Capítulo 52

Paró el coche en un punto algo alejado de la iglesia para observar el circo que se había montado en la plaza. Los medios abarrotaban el espacio que se les había destinado, y no podía culparles por ello. Valena era una celebridad, un personaje ya en el ocaso, lo cual, en cierta medida, le daba morbo a la historia. Las caras de los reporteros empezaban a resultarle conocidas. Algunos de ellos habían montado guardia delante de la granja hasta que el punto de atención se había desplazado a otro sitio. Una mujer que trabajaba para uno de los diarios más cutres del oficio, le vio llegar y se acercó. Debía rondar los treinta, era guapa, llevaba el pelo teñido con henna y su expresión era decidida.

—¿Qué tal la espalda? —le preguntó—. Tengo entendido que te hizo un buen corte.

—Pues te han informado mal.

—Oye, que esto es sólo trabajo —contestó, sin inmutarse por su respuesta—. Tú estás haciendo el tuyo, y yo el mío.

—Pues tu trabajo y el mío no encajan.

—¿Ah, no? ¿A cuántos periodistas han procesado últimamente por corrupción? No es nada personal, pero da la impresión de que estáis buscando alguna razón socialmente aceptable que explique lo que ha ocurrido. Sé que nosotros vamos en manada y que nuestra presencia no es agradable, pero no estamos condicionados. Y tú tampoco, según he oído, pero también es cierto que no eres el policía típico.

A la chica le sorprendió descubrir que no se lo tomaba mal.

—Greta Ricci —dijo, ofreciéndole una mano que Nic estrechó rápidamente—. Lo siento. Es que las mañanas no son lo mío. Esta vez ha sido un pez gordo, ¿verdad? Arturo Valena. Qué forma de morir. Y anoche esos dos pobres policías.

—No te canses, que no te va a servir de nada. Además, seguro que tú sabes más que yo.

Encendió un cigarrillo y él apartó el humo con la mano.

—No te preocupes. De todos modos, no pretendía sonsacarte, porque el premio gordo ya se me ha escapado. Me temo que uno de esos cerdos de la tele ya tiene algo. Se lo veo en la cara. Me parece que esta es la última vez que me van a dejar cubrir esta clase de noticias. Me veo redactando anuncios. Para mí, el periodismo es investigación, cuando en realidad lo que tienes que hacer es darle coba a los peces gordos, a los policías, a los políticos, y tomar nota cuando les apetece contarte algo. Si hubiera querido ser la secretaria de alguien, llevaría una falda más corta y daría trescientas pulsaciones por minuto.

—¿Y qué crees que puede tener ese tío?

—Cualquiera sabe. Tal y como ha ido esta historia, podría ser cualquier cosa. Todo esto es una locura. Pero me da la impresión de que tiene que ver con el Vaticano. Le he oído llamar a los periodistas de allí cuando creía que nadie le oía. Me parece que les pedía algo, pero vete tú a saber qué. Está claro que el tal Fosse era cura, pero de todos modos, no se puede culpar al Vaticano de lo que haga, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—No sé dónde podría estar la conexión.

Ella dio otra calada a su cigarrillo mirándolo fijamente. Sabía que mentía.

—Mira —dijo, ofreciéndole una tarjeta—, si en algún momento quieres contarme algo…

Nic se la guardó.

—Creía que estabas en contra de eso.

La mujer lo miró de arriba abajo.

—Y contigo yo pensé que sería diferente.

—Tengo que irme —concluyó—. Hasta luego.

Atravesó la plaza, se abrió paso entre la gente de la prensa ignorando sus preguntas, mostró la identificación al agente de la puerta y entró.

Olía fatal allí dentro, como a madera y carne quemada. El equipo de la forense estaba reunido alrededor de un objeto metálico y bajo que había en el suelo junto a un montón de cenizas. Un delgado hilo de humo gris todavía surgía de las brasas que había en el centro de la nave. El cuerpo ya no estaba, de lo cual se alegraba mucho, después de lo que le había dicho Falcone. En un rincón de la iglesia, sujetos por varios policías de uniforme, había unos cuantos perros a los que se estaba examinando.

Teresa Lupo estaba en un banco cerca del objeto de metal, de espaldas a él, casi hecha un ovillo. Nic se acercó y se sentó junto a ella. Había estado llorando.

—Lo siento, Teresa —dijo, tomando su mano—. Debería haber estado allí.

Ella lo miró con tristeza.

—¿Por qué? ¿Para que te hubiera matado a ti también? ¿Qué sentido tendría?

