—Como os decía —continuó Marco—, compramos el perro en circunstancias muy tristes. Ni siquiera me acuerdo de cómo se nos ocurrió. Creo que ni hablamos de ello.
Nic cambió de postura. Era una conversación con la que no se sentía cómodo. Eran recuerdos que no quería reavivar, que pertenecían a un pasado difícil y doloroso. De vez en cuando, volvían a su memoria sin esperarlo, como si quisieran señalarle el camino al futuro. Sara lo miraba. Sabía cómo se sentía, y brevemente rozó el dorso de su mano.
—Pero de repente, allí estaba yo, hablando con un hombre que quería vender un perro, diciendo tonterías, sin saber qué preguntar, sin estar seguro siquiera de que fuese una buena idea. Era un viejo granjero que tiene una pequeña explotación cerca de aquí, un cretino que me miraba como si yo fuese idiota. Y seguramente en su opinión lo era, pero todo aquello era nuevo para mí. No paraba de decirme es un perro, como si esa frase lo explicara todo. Lo traje a casa dentro de mi chaqueta —continuó tras una breve pausa—. Me la hizo polvo en el camino. La primera noche se la pasó llorando sin parar, y no dejó dormir a nadie.
—De eso sí que me acuerdo —intervino Nic.
—La segunda lloró algo menos, y la tercera durmió de un tirón aquí, en la cocina. Sólo Nic y Giulia estaban entonces en casa. Marco ya se había ido a la universidad. Los tres estábamos hechos polvo, enfadados, llenos de dolor por lo que el mundo nos había hecho. Ahogados en una furia ciega y absurda por una pérdida que no tenía sentido. Y aquí apareció el pobre perro, pidiéndonos que lo mantuviéramos vivo, que lo quisiéramos, que le prestáramos atención día y noche. ¿Y qué hiciste tú, Nic?
—Pues darle lo que nos pedía, lo mismo que Giulia. Y lo mismo que tú, aunque tú fuiste el que menos se implicó, todo hay que decirlo. Aun así, Pepe siempre te consideró el jefe. Hay cosas que nunca cambian.
—Pura cuestión de edad. Cuánto os quería este animal. Si el pobre pudiera recordar, si tuviera la fuerza para volver a aquellos juegos, os querría del mismo modo ahora.
En eso tenía razón. Nic se pasaba horas y horas con el perro, paseando por los campos de principios del verano llenos de flores y de abejas. En aquellos lugares hermosos y solitarios hablaba con el animal como si fuese un ser humano. Eran inseparables. Luego se hizo mayor, lo mismo que el perro. Como siempre, el tiempo había vuelto a emplearse con crueldad.
—Un día —continuó su padre—, al volver yo a casa… era poco antes de que Nic fuese a marcharse a la universidad y yo creo que estaba preocupado. Pero había algo más. ¿Te acuerdas?
Se acordaba, sí, y ojalá pudiera impedirle hablar de ello.
—Sí, me acuerdo, pero preferiría…
—Nic estaba casi tan preocupado como el día en que murió su madre, y era porque había caído en la cuenta de que la esperanza de vida del perro era… ¿cuántos años? ¿Diez, doce, trece quizás? La cuestión es que se había dado cuenta de que un día, un día quizás no muy lejano en medidas humanas, Pepe desaparecería. Y entonces, ¿qué?, pensó. Vamos, Sara. Dínoslo tú, que eres la experta.
Miró a Nic preguntándose si le iba a avergonzar, y era evidente que sí. Evidente y comprensible.
—Pues que era absurdo tener perro. Quererlo, acostumbrarse a tenerlo alrededor, sabiendo que un día moriría, un día relativamente cercano.
Marco la miraba atentamente.
—¿Y estaba en lo cierto?
—Creo que en algo así, ni se tiene ni se deja de tener razón. Yo comprendo su postura. Comprendo por qué se puede llegar a pensar así.
—¡Fíjate, Bea! ¡Y ellos son los jóvenes! ¿Qué hemos hecho para que nos salgan así?
La mujer los miró a ambos.
—¿Los dos pensáis lo mismo? No es que yo sea amante de los perros. Incluso Pepe lo sabe. Pero hay que disfrutar de la felicidad que te sale al paso mientras dura. No tiene sentido preocuparse por un mañana que puede no llegar.
—Y esa —concluyó Marco, dejando su copa sobre la mesa—, es la sabiduría de los perros.
—Que es pura ignorancia —declaró Sara—. Un perro no tiene el concepto del tiempo, de las estaciones. Para ellos la vida es como una llave de la luz, que puede estar encendida o apagada.
—¿Y es que no es así en realidad? —bromeó Marco.
—No —contestó, mirando a Nic para que la apoyara.
—Estoy de acuerdo. Es una mala comparación.
—Lo que tú quieres decir —sugirió Bea—, es que no han leído el Eclesiastés. Hay un tiempo para nacer y otro para morir. Un tiempo para sembrar y otro para recoger el fruto de lo que se ha sembrado.
