Capítulo 54

Michael Denney estaba sentado en el sofá, delante de la mesita baja que quedaba entre Hanrahan y él, e intentaba no mirar la televisión. La imagen de Sara abrazada a él, rodeándolo con sus brazos desnudos, consolándolo, llenaba la pantalla. Los telediarios parecían encontrar aquella instantánea más fascinante que las imágenes del cadáver de Arturo Valena saliendo de la iglesia del Corso. Pero lo que más le molestaba era que le resultaba imposible recordar aquel momento. Se habían visto tan poco últimamente. Echaba de menos los momentos que pasaban juntos, y le indignaba que alguien los hubiera estado espiando y no le ofreciera las pistas suficientes para recordar qué momento era aquel.

—¿Quién demonios ha sacado esa fotografía, Brendan? ¿Tú?

El irlandés se estrelló contra su furia al mirarlo.

—Fue usted quien envió a Fosse a sacar fotos comprometidas. No me culpe a mí si no ha sabido hasta dónde debía llegar.

—Creía que Fosse trabajaba para mí.

Hanrahan suspiró pero no dijo nada.

Denney se quedó pensativo. Hacía más de un mes que no se habían visto Sara y él, lo cual quería decir que habían decidido echarlo a los lobos mucho antes de que él intentara, y no lo consiguiera, resucitar el banco.

—Es usted un hombre desagradecido, Michael —dijo Hanrahan—. Llevo demasiado tiempo guardándole la espalda aquí, he arriesgado mi reputación por usted y puede que incluso algo más, ¿y qué obtengo a cambio? Su ira. Su falta de confianza.

—Perdona —era posible que Hanrahan se hubiera ofendido por su comentario, pero también era posible que su reacción formara parte de una pantomima de mayores dimensiones y mucho más sutil de lo que él ya se imaginaba—. Es que no soy yo mismo en estos momentos. Me pone enfermo saber que Fosse nos espiaba. ¿De verdad piensan que me merezco algo así?

—¿Merecer? —repitió Hanrahan, señalando la televisión—. Ya le dije yo un montón de veces que ella sería su perdición, y ahí lo tiene. Está por todas partes. En todos los periódicos. Un cardenal católico y una mujer a la que han estado calificando toda la semana de ramera. ¿Qué esperaba?

—Un poco de comprensión —murmuró.

No tenía sentido hablarle a aquel frío irlandés de lo que era la necesidad de amor: un concepto inexplicable, algo imposible de ser analizado lógicamente. Hanrahan no creía en los misterios, y buscaba rodearse siempre de hechos inalterables y comprensibles. Jamás se había dado cuenta, ni mucho menos experimentado, y de los agujeros que esas certezas tan duras e inhumanas podían dejar en la vida de un hombre.

—Ahora no puede culpar a nadie —continuó Hanrahan—. Nadie le obligó a verse con ella. Nadie le obligó a utilizar a Gino Fosse como conductor en esa clase de trabajos. Es todo cosa suya; ni mía, ni de nadie más. Si uno decide meterse por esos callejones de soborno y chantaje, luego no se puede andar culpando a los demás cuando esos gusanos salen a la luz.

—¿Acaso crees que no lo sé?

Hanrahan hizo una mueca y Denney supo que había más.

—Puede que sí, y puede que no. Usted es un hombre dado a los caprichos, Michael, lo cual no deja de ser raro, teniendo en cuenta cuál era su trabajo. Se esperaría de usted una naturaleza más práctica.

—Como la tuya —contestó sin pensar.

—Me gusta considerarme un hombre razonable. Alguien que hace que las ruedas no dejen de girar. En una ocasión, habían acudido juntos a una conferencia en Dubai, y un financiero les había proporcionado compañía a ambos. Era un ritual, un regalo que habría sido una grosería rechazar y que le había ofrecido la oportunidad de observar a Hanrahan con una mujer. Era una chipriota alta y guapa, con un inglés perfecto y una sonrisa fácil. Aquella había sido la única ocasión en que lo había visto incómodo, incapaz de controlar lo que sucedía a su alrededor. Se había marchado antes siquiera de que hubieran terminado de cenar.

—Nada te afecta, ¿verdad, Brendan? Vives a tu aire y diriges las vidas de los demás. No eres como yo. Podrías casarte, ser lo que quisieras ser, pero te dedicas a maquinar, para mí y para cualquier otro que te lo pague bien.

