Rayaba el día en Roma cuando Nic Costa conducía por la carretera desierta en dirección a la mole iluminada de San Sebastián. No había un alma por las calles. Podría decirse que la ciudad había muerto achicharrada por el calor del mes de agosto. Era difícil imaginarse el renacer de la vida.
Tomó la calle principal que conducía a Letrán y a la comisaría. Sonó el teléfono.
—¿Dónde estás? —ladró Falcone.
—Llegando a la Plaza Navona.
—No te molestes. Ha vuelto a actuar. Reúnete conmigo en el Corso, en esa iglesia pequeña que hay en la plaza. ¿Sabes cuál te digo?
—Sí.
Falcone tardó un momento en continuar hablando.
—¿Le has sacado algo que nos pueda servir?
—¿Qué?
—A la mujer. Que si le has sacado algo. Esa era la idea, ¿te acuerdas?
—No —contestó, preguntándose qué leería Falcone en su tono de voz—. Nada.
Le oyó suspirar.
—Qué bien. Y yo con dos muertos a la espalda. Ese cerdo me las va a pagar. Nadie mata policías en esta ciudad. A mis hombres, no.
Nic no encontraba las palabras. Falcone parecía más ofendido por aquella afrenta personal que por la pérdida de Rossi y Cattaneo.
—Era amigo mío —dijo—. Y era…
No podía hablar, y estuvo a punto de echarse a la cuneta y dar rienda suelta a su angustia.
—Lo sé. Era un buen hombre, a pesar de todo.
Incluso en un momento como aquel, Falcone tenía que juzgarlo todo. ¿Por qué demonios trabajaría con un hombre así?
—Una cosa más —añadió su jefe—. No desayunes. Ni siquiera Teresa la loca ha podido soportarlo.
Nic recordó la noche que los tres habían pasado juntos en el restaurante en Testaccio. Era un momento que casi parecía pertenecer a otra vida.
—Ah, y otra cosa. Tú provienes de una familia de granjeros. ¿Cuántos hermanos sois?
—Tres.
—¿Alguna vez has visto una familia de granjeros que tenga menos de tres hijos?
La pregunta lo dejó perplejo.
—Pues… no recuerdo ninguna.
—Piénsalo. Los granjeros crían niños como crían ganado. Necesitan tener manos que les ayuden.
—¿Y?
—¿Dónde están los hermanos de Fosse?
—No tiene —contestó, recordando lo que había leído en su informe—. Es hijo único. Podría ser que su madre tuviese algún problema físico, ¿no?
La risa de Falcone se le clavó en el tímpano.
—Enviaremos a alguien para que hable con el médico del pueblo. Tienes razón. Según él, la madre de Fosse era estéril. Entonces, ¿qué pasó?„¿Un milagro?
Se acercaba al cruce de Letrán. Allí el tráfico empezaba a hacerse más denso: camiones y autobuses se arrimaban los unos a los otros en los semáforos. Su concentración empezó a desvanecerse.
—Los milagros no existen —contestó, y colgó el teléfono. No quería seguir escuchando a Falcone. No quería pensar en los antecedentes familiares de Gino Fosse. Toda su concentración se había desplazado a una imagen que tenía en la cabeza: era la de Sara bajo su cuerpo, desnuda, suspirando. Su sabor volvió a llenarle la boca e incluso llegó a oscurecer, y se avergonzó de ello, la imagen de Luca Rossi, su compañero, cuyo cuerpo reposaba en una camilla en la morgue.