Capítulo 49

Arturo Valena salió dando trompicones de la furgoneta. Era un alivio alejarse por fin de los perros. La brisa olía a gasolina del Corso y esa posibilidad le animó, pero de pronto sintió un golpe brutal en un lado de la cabeza. Fosse le había golpeado con la culata de su arma.

Había sido un error. Tanta torpeza le sorprendió incluso a él mismo. Esperaba que Valena cayera al suelo desmayado, lo cual le facilitaría bastante lo que tenía que hacer a continuación, pero había sido una idea estúpida. Debería haberse dado cuenta antes. Valena era demasiado corpulento para llevarlo esposado por la plaza que quedaba apenas a unos metros de una calle por la que aún transitaban algunos noctámbulos.

Le vio dar un traspiés traspasado por el dolor, y pensó que quizás se estaba planteando echar a correr. Tenía que pensar deprisa. Decidió volver a golpearle en el mismo sitio pero con algo menos de fuerza y apuntándole a la cara con la pistola, ordenarle en voz baja que caminara hasta la entrada de la iglesia. Llevaba las llaves en una pequeña mochila que había sacado de la furgoneta y conocía el lugar. Sabía dónde estaban los interruptores de la luz, y dónde encontrar los instrumentos necesarios para el resto de su obra.

Valena obedeció y Fosse abrió la cerradura de la verja y empujó al aterrorizado presentador hasta el pórtico. En un abrir y cerrar de ojos abrió la puerta de la iglesia, lo empujó dentro y encendió las luces.

Estaban en la nave principal y Fosse miraba sin poder evitarlo la pequeña capilla a la derecha donde Brendan Hanrahan le había hecho la revelación. En algún lugar de la capilla se oyó un chillido. Ojalá pudiera verlas y no sólo oír su trasiego por los rincones más oscuros: el correteo de sus patitas, pasos que no se dirigen a ninguna parte, igual que él. Se imaginaba perfectamente sus dientes amarillos de roedor, dispuestos a arrancarle el alma en cuanto se descuidara. En sus pupilas negras palpitaba otro universo, un cosmos infinito y negro que se extendía en todas direcciones, hacia el pasado y el futuro, un lugar interminable que podría tragarse un mundo entero como si tal cosa.

Valena temblaba apoyado en un banco. Su cara tenía el color de la cera y en sus ojos había un inconfundible brillo de esperanza. Su raptor había dudado. Algo le había descentrado. Quizás hubiera una oportunidad.

—¿Qué quieres? —preguntó—. ¿Dinero?

—Sólo a ti.

Los ojos de cebón de Valena se humedecieron.

—Yo no te he hecho nada. Nunca le he hecho daño a nadie.

—No es sólo lo que se ha hecho lo que cuenta. Puedes ir al infierno igual por tus omisiones o por tus deudas. ¿Es que no te lo habían dicho?

Valena cayó de rodillas y juntó las manos.

—Soy un viejo estúpido. ¿Qué quieres de mí?

—Tu vida.

—Por favor… —alzó la voz, casi gritando. Sonaba igual que las ratas. Sonaba como el final de todo.

—No me implores a mí, sino a Dios. Y pide por ti.

Valena se quedó inmóvil, apretó las manos y cerró los ojos. Sus labios gordinflones y blandos se movían. Era una boca que había acariciado a Sara Farnese. Gino lo sabía. La noche de su cita era él el conductor. Él quien había sacado las fotografías. Era una mancha más que borrar, una estación más de dolor en el calvario.

Abrió la mochila y sacó lo que había robado en el hospital. La jeringuilla hipodérmica estaba lista. El líquido esperaba. Se colocó detrás de Valena y le pinchó en el antebrazo.

—¿Se puede saber qué haces? —gritó, levantándose y mirándolo con los ojos ardiendo como carbones negros, llenos de odio y dolor—. ¡Por amor de Dios…!

—No seas desagradecido —contestó—. Espero que dure.

Hubo a continuación un compás de espera en el que ambos ejecutaron una especie de baile, el uno frente al otro. No iba a permitir que saliera corriendo hacia la puerta. Poco después, los ojos de Valena comenzaron a vidriarse.

—¿Pero qué…?

Se tambaleó, los ojos se le quedaron en blanco y cayó como un edificio que hubiera perdido de pronto los cimientos.

La droga había sido la opción más fácil. Había mucho que hacer y aquel acto iba a ser el último antes de la declaración final. No podría decir cómo, pero lo sabía.

Se agachó junto a Valena y cinco minutos después, el presentador estaba desnudo sobre las losetas de la iglesia. En algún momento se había orinado encima, lo que molestó a Fosse pero no le sorprendió. Los hombres normales temían a la muerte, incapaces como eran de comprender la necesidad de esa transformación. Carecían del juicio y el valor suficiente para recibirla sonriendo, para dejarse abrazar por ella.

Giró el cuerpo de Valena de modo que quedase mirando hacia el pequeño altar de la capilla, y haciendo un gran esfuerzo arrastró la parrilla de hierro hasta la nave principal. Era un objeto frío y brillante, pulido durante siglos, un instrumento perfecto con un palpitante pasado. Era posible que la historia de la muerte de San Lorenzo fuese apócrifa, pero para él eso era irrelevante. Tanta gente se la había creído que aquella elaborada construcción de hierro, con sus florituras y sus barrotes, era ya lo que todos ellos se habían imaginado: la puerta de entrada al paraíso, la redención última. Incluso Arturo Valena se merecía algo así.

Cogió las cerillas, el carbón y la gasolina y decidió que debía darse prisa. Había aprendido lo suficiente en el hospital para saber cuánto tiempo permanecería Valena inconsciente: quince minutos, veinte a lo sumo. No iba a llegar dormido al paraíso.