Capítulo 45

Rossi maldijo entre dientes. El parecido era tan evidente… habían encontrado sólo una fotografía borrosa de Gino Fosse y allí, delante de sus narices, estaba la misma cara cubierta de polvos blancos y fingiendo ser una estatua. Echó mano dentro de la chaqueta para sacar el arma mientras gritaba a Cattaneo y al imbécil de la tele que se agacharan, que se quitaran de en medio porque Bruto no era Bruto, sino un cura loco y sediento de sangre que no sabía cuando parar. Menos mal que aquella vez Cattaneo sí parecía enterarse de lo que pasaba y arrastraba a Valena entre la gente tirando de él por la corbata. Rossi se volvió y los vio perderse entre la masa de cuerpos e hizo ademán de seguirlos.

Sentía la mano resbaladiza y la boca seca. Cuando alcanzó la culata del arma, Bruto se había inclinado hacia delante pero continuaba subido en la caja. El sombrero se le había caído de las manos y sus monedas rodaban en el suelo con un ruido musical y preciso que curiosamente se podía oír por encima del runrún animal de la gente. Quizás aquel tintineo metálico de las monedas fuera lo último que iba a oír.

Entonces la masa de gente se cerró más a su alrededor, empujándolo, zarandeándolo, quejándose. Levantó el brazo en alto empuñando la pistola e intentando hacerles comprender. Sin saber por qué, casi sin poder decir si su acción era consciente o no, disparó un tiro al aire y una bala salió hacia lo alto en la plaza de Bernini, describiendo una trayectoria de círculos concéntricos hacia la luna que brillaba en aquel cielo de terciopelo negro.

Alguien gritó y Rossi vio los ojos saltones y exageradamente maquillados de una mujer, que le recordaron a los de un toro que vio una vez y que iba al matadero.

—¡Luca!

Era Cattaneo el que gritaba, y le agarraba con fuerza por el brazo mientras con la otra mano arrastraba a Valena. Luca se sintió como un imbécil. Siempre había detestado a Cattaneo, y siempre le había considerado un inútil. Y en aquel momento, allí estaban los dos, dando vueltas en un laberinto de gente asustada, sin saber a dónde se dirigían o quién les perseguía.

Cattaneo decía algo a gritos por la radio y Rossi levantó de nuevo el brazo y disparó. Se sentía bien. Era como una declaración, algo que incluso un cura loco con las manos llenas de sangre y con una enfermiza debilidad por las cabezas de las mujeres podría comprender. De pronto un corpachón que llevaba una camiseta de barras y estrellas le propinó un empujón. Rossi se quedó sin respiración y un dolor agudo le laceró un costado. Las fuerzas le abandonaron un instante, pero bastó para que el arma se le cayera de la mano y se hundiera en el mar de piernas en estampida que había a su alrededor.

Se agachó intentando respirar. Parecía estarse haciendo un espacio a su alrededor. Cuando recuperó algo de aliento, se incorporó. Bruto estaba allí, delante de él, sonriendo, con un semicírculo de turistas asustados a la espalda. Parecía un actor de teatro que hubiese sido iluminado por los focos. Tenía algo en la mano, algo pequeño, ligero y letal.

Luca se quedó mirándolo y vio a Cattaneo correr a su lado.

—Mierda.

El arma aulló una vez, retrocedió sin caer de la mano de Fosse y apuntó en otra dirección justo cuando la mirada de Rossi empezaba a nublarse y un dolor denso y estúpido le impedía oír.

Aquel último sonido parecía repetirse sin fin, como si fuera un eco ahogado que Luca no quería seguir teniendo en la cabeza porque quería poder pensar en otras cosas, en la vida y la muerte, en lo que se debe o no se debe conseguir. Pero le fue imposible. Algo le arrebató la capacidad de pensar y lo dejó indefenso, sin habla. Sintió una mano en el hombro y supo que era de Cattaneo. El muy idiota lo estaba tumbando en el suelo de la plaza. Rossi se sintió caer con una mansedumbre extraordinaria, sintió el contacto con las piedras del suelo y el charco de sangre que se iba escurriendo entre las lajas de piedra como si fuera un río con decenas de afluentes que le hicieran crecer y lo convirtieran en una poderosa corriente.

Gino Fosse dio un paso hacia atrás, se secó la boca con el dorso de la mano y contempló a los dos estúpidos policías en el suelo, inmóviles. La gente se había vuelto loca: gritaban y se empujaban para intentar alejarse de aquella figura blanca con la toga salpicada de sangre de Luca Rossi.

El único que no corría era Arturo Valena. El presentador se había quedado allí plantado, incapaz de moverse, solo en un círculo creado por las personas que escapaban a toda prisa.

Fosse se le acercó y le apoyó el cañón de la pistola en la sien sudorosa.

—Ven conmigo. Rápido. Ponte a mi lado.

Valena asintió.

Un minuto después, los perros tenían compañía.