La furgoneta de la perrera estaba aparcada disimuladamente delante de la iglesia de San Lorenzo en Lucina, en una plazoleta al norte de la zona del parlamento en la que Alicia Vaccarini y él habían cenado la noche anterior. Aquel lugar se había asociado con la muerte de San Lorenzo desde el siglo catorce aunque el templo, seguramente erigido en honor de Juno, existía desde mucho antes, sus columnas coronadas por capiteles medievales integradas en el pórtico que daba a la plaza. La delicada iluminación del edificio resaltaba el frontón triangular y el campanario románico, muy parecido al de la isla Tiberina. A pesar de su ubicación cerca de la Vía del Corso, la iglesia conservaba una modesta y atractiva dignidad. Pero la razón por la que Gino Fosse no podía olvidar el lugar era bien distinta.
Era el lugar donde había empezado todo, donde sus primeras dudas, las que le habían asaltado en el interior de San Juan, habían cobrado por fin cuerpo, exigiéndole que entrase en acción.
Una semana antes de que recibiera la llamada de Brendan Hanrahan, hablándole tan cordial, tan comprensivo, preguntándose por qué Denney habría reaccionado con tanta virulencia ante lo que en realidad no era más que una infracción menor. Hanrahan le había sugerido que se reunieran para dar una vuelta por la ciudad y poderle enseñar algunos lugares que iba a encontrar sorprendentes.
Treinta minutos después, el irlandés salía de la torre de Clivus Scauri y juntos subían al Mercedes negro que Gino conocía tan bien. Luego, mientras un chófer los conducía por la ciudad, Hanrahan le contó la historia de San Lorenzo. En la furgoneta y mientras Arturo Valena gritaba inútilmente coreado por los aullidos de los perros que le rodeaban, recordaba perfectamente el momento en el que el veneno de las palabras del irlandés hundió los colmillos en su alma. Quizás incluso Hanrahan se dio cuenta. Pocas cosas se le escapaban. Puede que incluso él mismo lo hubiera hecho a propósito.
Hacía un día asfixiante y seco, preludio de la ola de calor que iban a sufrir. Hanrahan le pidió al chófer que pasara por la Villa Celimontana, un parque que quedaba cerca de Clivus Scauri.
—A veces tiene un carácter terrible —le confió—. Denney, quiero decir. Supongo que él le echará la culpa al estrés, pero todos tenemos presiones, ¿no?
Tenía un rostro y unos ojos mortecinos. Gino sabía por qué lo empleaban para arreglar cosas y es que nada quedaba fuera de su alcance. Era un hombre implacable, paciente, maquinador.
—Fíjate en esa fuente —dijo Hanrahan cuando pasaron ante la entrada del parque, y él contempló la pila de piedra con su generoso surtidor, incapaz de adivinar las intenciones de su acompañante.
—Un viejo sacerdote de Limerick me llevó a hacer este mismo recorrido cuando vine por primera vez a Roma, y ahora quiero devolverte a ti el favor. Quiero llevarte a recorrer un episodio completo de nuestra gloriosa historia, Gino. Yo soy un burócrata, no un predicador, así que presta atención y perdóname si cometo algún error, pero creo que conozco esta historia lo suficientemente bien como para poder contártela sin ningún fallo. Imaginemos —continuó como lo haría un profesor—, que hoy es seis de agosto del año 258 de nuestro señor. El emperador es Valeriano, un hombre que no apreciaba demasiado a los cristianos. Lorenzo, español y uno de los seis diáconos cristianos de Roma, estaba ahí sobre la hierba, repartiendo dinero entre los pobres, un dinero que había obtenido vendiendo parte del tesoro de su iglesia. Valeriano se entera y decide que él también quiere su parte, y le exige a Lorenzo que le enseñe lo que le queda del rico tesoro de la iglesia y así poder obtener su tributo imperial.
Fosse no había dormido bien. El incidente que le había costado la expulsión del Vaticano no dejaba de rondarle por la cabeza. En otras ocasiones había hecho lo mismo, sino algo peor, y el castigo era desmedido en relación con la ofensa, como decía Hanrahan.
—Durante tres días Lorenzo reúne a una buena cantidad de gente ahí, cerca de donde ahora está la fuente, y sigue con sus dádivas. Le rodean los más pobres y le ayudan otros cristianos. Cuando los soldados de Valeriano le piden el oro del emperador, él no les da un céntimo y, señalando a la gente que se ha reunido allí, declara:
—Mirad. Este es el tesoro de la iglesia.
—O sea, que andaba buscando jaleo.
—Eso parece —contestó Hanrahan—. Y lo consiguió.
Luego señaló al Palatino que dejaban a su izquierda.