—No sé…

Su estado de ánimo pasó del dolor a la furia en un instante.

—¿Crees que habría podido ser distinto? ¿Es eso? No te engañes. He hablado con la gente que estuvo allí. Ese… monstruo les disparó sin más, como si estuviera pegándole un tiro a un animal. Te habría matado sin pestañear, a ti o a cualquiera que se le hubiera puesto por delante. Así es él. Nada significa nada para él. Ni siquiera todo esto. Es como si fuera sólo un juego, o como si estuviera en el infierno ya y se pensara que debe comportarse así, como si fuera un brazo ejecutor repartiendo castigos a todo el que se lo merezca.

—Pero Luca no se lo merecía. Era un buen hombre. Era… —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Podría haber aprendido mucho de él.

Ella se limpió la nariz y le dio un apretón en la mano.

—Ahora está en la morgue. Luego tengo que ir a hacerle la autopsia.

—No tienes por qué hacerlo tú. Que lo haga otro.

—¿Qué? —lo miró, sorprendida—. Nic, es mi trabajo. Y lo que está en la camilla, ya no es él. Llevo años más que suficientes haciendo este trabajo como para no saberlo. Cuando un ser querido se muere, sólo se queda aquí —dijo, tocándose la cabeza—. Y aquí estará mucho tiempo. Me gustaba ese gordinflón cabeza dura.

—Y tú a él también.

—Sí —reconoció con una sombra de sonrisa—. Eso creo. Él no me llamaba Teresa la loca, ¿verdad?

—No. Nunca.

—Mentiroso.

Nic hizo una mueca. Era difícil mentirle cuando te miraba a los ojos.

—Es que a veces le asustabas un poco. Y no por quién eres, sino por él. Porque no le gustaba…

—¿Qué?

—Tener esos sentimientos. Le descentraban.

—Ya. Así que va con el puesto, ¿eh? ¿Por eso haces tú todo esto? ¿Para tener la excusa que necesitas?

—No te entiendo.

—Yo creo que sí. Te convences a ti mismo de que eres así por el trabajo que tienes, pero a mí me parece que hay otra posibilidad. ¿No podría ser que hubieras escogido este trabajo porque te permite ser quien eres sin tener que asumir la responsabilidad?

—Sí —murmuró, pero esa misma lógica también podía aplicársele a ella. Teresa era casi una policía, como había quedado de manifiesto en aquellos últimos días. Lo que les pasaba a ellos, también le pasaba a ella—. Tienes razón.

—Lo siento, Nic. Perdóname. No sé por qué digo estas cosas.

Debería sentirme mejor al descargarme, pero no es verdad.

La abrazó y sosteniéndola entre sus brazos.

—No te disculpes. Además, tienes razón.

Teresa se pasó la manga por la cara.

—En el caso de Luca, puede que sí, pero contigo… no lo sé. Bueno, supongo que querrás trabajar un poco, ¿no?

—¿Ah, sí? —se burló, y con un gesto de la cabeza señaló el lugar en el que se movían los demás—. ¿Qué ha pasado?

—Alguien se preparó una barbacoa y dejó después que los perros acabaran lo que quedaba.

—Dios…

—Era ese imbécil de la tele, Arturo Valena. Pregúntale a tu jefe. Está hecho una furia, lo cual supongo que debería impresionarme, pero la verdad es que lo encuentro un poco raro. Parece como si todo esto tuviera que ver con él directamente, y no con los dos policías muertos y Dios sabe quién más. Además se cree que tiene todas las respuestas. Cuando esto termine, voy a tomarme un descanso. A lo mejor vuelvo a dar clases en la universidad durante un tiempo. No es por el trabajo en sí, la verdad, sino por la gente. Por Falcone en particular. Es un hombre… no sé. Luca lo odiaba y yo siempre he confiado en su buen juicio.

Nic no contestó. Mejor no entrar en ese asunto.

—¿Qué tal le va? —preguntó Teresa.

—¿A quién?

—A Sara Farnese. Sigue en tu casa, ¿no?

—Está bien.

—¿Bien?

Nic sintió que se encogía ante la ferocidad de su mirada.

—Mira Nic, esa mujer puede estar de muchas maneras, y a veces me pregunto si estás cualificado para comprenderlas, pero lo que desde luego no está es bien. Mira lo que está pasando. Fíjate en lo que alguien está haciendo por ella.

—Hablas como Falcone. Todo esto no es culpa suya.

Teresa suspiró exasperada.

