Capítulo 38

Media hora después de que Nic Costa se hubiera marchado, Falcone miró a través del cristal de su despacho y vio avanzar a Arturo Valena entre las mesas de la comisaría. Era la segunda vez que lo veía en persona. La primera fue cuando lo contrataron para presentar una ceremonia de entrega de premios de la policía, un trabajo que realizó con una eficacia y una profesionalidad que casi merecieron el abultado estipendio que se embolsó por ello.

Su aspecto le parecía fascinante. Era uno de los rostros más conocidos de la televisión italiana. Había entrevistado a todo el mundo; políticos, estrellas de cine, periodistas… Sus facciones eran grandes y llamativas, y poseía una voz grave y sonora, con una entonación tan peculiar que daba la impresión de estar siempre haciendo una pregunta. Oficialmente tenía cuarenta y nueve años, aunque según los rumores su edad era uno de los muchos misterios que le rodeaban. Valena había nacido unos cincuenta y cinco años atrás en el seno de una familia muy humilde de Nápoles y había ido abriéndose paso en la vida ocupando puestos en la escala inferior de la administración y como relaciones públicas, hasta que le dieron la oportunidad de trabajar como periodista. El suyo había sido el mismo ascenso meteórico que el que Gino Fosse había experimentado desde la granja de sus padres en Sicilia, quizás ambos ayudados por el mismo tipo de amigos. Una vez se hubo establecido como comentarista en una de las cadenas privadas de mayor audiencia, Valena no dudó en criticar al gobierno e incluso en preguntarse en algunos momentos si su política de lucha contra el crimen organizado no estaría violando los derechos individuales. También él había coqueteado con la política participando en varios comités, y no ocultaba sus tendencias derechistas. El chaval venido de la nada había llegado a ser un personaje respetado en las altas esferas de la vida social de Roma; incluso se había casado con una condesa de expresión adusta y que nadaba en dinero, pero que prefería pasar la mayor parte del tiempo en las fincas que su familia tenía en Perugia.

Todo era una careta, una ficción que sólo podía sostenerse en las pantallas. La cámara mimaba sus facciones exageradas, una cuidada iluminación escondía su creciente estómago. La preparación rigurosa de cada entrevista, las chuletas que no dejaba nunca de utilizar y su culta sensibilidad televisiva, más propia de un actor que de un periodista, servían en conjunto para esconder al verdadero hombre de la mirada del público. Falcone había sido testigo de ello en la ceremonia de entrega de premios, cuando Valena cometió el error de quedarse a charlar un rato y la gente tuvo la oportunidad de conocerle y de desilusionarse. Valena vivía tras una máscara y procuraba que nadie consiguiera asomarse a lo que había detrás. Pero de cerca, en el transcurso de una conversación sin preparar, se revelaba como quien verdaderamente era: un hombre con dificultad para expresarse, brusco e inseguro. Y físicamente repelente. Era de sobras conocida su afición a la comida y a los mejores restaurantes de la ciudad, y estaba pagando el precio. Su vientre había crecido de un modo descomunal, tanto que las revistas habían reparado en ello y en los últimos meses se referían a él con el sobrenombre de Arturo Ballena, además de publicar las fotos que lo ilustraban. Eran instantáneas robadas en las que se le veía a la mesa, solo, ante varios platos, comiendo como un cerdo. Había otra serie en la que se lo veía en la piscina de un hotel en Capri, acompañado de una rubia desconocida. Aparecía tumbado cociéndose al sol, con sus carnes de un antiestético color cangrejo. El espectáculo había vendido muchas revistas, y Valena había tomado el camino poco recomendable de quejarse a las autoridades y denunciar al editor de la revista por invasión de su intimidad. El resultado era predecible. Ahora estaba permanentemente en el punto de mira de los paparazzi. Lo seguían en moto, invadían los restaurantes a los que iba a comer solo, en un rincón en penumbra. Arturo Valena había pasado a ser carnaza para los medios, que presentían su próxima y pública caída. Los índices de audiencia de su programa nocturno estaban cayendo, e incluso se rumoreaba que iba a tener que acudir a los tribunales para defenderse de una acusación de malversación de fondos públicos ya que supuestamente varios funcionarios corruptos le habían sobornado para obtener de él críticas favorables. Se había iniciado una cruel caída desde las alturas para Arturo Valena.

Falcone abrió un cajón de su mesa y sacó unas copias de las fotos que habían encontrado en la habitación de Fosse. En algunas aparecía un hombre gordo y lechoso al que no se le veía la cara, pero que podía ser él. Abrió la puerta del despacho y Valena, sudoroso, se dejó caer en la primera silla que encontró.

