Rossi debería haberse ido a su casa hacía ya más de tres horas cuando Falcone le abordó, y a decir por su sonrisa, no era para darle buenas noticias.
—Horas extras —anunció.
—Voluntarias, imagino.
—Vas a hacerle compañía a una estrella. Deberías pagarme tú.
Rossi había visto a Arturo Valena entrar en el despacho del jefe. No soportaba a aquel tipo.
—Pues qué bien.
—Es pan comido. Necesita que lo lleves a la embajada de Brasil, en la Piazza Navona. Allí estaréis media hora, no más, y luego lo llevarás a su casa. Enviaré a alguien a relevarte a las once.
—Qué amable. ¿También está en la lista? ¿Es otro más de los que no nos había hablado?
—Eso parece.
—Vaya gustos… —comentó, moviendo la cabeza.
Falcone miró a su alrededor. Había pocos hombres de servicio.
—Es una pena que Costa se haya ido ya a casa. También podría llamarle y pedirle que venga.
Conocía su juego. Quería poner nervioso al chico con otro amante que su amiga se había olvidado de mencionar, y no iba a tolerarlo.
—El chaval está medio muerto.
—Sí, pero necesita aprender, ¿no te parece?
—¿Aprender qué? ¿Los viejos trucos? A lo mejor a él no le parece buena idea. Y a lo mejor tiene razón.
Estaba cansado de Falcone. De Falcone y de aquel trabajo.
—No encajas aquí, Rossi. Sólo han pasado tres días y es evidente.
—¿Debería ofenderme por su comentario… señor?
Falcone se giró para mirar por la ventana del despacho. Como siempre hacía en aquellas situaciones, se lo tomaba con calma.
—A tu edad, la pensión no sería muy grande. Deberías aguantar un poco más.
—El dinero no lo es todo en la vida. ¿Puedo pedirle una cosa?
El comisario asintió.
—Retire al chico del caso. Le sobrepasa, y él no se da cuenta.
—A mí me parece que lo está haciendo bastante bien. Para serte sincero, ha averiguado más cosas que tú.
—Sí —contestó, preguntándose a sí mismo hasta dónde podría llegar con el jefe—. Ha averiguado un montón de cosas que parecían estar esperando a que él las descubriera, ¿verdad? No quiero que esto le haga daño. Haga lo que quiera conmigo, pero con él no pienso tolerarlo, ¿está claro?
—Sal de aquí. Llévate a Cattaneo.
Rossi suspiró. En los tres días que llevaba allí, ya sabía que Cattaneo era el detective menos apreciado en la división: un hombrecillo boloñés torpe, aburrido y hablador como una cotorra.
—Cuanto antes te vayas, antes pasará esto a ser cosa de otro.
—¿Y el chaval?
—Lo pensaré.
—Señor…
Rossi se levantó y fue a la mesa de Cattaneo a darle la noticia.
—¿Arturo Valena?
Cattaneo debía tener treinta y tantos años, era soltero y no tenía vicios conocidos. Se compraba los trajes, las camisas y los zapatos de tres en tres en Standa porque así le hacían descuento y no tenía que decidir qué ponerse cada día. Su turno había empezado una hora antes, lo cual significaba que estaba lleno de energía que podía malgastar en conversaciones absurdas.
—¿Te refieres a Arturo Valena, el de la tele? —insistió.
—No se te ocurra pedirle un autógrafo. Creo que no podría soportarlo.
—Venga ya. No sería para mí, sino para el hijo de mi hermano. Le encanta.
—¿Cuántos años tiene el niño de tu hermano? ¿Doce?
—Once.
—¿Y ya ve el programa de Valena?
—Lo vemos todos.
—Dios bendito… el pobre crío va a quedar marcado de por vida. ¿Puedes hablar y caminar al mismo tiempo?
Con el ceño fruncido, Cattaneo recogió la chaqueta y siguió a Rossi hasta la puerta, donde les esperaba Valena. Bajaron las escaleras y subieron al coche mientras el detective de Bolonia no dejaba de hablar. Antes de que hubieran salido del edificio, Valena ya no podía soportarlo.