—Yo no quiero decir que lo sea. Lo que quiero decir es que sabe que todo esto tiene que ver con ella, e incluso hasta cierto punto se siente responsable, por mucho que intente ocultarlo, así que no está bien. Y otra cosa: parece ser que se acostó con Valena, pero su nombre no estaba en la lista.

—Dice que hubo unos cuantos más, pero que no conoce sus nombres.

La mirada de Teresa fue casi de desprecio.

—¿Que no conocía a Arturo Valena? Pero si ese imbécil aparecía en la tele todas las noches. En la tele y en los periódicos. ¿Dónde vive esa mujer? ¿En un convento? Cuando no está fuera jodiendo, claro.

Esperó a que Nic contestara pero sólo hubo silencio. Entonces se volvió a mirar a los hombres que trabajaban en el asador, y a los que estaban examinando a los perros buscando restos de carne de Arturo Valena. Era inútil. Todos sabían lo que había pasado. Un chalado había aparecido de entre las sombras y la muerte lo seguía por donde pasaba. Pero esa explicación no era suficiente. Había una razón detrás de todo aquello. Tenía que haberla.

—Tengo trabajo —dijo al fin, y se unió al equipo que estaba con los perros.

Nic tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Estaba agotado. Agotado y confuso. Entonces oyó una conmoción en la puerta y vio entrar a Falcone acompañado de unos policías a los que sólo conocía de vista. Nic sabía que la investigación se estaba alejando de él. Al desaparecer Luca, había pasado a ser una especie de guardaespaldas de Sara, y Falcone había traído a un equipo más numeroso y especializado. Poco le quedaba ya por hacer.

El comisario le hizo un gesto para que se acercara. No llevaba maletín y, como había dicho Teresa, no parecía el mismo. Ni siquiera lo miraba a los ojos. Parecía perdido, distraído, furioso.

—¿Cómo está Teresa? —preguntó—. Luca y ella salían juntos, ¿no?

—Destrozada.

—Pues que se una al club. ¿Cómo se ha atrevido ese come mierda a tocar a mis hombres? ¡Como si hubiera algún parecido entre ellos y esa basura de Valena! ¡Yo mismo le arrancaré las pelotas si se me presenta la oportunidad!

—No le serviría de nada.

Falcone le miró arrugando el entrecejo y en el hombre que parecía preguntarle ¿ah, no?

Quedaba muy poco del comisario que él conocía.

—¿Ves la tele? —le preguntó, haciendo un aparte.

—No mucho.

—Pues deberías. A veces es bueno. Y ahora que ya no está ese gordo dando el sermón todas las noches, va a mejorar.

Falcone le ordenó al equipo que empezasen a pedir información a los de la forense y a cualquiera que viviera en los alrededores. Después salieron juntos. El calor había subido rápidamente y Falcone abrió la puerta del Mercedes oficial y le invitó a subir. Luego él tomó el volante.

—¿Adónde vamos? —preguntó Costa—. ¿Ya sabe dónde está Fosse?

—Ni idea. Ten paciencia.

Costa movió la cabeza señalando la puerta de la iglesia.

—No tenemos tiempo para la paciencia.

—Ten confianza, chaval, que casi lo tenemos. ¿Te acuerdas lo que te pregunté sobre la familia de Fosse?

—Claro.

—Bien —miró el reloj. Eran casi las seis. Abrió la tapa del navegador del coche, apagó el sistema y encendió la televisión—. Pues mira. Después quiero que vayas a ver a la hermana de Rossi y que seas muy comprensivo con ella. No queremos que nos denuncie.

—¿Su hermana? —inquirió, furioso consigo mismo por no saber siquiera que Rossi tenía familia en la ciudad.

Falcone leyó perfectamente su reacción.

—¿No te lo había dicho? Vivían juntos en un apartamento cerca de Fiumicino. Habla con ella y tranquilízala. Dile que yo le garantizo personalmente que el bastardo que ha matado a su hermano va a pagar por lo que ha hecho, y después… tómate el día libre. Pásatelo con tu padre, o vete a pescar. Me da igual. Pero no quiero que andes por aquí cuando Denney decida huir. Quiero gente con experiencia.

Nic no dijo nada. En aquel instante empezaron las noticias, que en lugar de durar cinco minutos, duraron quince. La horrible muerte de Valena ocupó los primeros titulares.

—¿Es eso cierto? —interpeló al capitán tras escuchar los detalles de la muerte.

—Debe serlo. Yo mismo les he dado el informe.

—¿Y no ha omitido nada?

Falcone frunció el ceño.