—Si tuviéramos tiempo, todavía podríamos seguir paso por paso el martirio de San Lorenzo. Fue arrastrado por el Cryptoporticus, allá arriba, por el que todavía se puede pasar hoy, y obligado a asistir a un juicio cuya sentencia ya había sido dictada. Podríamos ir a la iglesia de San Lorenzo de la Fuente, en la vía Urbana, y ver la celda en la que fue encarcelado y la fuente cuyas aguas empleó para bautizar a otros prisioneros. También podríamos visitar San Lorenzo de Extramuros, construida sobre la humilde capilla que Constantino erigió para conmemorar el lugar en que había sido enterrado el mártir. En San Lorenzo de Panisperna, cerca de la anterior, podríamos pisar el lugar exacto de su muerte y admirar un fresco en el que se representa al santo recibiendo la recompensa al martirio, aunque es un trabajo quizás demasiado realista creo yo para los gustos de un joven.
Hanrahan se equivocaba en eso. Aquellas extrañas representaciones del martirio le resultaron fascinantes. Se pasó horas en la iglesia de San Esteban Rotondo, no muy lejos de la Villa Celimontana, contemplando los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo en aquellas sorprendentes imágenes, unas pinturas que parecían querer hablarle, aunque él no comprendiera su mensaje. En los labios de los mártires, mientras soportaban su agonía, había un mensaje críptico y eterno que podrían compartir con él siglos después si conseguía descifrar la clave.
Cuando llegaron a San Lorenzo de Lucina y se abrieron paso entre la multitud de compradores para entrar en la pequeña iglesia situada en un rincón de la plaza, Hanrahan lo llevó ante la Crucifixión de Reni, y le preguntó qué le parecía. Fosse se quedó indiferente. Parecía algo casi romántico, irreal. Hanrahan sonrió complacido ante su respuesta y llamó su atención sobre el monumento que señalaba la tumba de un artista francés del que Fosse no había oído hablar, Poussin.
—Otro romántico —declaró Hanrahan—. ¿Conoces a Caravaggio?
—Desde luego. Es magnífico. Pinta personas reales.
Hanrahan le dio con el pie al monumento de Poussin.
—Pues este idiota le descalificaba porque según él tenía propensión a reflejar la fealdad y la vulgaridad, refiriéndose sin duda a la maestría con que Caravaggio retrataba a la humanidad tal y como es, y no vista a través de unos cristales color rosa. No debemos engañarnos y creer que somos más de lo que somos, Gino. Caravaggio era un lunático y un ladrón, y él lo sabía, lo mismo que también era consciente de su genialidad.
Gino se había mostrado de acuerdo con él y Hanrahan lo había llevado a la capilla Fonseca, en la que reposaban los bustos de Bernini como si fueran cabezas decapitadas sobre sus plintos. Luego volvieron y pasaron unos minutos en silencio sentados en los duros bancos de la nave.
Gino Fosse hizo entonces la pregunta inevitable.
—¿Qué le ocurrió a Lorenzo?
—Que lo mataron, por supuesto —contestó, burlón.
Fosse no estaba de humor para chistes negros. Se sentía angustiado, trastornado. Había estado mirando hacia una pequeña capilla lateral en la que había un extraño objeto que brillaba. Un hombre ya mayor estaba orando de rodillas ante la verja dorada que separaba la capilla de la nave. Parecía concentrado en el extraño marco dorado que había más allá de la verja. Entonces algo se movió dentro. Una rata, seguro. Y en las sombras, apareció una figura apenas visible vestida con el rojo oscuro de los cardenales, que bien podía ser Michael Denney. Un hombre que, en cierto sentido, también podía considerarse un mártir, aunque Fosse todavía no llegara a comprenderlo del todo.
—Ya sé que está muerto, pero ¿qué le pasó?
Hanrahan se levantó y Fosse lo siguió hasta la verja de la capilla lateral. Ambos se detuvieron junto al hombre que rezaba. A Fosse le dolía la cabeza. No había posibilidad de error. Era una rata lo que se movía debajo del altar, yendo y viniendo entre la luz y la sombra. Al menos parecía estar sola. La figura vestida de rojo había desaparecido y se imaginó que debía haber sido una jugarreta de la imaginación.
—Como Lorenzo no pudo entregarle ningún oro a las autoridades, estas se enfadaron mucho con él, tanto que los castigos normales les parecieron inadecuados para una ofensa de esa naturaleza, y decidieron condenarle a ser asado a fuego lento hasta morir, atado a una barra de hierro que hacían girar sobre su eje.
Fosse vio los ojos de la rata brillar en la oscuridad.
—¿Cómo?
—Lo que has oído. Recuerda a Tertuliano: la sangre de los mártires… Lorenzo fue de los más valientes, y por eso se le nombra en el canon de la misa. Varios senadores se convirtieron al presenciar su valor creyendo que Dios debía haberle salvado de la verdadera agonía de su martirio, puesto que conservó el sentido del humor hasta el final. El poeta Prudencio escribió más tarde que durante todo el tiempo no dejó de hacer chistes y de reír, y que incluso llegó a decirles a sus torturadores en un momento determinado Por este lado ya estoy hecho. Dadme la vuelta y comed.
El hombre que estaba arrodillado se levantó y salió maldiciendo entre dientes.
—El asador al que lo ataron se conserva en esta capilla —dijo Hanrahan—. Ahí lo tienes.