Parecía aterrado. Traía los ojos húmedos y respiraba con dificultad.

—Quiero protección —declaró jadeante—. Acabo de volver de un rodaje en Ginebra y en el avión he leído lo que el maníaco ese le ha hecho a esa desgraciada de Alicia Vaccarini. Y ahora irá a por mí.

Falcone le ofreció un vaso de agua y una sonrisa con la esperanza de calmarlo.

—Por favor, desde el principio.

—A la mierda con el principio —bramó—. Tengo que estar en la embajada de Brasil en cuarenta y cinco minutos. No puedo faltar. Se inaugura una exposición y tengo que asistir, y quiero protección. ¿O tengo que llamar arriba para pedírselo a otra persona?

Falcone le acercó el teléfono y Valena lo miró frunciendo el ceño.

—¿Qué?

—Llame a quien quiera. Me pedirán que decida yo de todos modos. Por si no lo sabe, señor Valena, le diré que tenemos a todos nuestros oficiales dedicados a este caso. La mayoría están protegiendo a personas que nos han dado buenas razones para hacerlo, y usted tendrá que convencerme de que encaja en esa categoría.

—Imbécil —farfulló. Sudaba profusamente, y el olor del miedo empezaba a saturar el despacho.

Descolgó el auricular y marcó varios números bajo la mirada de Falcone, que sabía lo que iba a ocurrir. Arturo Valena era consciente de que su estrella estaba en declive, pero todavía tenía que valorar hasta dónde había llegado en esa caída. No había marcha atrás. El futuro le depararía sólo oscuridad y quizás alguna desgracia que lo entretuviera.

Intentó hablar con seis personas distintas. Cinco de ellos pertenecían a la cúpula policial de la ciudad, y el último era un ministro del gobierno. Todos dijeron estar ocupados.

Tras el último intento colgó con rabia el auricular y se cubrió la cara con las manos. ¿Iba a echarse a llorar?, se preguntó Falcone. Pero por fortuna no fue así. Simplemente estaba bloqueado por algún terror inconfesable.

—Señor Valena —le dijo en un tono que pretendía ser conciliador—, lo único que tiene que hacer es hablar conmigo. No le he dicho que no podamos ayudarle, pero necesitamos tener una razón para hacerlo.

—¿Qué quiere saber? —preguntó, apartando las manos.

—Sara Farnese… ¿Ha mantenido usted alguna relación con ella?

—No —contestó apesadumbrado—. Yo no diría eso. Me la tiraba, eso es todo. Además ni siquiera era divertido. Cuando lo haces con una profesional, por lo menos intenta fingir un poco, pero ella ni siquiera se molestaba. Menuda zorra. No entiendo por qué lo hacía.

Falcone asintió. Eso sí que era avanzar.

—Entonces, ¿la contrataba en alguna agencia de acompañantes o algo así?

—No estará hablando en serio, ¿verdad? ¿O es que quiere insultarme? Soy Arturo Valena. Yo no pago. No me hace falta.

—Lo que me está diciendo no me sirve de nada —respondió Falcone con frialdad—. ¿Por qué no se va usted a casa, señor Valena? Sé que tiene usted una casa muy grande aquí, y dinero. Contrate un guardaespaldas si tiene miedo de algo.

Valena se quedó pálido.

—¿Un guardaespaldas, con ese loco por ahí suelto?

—Necesito saber más. ¿Cómo la conoció? ¿Qué ocurrió?

Valena cerró los ojos.

—Fue un regalo. Una especie de recompensa. Un premio, o como le de la gana llamarlo. Alguien quería algo, y ella fue las monedas que se dejan en el plato de propina.

—¿Quién le hizo el regalo? ¿Qué quería?

—Ya hay un hombre ahí fuera que quiere verme muerto. ¿De verdad piensa que debo aumentar el número de los que quieren matarme?

Falcone se encogió de hombros.

—Pero con uno que lo consiga basta, ¿verdad? ¿Qué importa? Si me lo cuenta todo, podré ponerle un par de hombres. Si no, tendrá que marcharse solito ahora mismo —hizo una pausa y mientras lo observaba tuvo la impresión de que había algo muerto en sus ojos—. A mí lo mismo me da, señor Valena. No aguanto su programa. Es basura. Basura como usted. Y lo más gracioso es que sigue pensando que tiene influencia cuando su único peso es el del michelín que lleva en la cintura. ¿De verdad no se ha dado cuenta?

—Hijo de perra —murmuró Valena, y dejó colgando la cabeza una vez más—. Hijo de perra.

—Señor Valena —contestó Falcone sonriendo—, eso está fuera de lugar. ¿Podemos centrarnos en el asunto que nos ocupa, por favor?