Hanrahan enarcó sus gruesas cejas negras.

—Te proporcioné una buena cantidad de dinero para arreglar las cosas, Brendan. Se suponía que ibas a ayudarme a enderezar a la Banca Lombarda.

—Yo no puedo resucitar a los muertos —espetó, frunciendo el ceño—. Esa idea estaba ya muerta antes de nacer.

—Pero no se te ocurrió decírmelo.

—Yo soy un lacayo. ¿Lo ha olvidado?

—Que no sabe quién es su amo.

—Eso siempre lo recuerdo. Fue usted quien lo olvidó. Fue usted quien sacó el pie fuera del tiesto porque no pudo controlarse. Le halagaba comer con todos esos políticos y tener a la mujer que quisiera con tan sólo chasquear los dedos. Perdió el norte y se ahogó en su propia arrogancia. Ahora no culpe de sus errores a los demás.

Denney asintió. Se merecía lo que Hanrahan le estaba diciendo.

—Pero al menos he vivido, Brendan, y no creo que tú puedas decir lo mismo. ¿De verdad crees que puedes mover el mundo con tus hilos, o es sólo que estás asustado? ¿Es que tienes miedo de que un poco de amor pueda arrebatarte tus poderes? Crees que eres Sansón y que te puedas despertar una mañana con la coleta en la almohada. De pronto serías como el resto de mortales: débil y supeditado a los demás. ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que puedas perder la fuerza y que alguien vaya a por ti pidiendo venganza? Porque si es así, debo decirte lo que eres: un cobarde. Un hombre que teme lo que lleva dentro y que proyecta ese temor sobre el mundo.

Vio odio en los ojos de Hanrahan y supo que había dado en el blanco. Pero saberlo no le consoló.

—Si quiere que le diga la verdad —respondió despacio—, nada de todo eso importa ya, Michael.

—Te equivocas, Brendan. Dime: ¿crees que todos seremos juzgados algún día? ¿O es esa una más de mis absurdas ideas?

—Creo que hay muchos a los que les encantaría poder juzgarle en este momento.

—¿Y quiénes son? He malgastado mi tiempo temiéndolos a ellos, y temiéndote a ti. ¿Qué pueden hacer, salvo quitarme lo poco que me queda de esta vida miserable?

Hanrahan se sentía incómodo y cambió de postura.

—Yo no lo valoraría tan a la ligera, Michael. Piense en lo que le ha pasado a Arturo Valena y a los demás.

Denney miró a su alrededor, y el piso le pareció de pronto más pequeño y más humillante que nunca. No se podía creer que hubiera llegado a semejante cautiverio.

—Unos finales terribles, sí, pero ¿sabes lo que pasa si vives temiendo el momento de tu muerte? Que lo que temes es a la vida en sí. Terminas deseando que nadie llame a la puerta, que nadie se te acerque. Terminas muriendo igual, pero sin darte cuenta de que la muerte te sobrevino mucho tiempo antes de que dejaras de respirar. Hanrahan cerró los ojos como si no le estuviera escuchando.

—Dime, Brendan: ¿crees en algo?

—Creo en mantener el orden en el pedazo de mundo en que nos toca vivir. En protegerlo de aquellos que quieren destruirlo.

—¿No es lo mismo que dijo Poncio Pilatos?

—Habla como si fuera un hombre de la iglesia, y ya no lo es.

—Entonces, suéltalo ya —espetó—. Oigamos a qué has venido, porque no ha sido a pasar el rato.

—Tiene que marcharse —dijo sin rodeos—. Hoy mismo, antes de las doce, o enviarán a alguien que le pondrá de patitas en la calle. He intentado convencerles por todos los medios, pero no ha servido de nada, sobre todo con esas fotos circulando por ahí y después de saberse que Gino Fosse es hijo suyo. Además tienen miedo de que esto siga. Y entre usted y yo, Michael, —su mirada imperturbable se clavó en él—, es un peligro real.

Denney se sentía atrapado en aquella habitación tan pequeña y sin aire, y tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar.

—¿Qué quieres decir?

—Pues quiero decir que nos conocemos hace mucho tiempo. Cubre bien sus pasos, pero sigue siendo un aficionado. Todo esto se escapa ya a mi control. Cuando me pregunten ¿hay más?, ya no volveré a mentir por usted. Ya no.

