Capítulo 46

Estaba de pie delante del portalón de la casa, bajo el emparrado, contemplando maravillada la noche. El calor del día se había disipado y las luciérnagas bailaban entre las formas de los olivos que se retorcían en el horizonte plateado por la luna. Al champán le había seguido el vino blanco y después, el tinto. Estaban todos bastante borrachos, incluido Marco. Era como si la casa les hubiera contagiado su espíritu, como si sus recuerdos ocultos y fecundos se hubieran despertado del sueño y hubieran entrado en ellos. La luz del día espantaría aquellos fantasmas felices y aunque sabía que era inevitable, Sara Farnese se sentía agradecida por el regalo que cada uno de ellos había recibido de manos de Marco. Era el mejor momento posible. La pesadilla de la ciudad seguía siendo real y habría escollos y duras pruebas por delante, pero nada era infranqueable. Había esperanza. Existía la posibilidad de una redención a la luz que había brillado en sus rostros aquella noche.

Bea llevó a Marco a su habitación pero no volvió a salir y Nic, quizás para ocultar su incomodidad, había arrastrado al pobre de Pepe, medio dormido y sin ganas, a dar una vuelta por los alrededores de la casa. En aquel momento le oía hablar con los policías de la puerta. Era una charla lenta y relajada, y no los susurros intercambiados a ritmo febril que indicaban que algo no iba bien. Todos se merecían un respiro, aunque sabían que no iba a durar. Era imposible. Aun así, el más corto descanso parecía un milagro que le proporcionaba espacio para pensar y para respirar. Allí, lejos del agobio de la ciudad, a salvo en el frescor de la granja, rodeada de personas que no la juzgaban, que no la miraban como si fuese una criatura de otra especie, se sentía feliz de un modo que no quería analizar.

El mismo Marco lo había dicho: todo cambia. El mundo es un lugar en constante evolución. Ese era su regalo y su yugo.

Dio unos pasos y removió la tierra con el pie. Era imposible creer que allí pudiera crecer algo. Ella no sabía nada de huertos ni de jardines, y seguramente Bea tampoco, pero con la experiencia de Marco y siguiendo sus instrucciones que, sin duda serían exactas, algo conseguiría enraizar allí. La tierra volvería a ser fértil y un día daría su fruto, aunque ella no estaría allí para verlo.

Nic apareció de pronto en la oscuridad. Salía de detrás de lo poco que quedaba vivo allí: un viejo almendro, cuyas hojas siseaban suavemente en la brisa. Parecía feliz, y se alegraba no sólo por él sino también por su padre. Algo había ocurrido entre ellos aquella noche. Era como si hubieran firmado un pacto sin palabras. Los hombres de la puerta no le habían contado nada nuevo. Quizás la ciudad estuviese tranquila. Quizás Gino Fosse estuviera durmiendo tranquilo, sin que los demonios le anduvieran por la cabeza, aunque fuera sólo durante unas horas.

El perro se acercó al tronco, levantó la pata y orinó profusamente. Los dos se echaron a reír.

—La sabiduría de los perros —dijo Sara.

Pepe se sentó dócilmente a sus pies.

—O su ignorancia —contestó Nic—. No sabe lo que le espera. No comprende que tiene que anticiparse.

—¿Y por eso somos nosotros más listos?

—Yo creo que sí, aunque puede que no más felices.

El perro cerró sus párpados resecos y arrugados. Parecía más viejo así. Y se asemejaba a su dueño: gris y cansado.

—No les basta con estar vivos —dijo, acariciándole el lomo—. Necesitan vivir. Feliz cumpleaños, Pepe.

El perro los miró a ambos y luego clavó los ojos en la puerta.

Hubo un extraño silencio. Luego Sara se volvió y abrió. El animal fue el primero en entrar, y se fue directo a su cama de la cocina. Una vez allí, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo para acomodarse.

Sara lo veía hacer, sabiendo que Nic no apartaba la mirada de ella.