El ladrido de un perro en otra granja la despertó. Él estaba en la ventana, de espaldas a ella, con la mirada perdida en la oscuridad de la noche y su silueta se recortaba contra la luz de la luna. Miró el despertador. Eran casi las dos.
—¿Qué ocurre? —preguntó con suavidad.
Él ni siquiera se volvió.
—Nic, mírame.
Él volvió a sentarse en la cama con un suspiro. Su expresión era tan dura como la que le había visto cuando se conocieron. De pronto era Nic el serio, Nic el duro, el hombre que anteponía el deber a la pasión. Un hombre que temía cualquier cosa que pudiera desquiciar su mundo ordenado y lógico.
—Lo siento —dijo ella—. Ha sido demasiado pronto. No debería haber permitido que ocurriera.
Él bajó la mirada y no contestó, pero ella le obligó a mirarla empujándole por la barbilla.
—No quiero que me juzgues por ello.
Él frunció el ceño.
—No lo hago. Ha sido culpa mía. Yo no quería que ocurriese. Me prometí a mí mismo que no lo permitiría.
—¿Y yo te he obligado a hacerlo? ¿Es eso?
—No. Por supuesto que no —estaba siendo sincero, pero no experimentaba ningún consuelo en ello—. Pero no ha estado bien.
—Para mí si ha estado bien —contestó con frialdad.
Eso le conmovió y cogió su mano.
—Para mí también, pero Sara…
Tanta reticencia le molestaba.
—¿Qué?
—Que no te conozco de verdad. Sólo conozco un lado de ti, y tengo la sensación de que falta algo, algo importante en tu vida que no quieres que yo vea.
Ella se soltó de su mano.
—¿Es que todavía no has visto suficiente?
—No, porque lo que he visto no me encaja. Ni siquiera creo que esa persona sea tu verdadero yo. Puede que ni siquiera una parte de ti misma. Sé que hay algo más, algo que no quieres revelar, algo que me ocultas y que yo no puedo soportar porque tengo la sensación de que no te conozco en absoluto, y eso es algo que… me tortura.
—Hablas como un policía. ¿Es que esperas que te cuente más si me presionas?
—¡No! —contestó casi con un sollozo, y Sara se reprendió por dudar de él. Nic era un hombre honrado, demasiado honrado quizás.
Se acercó y apoyó una mano en su mejilla.
—Perdona, Nic —dijo, mirándole a los ojos—. Es el miedo lo que me ha empujado a hablar así. Es que esto es muy duro para mí, ¿sabes?
—¿Ah, sí? Tú sabes guardarte cosas dentro y eso es algo que yo nunca he conseguido aprender.
—Te pedí que dejaras el caso. Te lo supliqué. Aún puedes hacerlo.
—Eso es imposible. Es mi trabajo. Es lo que hago.
—Entonces, también esto puede ser lo que yo hago. A lo mejor es incluso quien soy. Una mujer que se acuesta con quien le apetece y durante el tiempo que le apetece y que cambia después de pareja sin preocuparse, sin recordar. ¿Qué tiene de malo? ¿Es un pecado simplemente porque tú pienses de otro modo?
—No. Es un pecado porque tú también piensas de otro modo. Esa persona que intentas venderme es alguien que has creado tú, y necesito saber por qué.
—No. No necesitas saber por qué. Confía en mí.
Él la abrazó y la besó suavemente en los labios.
—Me he despertado con sabor a ti en la boca —le dijo, acariciándole el pelo—. Mi cuerpo huele a ti. No te lo tomes a la ligera, porque es algo que a mí no me suele ocurrir.
Una lágrima furtiva apareció en sus ojos, y él la recogió con un dedo y se la llevó a la boca como si fuera un fluido precioso.
Sara cerró los ojos y las lágrimas rodaron libremente por sus mejillas. Sabía que estaba a punto de hacer un descubrimiento y su propia curiosidad le sorprendía.
—Cuéntamelo —le susurró.
Ella se secó las lágrimas en el brazo y se envolvió en la sábana, decidida a salir de la habitación.
—¿Que te lo cuente, Nic? Pues te lo contaré, te lo prometo. Cuando Michael Denney esté fuera del Vaticano y fuera de Italia. Ya está. ¿Satisfecho?