Denney se cruzó de brazos y apoyó la espalda en el respaldo.

—Entonces, ¿quién va a tirar la primera piedra? Me gustaría saberlo sólo por curiosidad. Me gustaría saber cómo sobreviviría la gente de este lugar si alguien los espiara día y noche, y viera todo lo que hacen.

Hanrahan sacó un cigarro a medio fumar del bolsillo y lo encendió, y un humo fuerte y desagradable comenzó a llenar la habitación.

—Piense en alguien y póngalo en la lista —respondió—. Lo he intentado todo, pero la verdad es que sin demasiada convicción. Tienen razón. Ahora es usted un problema. Tenemos que lavarnos las manos de la mancha antes de que quedemos todos marcados. Un avión privado le llevará a Boston. Alguien puede ayudarle allí también si lo necesita. Pueden proporcionarle un nombre nuevo y un lugar donde vivir en el que no le encuentren, con un poco de suerte. Pero… —hizo un gesto con la mano que señalaba al mundo que había tras aquellas paredes—, esta parte de su vida tendría que quedar en el pasado. No podrá volver a Roma, ni seguir siendo el Cardenal Michael Denney. Si se queda en Italia, aunque sea bajo un nombre falso, alguien le encontrará. Puede que incluso la policía, o quizás alguien con otras ideas. Sea como fuere, usted no lo desea y nosotros tampoco.

Era lo que se esperaba, pero aun así oírselo decir fue duro.

—Así que he vuelto a nacer. Me llamaré Joe Polack y trabajaré en la cadena de una fábrica en Detroit. ¿Es eso?

Hanrahan se encogió de hombros.

—Si es lo que usted quiere.

Su rostro antes pálido se sofocó de calor.

—Maldita sea, Brendan —dijo, intentando controlarse—. Quiero llevarme lo que me deben.

El irlandés se echó a reír, y sus carcajadas le hicieron sentirse todavía peor. Eran la confirmación de lo solo que estaba.

—Todo el mundo quiere lo que se le debe, Michael. Ese es el problema, ¿verdad? Tantas deudas que pagar, y tanta gente a la que no nos gustaría conocer.

—Me llevarás al aeropuerto.

Intentó que pareciera una orden y no una pregunta, pero su entonación no terminó de ser la adecuada.

—No —contestó Hanrahan, moviendo la cabeza—. No podemos permitirnos esa publicidad. Tenemos que ser más sutiles, y debemos ceñirnos al guión. A las once, habrá una declaración. Puedo enseñarle una copia de lo que ha preparado el gabinete de prensa. En la declaración se dirá que ha decidido dimitir de su cargo por razones personales y que quiere empezar una nueva vida fuera de la Iglesia y de Italia. Sólo eso. Informaremos a la prensa en privado, por supuesto, y así interpondremos agua clara entre el Vaticano y usted. Hay que hacerlo así. A partir de ahora será un paria. Tendremos que decir que llevábamos años preocupados por sus actos, por los rumores que circulaban sobre su vida privada, pero que las últimas revelaciones, por supuesto desconocidas para nosotros han sido ya insoportables. Se convertirá en el hijo pródigo, Michael, un hijo al que hay que lanzar al mundo para que pague por sus pecados. Pero usted nunca volverá a casa de su padre. No volveremos a vernos después de hoy. El resto del viaje, deberá hacerlo solo.

Denney no podía creerse lo que estaba oyendo, como tampoco podía creer que Hanrahan estuviera disfrutando tanto torturándolo así.

—¿Y qué se supone que voy a hacer exactamente? ¿Llamar un taxi y esperar a que uno de esos matones se me suba al lado? ¿Tengo cara de suicida o qué? Preferiría entregarme al primer policía que encontrase.

Hanrahan volvió a reír.

—¿Y cuánto tiempo se cree que duraría en prisión? Si es que conseguía llegar tan lejos. No sea inocente. La policía no puede salvarle. Puede que ni siquiera nosotros podamos salvarle al final. Ha ido demasiado lejos. Ha ofendido a demasiada gente, y les ha entregado demasiada munición con la que abatirle. En fin, qué más da ya… —miró a su alrededor y arrugó la nariz—. No prepare mucho equipaje, Michael. Díganos lo que quiere conservar, si es que hay algo, y yo me ocuparé, pero tenga en cuenta que la mayoría de sus posesiones pertenecen al despacho que disfrutaba y que por lo tanto son de nuestra propiedad. Cualquier otra cosa que sea verdaderamente personal, apártela y se la mandaré después.