—¿Para qué? Ya sabemos a quién queremos pillar. Podría llevarle hoy mismo ante los tribunales con las pruebas que tengo.

—Pero no sabemos por qué.

Falcone le pidió silencio llevándose un dedo a los labios y tras dedicarle una de sus frías sonrisas señaló la pantalla. Estaban mostrando una fotografía de Michael Denney y otra de Gino Fosse bastante reciente. Costa escuchó atónito lo que decía el presentador y luego se volvió a mirar a Falcone.

—¿El ADN? ¿Por eso quería que buscara algo en su casa? ¿Para demostrar esto?

—El análisis no iba a estar terminado hasta esta mañana y esa era la idea, pero de todos modos no lo he necesitado. Un pajarito que vive al otro lado del muro ha empezado a cantar. Tengo documentos que lo demuestran todo, casi mejor que una ridícula prueba de laboratorio —sonrió—. Gino Fosse es hijo de Denney. Todavía no sabemos quién era la madre biológica, pero se lo quitaron nada más nacer y se lo entregaron a esa pareja de Sicilia. Denney ha conseguido mantenerlo en secreto durante todos estos años.

Qué locura… nada tenía sentido.

—¿Y por qué lo ha filtrado a los medios? ¿Qué sentido tiene?

—Quiero que ese bastardo asome la cabeza. Quiero que salga de su cómodo retiro, y que deje de mirar tan tranquilo por la ventana como si nada pudiera alcanzarle. Si le dejamos salir, puede pasar cualquier cosa, y si hacemos un trato con él, lo respetaré siempre y cuando las condiciones sigan siendo las mismas. Pero si aparece el hijo, todo cambiará. Lo cogeremos a él y pondremos protección al padre, porque al fin y al cabo, de eso se trata todo. Eso es lo que nos está diciendo Fosse: que va a seguir matando hasta que pueda pillar al que persigue de verdad: a su padre.

No podía ser. Era descabellado.

—¿Por qué? ¿Por qué quiere ir a por su padre? ¿Porque lo despidió?

—¿Me lo estás preguntando en serio? Sara Farnese era la amante de su padre. Se acostó con toda esa gente, con Vaccarini, Valena y los demás, porque Denney se lo dijo. Intentaba conseguirle una salida segura. Se acostó con Rinaldi para intentar influir en la comisión judicial. Se acostó con Vaccarini por lo mismo. Hace cuatro meses, Valena pidió en su programa que se ampliase la inmunidad diplomática para los miembros del Vaticano aduciendo, y agárrate, que la Iglesia necesita protección en el mundo descreído en el que vivimos. Seguramente Sara Farnese hizo unos cuantos favores más con la misma intención. Y en el caso del inglés… no sé. A lo mejor intentaba encontrarle una salida a Denney hacia la Unión Europea.

Sara se había negado a aceptar una sola acusación en el caso de Hugh Fairchild. El inglés era su amante. Mentiroso y adúltero, sí, pero distinto a los demás. Eso debía ser cierto.

—Puede que simplemente estuviera en el sitio equivocado en el momento equivocado.

Falcone asintió. Le sorprendía que Costa estuviera de acuerdo con él.

—Da lo mismo ya. Si Denney huye, los dos quedarán al descubierto. No sé si le dejaré o no subir al avión. Da igual. Si consigue llegar a los Estados Unidos, pediremos su extradición —movió la cabeza como si la partida estuviese ganada ya—. Y Gino Fosse se quedará aquí. Será nuestro en cuanto ponga un pie en la calle, y como se le ocurra tan siquiera estornudar, yo mismo le pegaré un tiro.

Falcone esperó la reacción de Costa.

—Te has quedado muy callado. ¿Es que no vas a decirme que la he juzgado mal, que no conoce a Michael Denney, y que todo esto no puede ser verdad?

—Yo ya no sé nada de nada.

El comisario hizo una mueca.

—Y que lo digas. No dejes de ver el telediario de las ocho. Tómate un descanso. Métete en una cafetería y disfruta del espectáculo. Con los medios hay que dosificar. Si les das la carnaza de golpe, la malgastan. Pero a las ocho tendrán algo más que añadir al conocimiento público de Su Eminencia el Cardenal Denney.

El triunfo que vibraba en su voz no era todo lo intenso que cabía esperar. Parecía empañado por una nota de amargura. Leo Falcone sentía la pérdida de Rossi y Cattaneo más hondamente de lo que Costa se había imaginado.

—¿Qué más?