Era lo último que se esperaba oír. Incapaz de contestar, el pensamiento se le llenó de imágenes de Sara con el hombre de pelo gris atrapado tras los muros de la ciudad.
—No —dijo al final, con una amargura que le sorprendió.
Ella se levantó de la cama.
—Pues lo siento, pero es la verdad. Y no sabrás una sola palabra más hasta que eso ocurra.
Nic la sujetó por un brazo para que no se fuera, pero ella le obligó a soltarla. Los pensamientos se le amontonaban en la cabeza en un torbellino de ideas y conexiones.
—¿Es eso todo lo que soy para ti? —espetó, sorprendido por la furia que sentía—, ¿un polvo más?
La frialdad volvió a empapar sus ojos verdes. Como un idiota, había roto el momento.
—Vuelves al trabajo, ¿eh? —preguntó ella en voz baja.
Estaba furioso, tanto que hubiera querido abofetearla.
—Puede ser. A lo mejor no debería haber salido nunca del ámbito profesional —su instinto policial se estaba despertando, y sujetándola por los brazos, la obligó a sentarse en una silla—. Hablemos. Hablemos como se supone que debemos hacerlo. ¿Te acostaste con Rinaldi para influir en su testimonio como experto en el caso de Denney? ¿Te lo pidió él?
Ella tenía la mirada clavada en el suelo.
—Está bien. No contestes. Ya no importa. Además ese silencio explica algo. Y ese americano, Gallo. No conocía a Denney, y no hemos encontrado nada que los relacione. ¿Qué pasó?
Apenas le dejó tiempo de contestar.
—Lo utilizaste. Denney necesitaba algo. Un mensajero, quizás. Alguien que llevase un paquete a alguna parte, que pagase a alguien quizás. Te acostaste con Gallo para conseguir sus favores. Denney ni siquiera te indicó quién debía ser. Simplemente te pidió que encontrases a la persona adecuada. ¿Fue eso también lo que ocurrió con el inglés? Era un fulano importante en la Unión Europea. ¿Por eso le era útil a Denney?
—Hugh Fairchild era mi amante —contestó entre dientes—. Estuvo conmigo por lo que soy, así que no te dejes llevar por la imaginación.
—Era un hombre casado buscando una cama caliente en una ciudad extraña. No me estoy imaginando nada. Sólo pretendo encontrar un camino que me lleve hasta algo que tenga sentido. Creo que…
—Cree lo que te dé la gana.
Se levantó y pasó por delante de él como una exhalación. Nic la vio desaparecer por la puerta y tomar la dirección de su habitación desconcertado por sus propios sentimientos. Quería saber y no quería. Ella tenía razón. Todo aquello no eran más que imaginaciones suyas, que no hacían sino abrir la puerta a otro montón de preguntas sin respuesta.
Se tumbó sobre las sábanas arrugadas todavía húmedas de sus cuerpos y cerró los ojos. No sabía si iba a ser capaz de dormir de tantas ideas que le circulaban por la cabeza. Tenía en ella imágenes que nunca habría querido contemplar. Más allá de la ventana, en aquella ardiente oscuridad, los búhos se llamaban los unos a los otros. A lo lejos se oía también la charla de los hombres de la puerta y el chasqueo de sus radios al recibir información de fuera de aquel puerto seguro y protegido, inalcanzable para los depredadores de la ciudad. Qué imbécil había sido. Había permitido que la magia que había creado su padre y el inesperado éxtasis físico que ella le había regalado lo desconcentraran. Seguro que Gino Fosse no dormía. Había un ciclo en movimiento fuera del santuario que su padre había intentado crear. Un círculo que todavía no se había cerrado.
Pensó de nuevo en Michael Denney pero inmediatamente bloqueó el paso de las imágenes que se le querían colar en la cabeza.
Luego, después de un buen rato, se quedó dormido, hasta que le despertó el teléfono. Miró el reloj. Eran casi las seis. Casi tres horas habían desaparecido en un laberinto de pesadillas.
Fue Falcone quien con voz fría y monótona lo arrancó de golpe de su angustia y lo lanzó a la realidad.