Capítulo 48

Se habían detenido en el vestíbulo de la planta de arriba, callados, incapaces de encontrar las palabras. La planta de abajo permanecía en silencio. La casa estaba llena de una extraña felicidad, un oasis de cordura ajeno al mundo duro y corrosivo que quedaba más allá de la valla de la finca. Sara pensó en el pasado, en cómo se había dejado usar, cómo sus propios deseos siempre habían quedado en segundo lugar, doblegados ante los de ellos.

Entonces, despreocupada, se acercó a él y lo miró a los ojos. ¿Había miedo en ellos? Quizás. Pero duda no. Estaba ya fuera de su alcance. Algo había pasado aquella noche en la granja, algo que los había conmovido a todos: a Bea, en busca del amor antes de que desapareciera. A Marco, en su búsqueda de un sentido que darle a la vida en el corto periodo que le quedase por vivir. Ella misma también se había conmovido por su unión, la sinceridad de sus preguntas y de sus respuestas. Aquello era completamente distinto al mundo en el que había vivido hasta entonces. Allí nadie pedía nada, excepto su presencia y su comprensión. Aquel universo cerrado y minúsculo e incluso Nic Costa, existían para su satisfacción, para que hiciera con ellos lo que quisiera.

Sara alargó un brazo, le acarició el pelo y esperó, con la boca entreabierta, a que él la besara. Pero Nic dudaba, así que fue ella quien se acercó y lo besó en los labios. Su respuesta fue inmediata. Sintió sus manos en la espalda, fuertes, decididas, y luego las sintió en las caderas. En un solo movimiento, la levantó del suelo, y ella le rodeó la cintura con las piernas. Agarrada a su pelo, lo besó apasionadamente, profundamente, apoderándose de su boca, de la humedad que encontró en ella, de la línea de sus dientes.

Nic la llevó con paso decidido al dormitorio, y una vez allí, la dejó en el suelo. Con nerviosismo, despacio, se desvistieron el uno al otro hasta quedar completamente desnudos junto a la cama con la respiración entrecortada, llenos de deseo.

Y él volvió a dudar.

—Nic —le susurró.

Él la miró fijamente, intentando ver en su interior, más allá de la superficie que apenas conocía.

—¿Y mañana?

—Mañana sembraré la tierra para tu padre —dijo sin dudar—. Ven.

Y tiró de su mano hacia el baño y la pequeña ducha de mármol que había en el rincón.

Entraron los dos y ella abrió el agua, helada al principio, templada después.

Nic se echó a reír y ella comenzó a acariciar su piel blanca y suave. Luego él la besó en el cuello y fue descendiendo hasta llegar a un pezón. Sara apretó los dientes y arqueó la espalda y él se dejó guiar por una inesperada determinación. Después fue ella quien agarró su pene con la mano y tras acariciarlo varias veces se apoyó contra los azulejos fríos y mojados de la pared y abriendo las piernas, lo guio dentro de sí.

No más de un minuto pudo estar Nic dentro de ella, moviéndose con mesura, despacio al principio, más rápida y profundamente después, hasta que sintió que ella le clavaba los dedos en la nuca, las piernas colocadas alrededor de sus caderas.

Cuando salió de ella la oyó suspirar, e inmediatamente la llevó a la cama. Sara se tumbó sobre la colcha blanca, invitándole a seguirla, pero Nic estaba preguntándose por dónde empezar, qué consumir primero. Se decidió por sus pezones, y estuvo en ellos un minuto antes de descender hasta su ombligo. La respiración de ella se había acelerado y era muy poco profunda, casi como las bocanadas de un pez. Aquello le era desconocido. En el pasado siempre era ella quien servía, quien buscaba el placer de los demás, pero Nic estaba decidido a darle a ella ese regalo. Descendió todavía más, pasó sobre su himen y alcanzó su sexo caliente y abierto para hundirse por completo en él. Sara se aferró a su pelo, obligándole a poseerla todavía más, arqueando la espalda, deseando poder abrirse tanto que Nic pudiera consumirse en la humedad carnal de su sexo. Luego, con un ritmo cadencioso e implacable, comenzó a lamer su clítoris, excitándolo, endureciéndolo hasta tal punto que le hizo perder la cabeza, incapaz de pensar en nada que no fuera el placer que le estaba regalando. Y en aquel último instante le reveló otro secreto; con el dedo meñique buscó otra entrada, de modo que las puertas íntimas del éxtasis se convirtieron en un solo torrente de placer salvaje y abrasador.

Cuando sus gritos se transformaron en jadeos se incorporó para contemplar su cuerpo pálido y glorioso sobre las sábanas, tan sorprendido consigo mismo como con ella. Sara se rio y tras secarse el sudor de la frente con el dorso de la mano, acarició sus mejillas. Él hizo lo mismo, y ella fue lamiéndole los dedos uno a uno, percibiendo su propio sabor en ellos. Nic se colocó sobre ella y Sara, rodeándole con las piernas, se agarró a él, empujándole, pidiéndole más, recibiéndole con ansiedad.

Él volvió a dudar a las puertas de su cuerpo, como un invitado que no estuviera seguro de ser bien recibido. Entonces ella le abrazó con más fuerza y el juego concluyó. En aquel pequeño dormitorio de la Vía Appia donde Nic Costa había pasado de niño a hombre, donde se había formado su personalidad con el cincel de la felicidad y el dolor, la ceremonia más antigua se celebró una y otra vez, hasta que el agotamiento los arrastró a un descanso sin sueños, sin huella del mundo roto que quedaba más allá de la ventana.