—Un tiempo para amar —continuó Marco—, y un tiempo para odiar. Un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz. Tienes razón, Sara, en que los animales no saben nada de estaciones y eso es lo que los define, pero ¿tú crees que nosotros somos tan diferentes de ellos? Ser conscientes de nuestra mortalidad como seres humanos fue lo que empujó a los primeros cristianos, pero hoy hemos transformado a la muerte en un invitado no deseado que se sienta en un rincón en perpetua oscuridad. Intentamos pensar que no existe hasta que al final ella nos demuestra que nos equivocamos y a nosotros nos sorprende, incluso nos ofende su presencia.
—Vale —contestó Nic—. Entiendo lo que quieres decir.
—En absoluto. Lo que he dicho iba más por mí que por ti, hijo. He permitido que esta maldita enfermedad me agotase hasta tal punto que incluso cambié por completo mi forma de pensar. Todo lo que hay a mi alrededor me parecía muerte. Un tiempo para sembrar, un tiempo para recoger el fruto de la siembra. Estamos en una granja, ¿recuerdas? Antes de la enfermedad, comíamos de lo que nos daban estos campos. Arábamos la tierra, hacíamos crecer las plantas, cosechábamos… y fíjate ahora. Todo es tierra desnuda y yerma. ¿Y por qué? Porque yo me he olvidado. Porque, como hacen los niños, he llegado a creer que yo soy el centro del universo y que sin mí nada existe, y ese es el mayor pecado que el hombre puede cometer.
Todos quedaron en silencio. La confesión de Marco era el eje sobre el que giraba la noche, y todos tuvieron miedo de romper el hechizo.
—¿Cómo era antes la granja? —preguntó Sara.
—Maravillosa —contestó Nic con una sonrisa—. Sembrábamos y plantábamos de todo. Recuerdo… —los ojos se le llenaron de imágenes de alcachofas cabeceando en la brisa, altas ringleras de tomates, manojos verdes de zucchini—. Recuerdo qué verde era todo.
—¿Por qué crees que come lo que come? —preguntó Marco—. Dejó de comer carne a los doce años. Dijo que no tenía sentido.
—Y no lo tenía. Además, lo que cultivábamos era nuestro. Salía de nuestras manos.
Marco empujó su silla de ruedas hasta la puerta y todos le siguieron. Descorrió el enorme tranco de madera, abrió la puerta y encendió las luces que iluminaban la parte delantera de la granja. Los cigarrillos de los hombres que fumaban en la entrada parpadearon como si fueran pequeñas luciérnagas. La tierra se veía árida y reseca bajo la intensa luz de los focos.
—Y lo mejor de todo era las sorpresas inesperadas —dijo.
Más o menos en aquella época del año, continuó, sembraban la col rizada de la Toscana llamada cavolo nero, de la que disfrutarían en invierno. Sara vio iluminársele los ojos al decir que eran sus favoritas por la misma razón que muchos otros las detestaban: su crecimiento perezoso pero constante, su resistencia al frío del invierno y su resurgir para dar alimento en primavera. Era una especie de renacimiento, un recordatorio de que el mundo empezaba de nuevo cada año, pasara lo que pasase. Una semilla puesta en el terreno en julio no sabía nada del futuro que le aguardaba cuando volviera el calor… es decir, si era capaz de sobrevivir al invierno. Era la fe del campesino, una fe que Marco Costa compartía: la creencia básica de que las estaciones siempre volvían y con ellas la recompensa al trabajo realizado. Era inevitable que la cadena se rompiera. Algunos años los cultivos fallaban. Algunos años el jardinero no acudía a su cita con la tierra. Sin embargo, era el acto en sí mismo lo que importaba: la siembra, el alimento, el cultivo de la tierra.
Aquel último invierno no habían tenido nada que recolectar. La fe le había abandonado, aplastada por la enfermedad.
—Quiero volver a ver la vida creciendo aquí —dijo—. Mañana… contrataré a alguien.
Sara miró a Bea y ambas se miraron.
—¿Y nosotras no podemos hacerlo? Sabemos cavar. Podemos sembrar.
Marco se echó a reír.
—Ese no es trabajo de mujeres.
Las protestas no se hicieron esperar.
—Haya paz… ¡paz! —intervino Nic—. Pueden empezar mañana por la mañana. Luego yo haré mi parte cuando tenga tiempo. Tú puedes acompañarnos y mandar.
—Hay que hacerlo como es debido.
—Y se hará. Te lo prometo.
Se miraron unos a otros en silencio. La tormenta no había estallado. Marco había dejado claro lo que pensaba.
—Hay otoño ya en este calor —dijo, olfateando el aire—. Ya huele a septiembre. Me encanta el otoño. Los colores, sentarme frente al fuego y asar unas castañas. No querría estar en ningún otro lugar cuando las hojas empiecen a caer.
Nic se acercó a él y apoyó una mano en su hombro, que su padre agarró con fuerza. Nic sintió que los ojos se le humedecían y se sintió satisfecho de estar viviendo aquel momento.
—Los rojos viejos como yo no creemos en el infierno —dijo—, pero si creyera, ¿sabes cómo sería? Un lugar en el que no creciera nada. Un lugar en el que nadie conociera las estaciones. Que Dios nos libre de algo así, si me perdonáis la expresión.