tan letales y fríos, y deseó haberse quedado muda un momento atrás.

—¿Por qué? ¿Qué te interesa de ellos?

—Nada —le había hecho una pregunta razonable, una pregunta que no podía molestarle—. Quiero saber más de ti. Quiero que me cuentes lo que te hicieron para que terminaras siendo como eres.

—Yo siempre he sido así. No tiene nada que ver con ellos.

No sería justo que intentara echarle la culpa a los demás. Ni su familia, ni ningún acontecimiento o sucesión de ellos le había hecho ser quien era. Recordó al tipo de la tele asándose a fuego lento. Recordó el terror en su mirada. No podía achacarle un acto así a nadie. Era un acto consciente y deliberado, con una intención clara, igual que lo había sido despellejar vivo a un gato veinte años atrás. Era la semilla negra que había ido creciendo con él desde siempre. Sólo necesitaba que alguien la alimentase.

Antes de empezar con aquel trabajo, se pasaba las horas contemplando en las iglesias aquellas imágenes atormentadas de los martirios, viendo cómo los santos se enfrentaban a su destino. Ojalá hubiera podido oír lo que decían. Seguro que no tenía nada que ver con lo que gritaba Arturo Valena en su agonía, que eran sólo obscenidades. Alicia Vaccarini había expirado llorando, sin sentir la luz de la gracia. Del inglés no se acordaba muy bien. Intentó recordar los sonidos que emitía mientras él le arrancaba la piel, atado a la viga de la iglesia de la isla Tiberina. Y la mujer de Rinaldi, tan estúpida ella, tan desconcertada por lo que estaba ocurriendo. Su recuerdo se había convertido ya en una sombra vaga e imprecisa. Lo que ocurrió entonces no fue sólo cosa suya. Hanrahan lo había dispuesto todo, había recogido toda la información necesaria a partir de grabaciones de llamadas telefónicas, de sus propias fotografías, de objetos seguramente robados. Sabía nombres, fechas… era una voz que le hablaba constantemente al oído, pero que nunca se había manchado las manos de sangre. Le sugería los medios, pero era él quien los empleaba.

Luego ocurrió lo de los policías. Hanrahan nunca le habría autorizado a hacer una cosa así. Tenía sus límites claro.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó ella—. ¿Qué haces cuando sales de aquí? ¿Quién eres, Gino?

Él arrugó el entrecejo. No debería preguntar. Ya corría bastante peligro.

—Mejor no preguntes.

—¡Es que quiero saber! —insistió Irena.

Fosse cerró los ojos. Ojalá ella no estuviera allí. El fin estaba tan cerca que no le venía bien aquella distracción. Y mucho menos la revelación que acababa de hacerle: que le sentía dentro de ella, que dos seres humanos podían tocarse el uno al otro de un modo tan extraño e íntimo. Era como una especie de Epifanía mística y momentánea tan sorprendente como los ojos que brillaban tras el altar de San Lorenzo in Lucina. Aquel descubrimiento le hacía flaquear. Convertía el mundo en un lugar diferente.

Se levantó, sacó la pistola de la bolsa y se la puso a ella en las manos.

—Traigo la liberación a las personas que se la merecen.

Su rostro se contrajo, y no quiso agarrar el arma. Volvía a parecer tremendamente joven y asustada, y se le ocurrió que quizás sabía lo que podía hacer un arma. A lo mejor tenía experiencia personal, teniendo en cuenta de dónde venía.

—¿Por qué? —le preguntó, devolviéndosela.

—Ya te lo he dicho: porque se la merecen. Porque sus pecados necesitan venganza.

No había sido así en el caso de los policías. A ellos se la había regalado.

Se secó los ojos con el antebrazo como si fuera una niña.

—Vente conmigo. Podemos huir.

—¿Adónde?

—A la costa. A Rimini. Dicen que es un sitio bonito.

Pensó en el mar infinito, en la marea azul que lo limpia todo.

—Sí. Me gustaría.

Se acercó a la bolsa y sacó un sobre con dinero. Lo contó todo y le entregó un pequeño fajo a ella. Irena se quedó mirándolo. Era mucho dinero, más del que podía haberse imaginado.

—No he terminado aún. Tengo una cosa más que hacer. Irena… —se inclinó hacia ella y la besó en la frente con una ternura que le sorprendió incluso a él mismo—, tienes que irte. Ahora mismo. Dentro de dos días nos encontraremos en Rimini. En la playa. Yo te buscaré.

Ella bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho desnudo y él quiso creer que mentía sobre lo de sentir su presencia dentro de ella. Sois la puerta del demonio, decía Tertuliano, y tenía razón. Tenía que creerlo así porque si no, ya no podría volver a ser el Gino Fosse al que conocía y comprendía, el que tenía una misión, un objetivo. Aquel Gino había oído hablar a las ratas en San Lorenzo, a él le habían revelado las cabezas anónimas y arrugadas de Letrán su verdadera identidad.

No había otra elección. Agarró su mano y la apretó, y los billetes quedaron dentro de su puño.

—Vete —le ordenó, y le entregó la botella de champán barato—. Llévate esto y nos lo beberemos juntos.

A ella se le humedecieron los ojos, y no se atrevió a decirle que mentía.

La vio recoger sus escasas pertenencias y esperó a que saliera por la puerta sin mirar atrás. Pronto sonaría el teléfono. Pronto habría una nueva liberación.