Denney señaló con la cabeza la copia del Caravaggio.

—Los cuadros son míos.

—Lo dudo, pero es usted un consumado ladrón. Se los enviaré después… seguramente.

Michael Denney ya no estaba escuchando. Tenía la mirada puesta en el motivo central de la tela: Mateo agonizando y su asesino, ambos bañados por la luz de la gracia.

—No se estará imaginando que es usted un mártir, ¿verdad, Michael? Porque sería una exageración.

Denney bajó la cabeza y suspiró.

—Dios, Brendan, no lo disfrute tanto.

Alzó la cabeza y se encontró con la mirada del irlandés. Estaba llena de desprecio.

—Confunde el placer con el deber, Michael. Ese ha sido siempre su problema. No me odie, que le he hecho un último favor por los viejos tiempos. Dos hombres le esperarán en la puerta a las doce. Son dos policías de la ciudad. Le acompañarán al aeropuerto. Extraoficialmente, claro.

—¿Dos hombres? ¿Es que quieres que me maten antes de llegar?

—Si lo quisiera, ¿cree que me habría tomado tantas molestias? No es que no se haya tratado esa posibilidad, comprenderá usted. Hay quien piensa que habría sido la solución más… limpia.

Denney cerró los ojos. Se los imaginaba sin dificultad reunidos en algún otro lugar, en una estancia secreta y privada, en algún punto de aquel estado insular que en el espacio de treinta años había pasado de ser una especie de refugio a una prisión cruel e inexorable. Puede que se reunieran todas las semanas. Podía ser incluso que tuvieran más información, más fotos, más grabaciones. ¿Cuánto tiempo llevarían planeándolo? ¿Cuánto había pasado desde que empezaron a pensar cómo deshacerse de él de un modo seguro y limpio, haciendo el menor ruido posible? ¿Desde cuándo andarían buscando el modo de ponerle en el disparadero, el modo de obligarle a salir de su guarida? El tiempo y el destino se lo habían proporcionado todo, pero no por casualidad.

—Maldito bastardo… tú se lo dijiste —le acusó, apuntándole con un dedo.

Hanrahan ni se inmutó. Puede que enarcara mínimamente las cejas.

—Le hablaste a Fosse de nosotros. Lo pusiste en mi contra, pensando que sería el modo más rápido de deshacerte de mí. Pero no te podías imaginar lo que iba a ocurrir, lo que iba a hacer con todas esas personas: Alicia Vaccarini. Valena. Esos dos pobres desgraciados que Falcone envió para que lo protegieran. ¿No sientes el más mínimo remordimiento?

Hanrahan hizo ademán de levantarse de la silla. Se marchaba.

—Estás divagando, Michael. Todas las guerras tienen sus bajas, pero la cosa consiste en que tú no seas una de ellas. Céntrate en eso. Te hará bien.

Denney se levantó y se abalanzó sobre el irlandés para agarrarle por el cuello. La edad y su agilidad no le ayudaron. Hanrahan se levantó de un salto y se zafó de él, dispuesto a defenderse. Tenía unos puños poderosos, y se había colocado en posición de pelear. Denney intentó recordar quién era, quién debía ser para sí mismo, le hicieran lo que le hicieran.

—La ira es un sentimiento que no sirve para nada —dijo Hanrahan—. Deberías haber dedicado más tiempo a controlar la tuya, Michael, y un poco menos bajo las sábanas.

—Fuera de aquí.

—A mediodía —le recordó—. Vendré para asegurarme de que te marchas. No te preocupes, que la prensa estará en otro sitio. Te marcharás en la intimidad.

Extendió la mano, esperó, y luego bajó el brazo.

—Debes estimar muy poco tu vida, Michael.

—¿Por qué dices eso?

—Porque te la he salvado muchas veces. Y ahora he vuelto a hacerlo, y no tienes una sola palabra de agradecimiento.

Consultó el reloj. Habían alcanzado un acuerdo, pero no sabía si seguiría en vigor. Michael Denney cerró los ojos y rezó pidiendo que sonara el teléfono.

Con dos minutos de retraso, pero sonó.