En el asiento trasero del coche llevaba un maletín del que sacó un sobre, lo abrió y le lanzó el contenido sobre las piernas. Eran fotografías en blanco y negro de dudosa calidad, tomadas a cierta distancia a juzgar por el grano y lo plano de las imágenes, y empleando un teleobjetivo emplazado en un punto algo más elevado que el objeto de la fotografía. Debían haberse obtenido a través del cristal de una ventana. En ellas se veía a Denney en un piso grande, seguramente el que le habían concedido por derecho propio antes de que lo metieran en la ratonera en la que sudaba en aquellos instantes.

Aparecía de costado, vestido con pantalón oscuro y camisa blanca, y llevaba su pelo blanco perfectamente peinado. Sara Farnese estaba de cara y sonreía. Era un gesto abierto, lleno de amor, una expresión que había visto la noche anterior dirigida a él. Abrazaba a Denney y parecía ir a besarlo en la mejilla o en el cuello. Sara y Denney aparecían en las instantáneas cada vez más cerca hasta que se los veía completamente pegados el uno al otro, en un abrazo que no dejaba lugar a la duda. Era imposible fingir algo así. ¿Un abrazo preludio de qué? Volvió a mirar y encontró la respuesta. Denney alzaba un brazo para echar las cortinas. En unos segundos quedarían ocultos.

Las fotografías tenían el mismo grano que las que habían encontrado en casa de Fosse, de modo que no resultaba difícil imaginar de dónde provenían.

—¿Dónde está el resto? —le preguntó a Falcone.

—Es todo lo que tengo. Ya ves que está echando las cortinas. Al fin y al cabo, estamos hablando del Vaticano. ¿Qué esperabas? ¿Verlos en la cama?

Había algo que no terminaba de cuadrarle.

—¿De dónde han salido?

Falcone frunció el ceño y consultó el reloj.

—Vamos, chaval. Seguro que ya te lo habrás imaginado.

Sí, se lo imaginaba, pero no quería admitirlo.

—Las sacó Fosse —aventuró—. Igual que las demás. Pero se guardó las de Sara y las de las otras mujeres para sus propios fines. Él era el encargado de guardarles las espaldas. Si no conseguían lo que pretendían con el favor, lo conseguirían con un poco de chantaje.

—Exacto —corroboró Falcone, satisfecho con su análisis—. Fosse era el chófer de Denney, y era él quien llevaba el coche en esas escapadas nocturnas. Llevaba también a Sara Farnese y a las otras mujeres más convencionales que Denney empleaba para sus fines. Luego Fosse se quedaba por los alrededores para husmear entre las cortinas con su cámara mientras las chicas hacían su trabajo —hizo una pausa para darle más efecto a lo que iba a decir—. Ellas sabían lo que se cocía. Sara Farnese lo sabía también.

Costa recordó su cara en las fotografías de Clivus Scauri. La forma en que miraba hacia la cámara. Falcone no se equivocaba, pero Teresa Lupo lo había visto antes que él: Sara estaba en el ajo.

—Sí —asintió—. Y Denney estaba convencido de que sólo él era el que dirigía los hilos. No se dio cuenta de que Fosse trabajaba para alguien más. Puede que incluso les estuviera facilitando la misma información que a él. Y por supuesto, también espiaba a Denney —miró a su jefe—. ¿Quién era esa otra persona? ¿Quién guiaba la trama? ¿Hanrahan?

—Hanrahan es sólo un empleado como yo. Además, ¿qué más da? Tenemos lo que necesitamos. A las ocho todo esto se hará público, sumado a lo de Fosse, el Vaticano ya no podrá seguir protegiéndolo. Será una patata caliente. Es una manzana podrida de la que querrán deshacerse enseguida.

Costa guardó las fotos en el sobre.

—Si le cuentas algo de todo esto a alguien antes de que salga a la luz —le advirtió su jefe cuando le entregó el sobre—, te arranco la piel a tiras. Especialmente a ella. Todo esto te sobrepasa ya y no quiero más accidentes. ¿Queda claro? Tú limítate a hablar con la hermana de Rossi, y después descansa, que no te vendrá mal.

—¿Accidentes? —repitió alzando un poco la voz. Se estaba cabreando por momentos—. He perdido a mi compañero, y quiero estar presente cuando cojamos a ese chalado.

Falcone pareció ofenderse.

—No te aceleres, Costa, que ya tengo dos policías muertos flotando en la conciencia, y no quiero tener un tercero.

Había llegado el momento, el límite. Nic se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su placa.

—Qué le den por el culo —dijo, y se la tiró a Falcone antes de bajarse del coche y sentir como una losa el aplastante calor de la mañana.