Siguió la dirección de su brazo y pudo contemplar la estructura de hierro en su cofre, que era lo que había estado viendo todo el tiempo.
Fosse intentó corroborar más tarde la historia que Hanrahan le había contado, y hasta cierto punto, resultó ser cierta, excepto lo de la parrilla de hierro, que fue una invención posterior. Prudencio nació ochenta años después de los hechos, y lo más probable es que Lorenzo fuese decapitado como la mayoría de los primeros integrantes de la Iglesia. Quizás todas las historias sobre mártires que había oído en Roma —la de San Bartolomé despellejado, Santa Lucía con los ojos en una bandeja, San Sebastián traspasado de flechas— no fueran más que invenciones. No había modo de saberlo y nunca lo habría. Ningún arqueólogo había encontrado pruebas, al contrario de lo ocurrido en San Juan y San Pablo. Todo eran conjeturas que sobrevivían basándose en la fe. Sin ellas, Lorenzo se convertiría en un personaje de cuento, un figurante en una historieta del siglo cuarto creada por Grimm con el fin de convencer a los incautos.
Entonces Brendan Hanrahan se acercó a su oído y le susurró las palabras que se decían al acercarse al confesionario. Aquellas palabras le ardían en la cabeza. La rata pasó por delante del altar una vez más. En su imaginación, el cardenal Michael Denney estaba atado a aquella parrilla de hierro, asándose a fuego lento como en una barbacoa campestre, riendo, sonriéndoles con la boca desecada, preguntando: ¿estoy ya? ¿Estamos alguno de nosotros preparados ya? ¿Llegará ella pronto? ¿Tendrá hambre también?
En aquel momento recordó la cantidad de conversiones instantáneas que se habían relatado en la historia de la Iglesia desde la de Pablo. A la Iglesia le encantaban. Sin embargo, debía existir una especie de contrapeso a todas ellas: algún hecho, alguna visión, un sonido, incluso un olor que destruyera la fe de toda una vida en un instante. ¿Cuántos católicos acudían a Belén y salían ateos de allí? ¿Cuántos, en un ámbito más mundano, sentían una especie de oscuridad adueñárseles del alma mientras caminaban por la calle, y sin dejar de andar se daban cuenta de que sus creencias habían desaparecido para siempre, y que había perdido dos veces, una por pasarse media vida en la ignorancia y la otra por la solitaria desesperación de saber que no había salvación y que nunca la había habido?
Volvió a fijarse en la capilla. El cardenal no estaba asándose. Sólo seguía allí la rata, correteando sobre las barras de hierro, mirándole con sus ojillos brillantes desde la oscuridad.
Una rata podía robarte los últimos pedazos de la fe, arrancártelos de la boca y hacerlos pedazos con sus afilados dientes, despacio, en silencio, agazapada en alguna esquina polvorienta y oscura, alejada de la mirada de los hombres. Siempre eran las cosas pequeñas e inesperadas las que acababan matándote.
Gino Fosse sacudió la cabeza para librarse para siempre de aquellos recuerdos. Le abotargaban los sentidos. Le restaban determinación. No podía perder tiempo en pensar. Era momento de actuar. Había matado dos policías, algo que jamás pensó que pudiera ocurrir al empezar todo aquello, y esas muertes tendrían su repercusión. Eran las precursoras del final. Los acontecimientos se estaban cerrando en torno a él como los buitres rodean una incipiente comida. Pero todo podía conseguirse en las próximas veinticuatro horas. Era una reconfortante certeza. Estaba empezando a cansarse de aquel juego, y esperaba con impaciencia el inevitable final.
Con qué rapidez llegara ese final dependía de lo que hiciera en las próximas horas. Denney había resultado ser un hombre testarudo que se había negado a escapar, a exponerse al peligro, a pesar de todas las provocaciones. Tenía que haber un esfuerzo final, un cambio en la violencia que ninguno de ellos esperaba.
Se había quitado todo lo que había podido el maquillaje blanco de la cara y se había vuelto a poner la ropa de antes: vaqueros y camisa negra. Sudaba como un cerdo. La noche estaba insoportablemente calurosa, y la ciudad parecía un horno. Se sentía observado, como si la oscuridad estuviera llena de ojos, ojos brillantes de roedores, ojos codiciosos de humanos, que le miraban todos, febriles. Sacó la cabeza por la ventanilla de la furgoneta. La plaza estaba vacía. Unos cuantos individuos solitarios se paseaban por el Corso pasando por delante de las tiendas cerradas y sus anuncios de neón.
Sacó el manojo de llaves que había robado seis días antes cuando fue a recoger el resto de sus pertenencias a la oficina administrativa del Vaticano y buscó entre ellas la identificada como de la puerta de la iglesia. Había aparcado marcha atrás de modo que el portón trasero de la furgoneta quedaba contra la entrada cerrada del edificio. Nadie vería salir y entrar a Arturo Valena. Tras aquellas pesadas puertas de madera, en aquella zona desierta de la ciudad, nadie oiría lo que iba a ocurrir.