Cuando Nic llegó a la granja creyó, por un instante, que había retrocedido en el tiempo. La casa estaba llena de voces: su padre, Sara y la risa de Bea, que estaba jugando con el perro cuando él entró como si hubieran firmado un inesperado acuerdo de paz. Había flores en todas las habitaciones de la planta baja: rosas y crisantemos, dalias e iris, y sus fragancias lo inundaban todo.
Sara y Bea bebían champán, y su padre agua mineral. En la cocina, dos mujeres contratadas para la ocasión daban los toques finales a un extravagante bufé frío, la clase de comida que su madre preparaba tan bien: platos de vegetales a la plancha rociados con aceite de oliva junto con scampi y langosta, bresaola y una amplia variedad de quesos. Tuvo que cerrar los ojos un momento para convencerse de que no estaba soñando. Cuando volvió a abrirlos, tenía a su padre delante en la silla de ruedas, su rostro grisáceo y cadavérico, pero con la sonrisa más deslumbrante que Nic le recordaba desde hacía meses.
—¿Se puede saber qué te pasa, hijo?
—Es que… ¿he olvidado algún cumpleaños?
Marco hizo un gesto de displicencia con la mano e indicó a una de las mujeres que le sirvieran una copa de champán.
—¿Es que siempre hay que tener una razón? ¿No puede ser simplemente que me haya cansado de estar triste? Te hartas después de un tiempo, ¿sabes? Y toda esa mierda de ahí fuera: tu trabajo, lo de Sara… —se volvió a mirar a las dos mujeres que charlaban amigablemente en el salón, Bea con el perro a sus pies—. Digan lo que digan los hechos, Nic, yo creo que es una buena mujer. Lo que pasa es que no lo sabe.
—Sí —musitó. No quería romper el encanto—. Por eso es tan difícil de comprender.
—¡Chorradas! ¿Cómo se puede comprender a una persona si no la conoces? Te preocupas demasiado por las cosas. Quieres que todo esté envuelto en papel de regalo y con lazo antes de dignarte a tocarlo. Vamos, Nic, relájate. Disfruta de las cosas mientras estén a tu alcance.
Nic cogió su copa de champán y la alzó.
—¡A tu salud!
—A la tuya, hijo. Escucha… —dijo, ladeando la cabeza—. ¿Lo oyes?
Mujeres charlando. El perro ladrando bajito para que le prestasen atención. Voces reverberando en las paredes de piedra de la casa. Entendía perfectamente a qué se refería su padre.
—Sí.
—¿Cuántos años hace que no teníamos aquí esta alegría? Ocho, diría yo, puesto que tú has sido el último en marcharte. Si en una casa no hay ruido de personas, empieza a morir. Eso es lo que echaba de menos todo este tiempo. Voy a tener que grabaros sin deciros nada y así, cuando os hayáis marchado, podré poner la cinta con vuestras voces. Así podré engañarme y pensar que puedo vivir para siempre.
Nic era incapaz de apartar la mirada de las mujeres. Sara parecía serena y adorable, y Bea también parecía transformada, como si el que volvieran a invitarla a disfrutar de la compañía de Marco fuese el mayor regalo que pudieran hacerle.
—¿Y Bea?
—Se lo merece. Eso es todo. Soy un idiota, Nic, ya deberías saberlo. Nunca se me ha dado bien darme cuenta de las cosas que les pasan a los demás. Tú has heredado ese talento de tu madre.
Los cuatro se sentaron a la mesa del comedor y admiraron el festín. Luego las dos mujeres que había contratado encendieron los grandes candelabros que Marco había pedido que trajesen y repartieran por toda la planta baja y apagaron las luces eléctricas. Después les pagó lo acordado y tras agradecerles su trabajo, les pidió que se marcharan. La granja quedó iluminada como un cuadro. Había sombras en los puntos a los que no llegaba la luz dorada de los candelabros, y colores ricos y naturales en la madera de la mesa, el rojo de las cortinas y el ocre de las paredes.
—¡Un brindis! —exclamó Marco—. Tenías razón, Nic. Estamos celebrando un cumpleaños, ¿pero el de quién?
Miró a Bea y a Sara, pero ellas tampoco tenían ni idea.
—Me rindo.
Marco alzó su copa hacia el perro. Pepe, sorprendido, apoyó las patas en las rodillas de su amo, y fue recompensado con una loncha de carne fría.
—Del perro, por supuesto. Lo compramos tres meses después de que muriera tu madre, cuando tenía ocho semanas. Es decir, que en mi opinión hoy cumple diez años, y no admito discusión al respecto. Y menos de él.
—¡Por ti, Pepe! —brindó Sara, y Nic hizo lo mismo.
—Y por la sabiduría de los perros —añadió Marco—, que sobrepasa la nuestra.
—Eso sí que necesita una explicación —contestó Bea, mirando al animal que contemplaba extasiado a su amo.
—Yo creo que no. Piénsalo bien. Nosotros nos consumimos por acontecimientos que escapan a nuestro control, nos pasamos la vida mirando el reloj y preocupándonos por lo que ha de venir. ¿Qué preocupaciones tiene un perro? El presente. ¿Lo quieren? ¿Le van a dar de comer? Para ellos el mañana no existe. No son conscientes de que todo esto termina tarde o temprano. Lo único que les preocupa es el ahora, y se lanzan al presente apasionadamente, más que cualquiera de nosotros.
—¿Y eso es sabiduría? —se sorprendió Sara.
—Sin duda. No como la nuestra, pero una sabiduría que sirve a los propósitos del perro. Y de la que también podemos extraer una enseñanza para nosotros. ¿Te acuerdas, Nic, lo que pasó poco después de que viniera a vivir con nosotros?
Nic se sirvió un trozo de queso y llenó las copas de vino. Su padre estaba bebiendo también un poco.
—No me hagas pasar vergüenza contando historias de mi infancia. Es lo peor que puede hacerle un padre a su hijo.
—En este caso, no. Es sólo una anécdota informativa, y un hombre siempre debe estar dispuesto a recibir información.
Nic suspiró.
—¿Y de qué trata?
—De la vida y la muerte —contestó—. ¿Es que hay algo más?