A las siete de la tarde de aquel mismo lunes, el caso de Gino Fosse ocupaba a la mayor parte de efectivos de la policía nacional de Roma. Más de treinta oficiales estaban ocupados protegiendo a los hombres que Sara Farnese había incluido en su relación de amantes; a todos ellos se les había extraído una muestra de ADN que iba a ser analizada en el enorme laboratorio que tenía la policía cerca del río junto con la que ilícitamente se había obtenido de Michael Denney. Un equipo de cuatro hombres había sido asignado estudiar el expediente del Vaticano que Nic Costa había llevado a la comisaría.
No habían encontrado nada esperanzador. Fosse se había criado en una granja en Sicilia con sus padres. A los seis años había ingresado en un internado, a donde sus padres iban a visitarlo en contadas ocasiones. Tenía un buen expediente académico pero también se recogía en él un comportamiento violento persistente. Falcone reparó en algo significativo: a los nueve años, habían encontrado a Fosse escondido entre los árboles torturando a un gatito. El comisario le encargó a uno de los detectives que localizara a algún profesor retirado que lo hubiera conocido. Los detalles eran reveladores: Fosse había despellejado al animal vivo y luego había clavado su cuerpo a un árbol. Un año después hubo otro caso. Un perro perdido había sido atado a una barandilla, bañado en gasolina y prendido fuego. Fosse negó entonces saber nada del asunto.
Nadie le creyó, pero en caso de que alguien hubiera tenido pruebas en su contra, no se presentaron. Según decía uno de sus profesores, sentía una viva curiosidad por un campo en particular: la vida y, sobre todo, la muerte de los mártires en los primeros tiempos de la iglesia.
A medida que se fue haciendo mayor, cambiaron sus intereses. A los trece años se le acusó de abusar sexualmente de una niña del colegio. Dos años más tarde, fue acusado de nuevo de un delito similar. Ambos casos fueron desestimados.
Cinco años después entró en el seminario. A partir de ese momento, ocupó varios puestos en Palermo, Nápoles, Turín y finalmente Roma, donde desempeñó durante cinco años tareas administrativas en el Vaticano. Falcone puso a otros cuantos hombres a llamar a las ciudades en las que había trabajado y a hablar tanto con la policía local como con cuantos sacerdotes quisieran ponerse al teléfono. Pronto se hicieron una idea general, tanto de lo que les decían como de lo que callaban. Gino Fosse era una fuente constante de problemas. En todos los trabajos habían acabado por trasladarlo acusándolo de conducta irregular. Se decía que en Nápoles había llegado a acostarse con prostitutas incluso en su propia parroquia. En Turín había faltado dinero y se había peleado con el inspector asignado al caso. También circulaban rumores, todos sin pruebas, de que había mantenido encuentros sexuales sadomasoquistas. Pero nunca había sido despedido. Parecía flotar, pasando de trabajo en trabajo, en cada lugar unos cuantos meses antes de que sobreviniera el desastre, a veces con tremendas consecuencias. Aun así, había ido ascendiendo hacia Roma, el Vaticano y la cúspide de la burocracia católica. Allí fue a parar al servicio de Denney, ocupándose tanto de su correspondencia como de sus llamadas telefónicas y sus desplazamientos.
—¿Cómo es que ha ascendido tanto? —preguntó Falcone.
—No lo sé —contestó Costa—. A lo mejor querían tenerle más controlado. —Tonterías. Mira…
Le mostró un informe de una sola página que alguien de la brigada anti mafia les había pasado: estaba fechado hacía seis años y en él no se hablaba de nada especial. Decía que un cura joven llamado Gino Fosse, había estado viviendo en la casa de uno de los principales jefes de la mafia durante tres meses mientras asistía a un curso en una universidad cercana.
Falcone apuntó la página con el dedo.
—Tiene amigos. Conoce a esta gente de toda la vida. Ha pasado unos meses invitado en casa de uno de los capos más importantes de Palermo.
—¿Y los tentáculos de la mafia alcanzan también a la Iglesia? ¿Pueden ayudarle cuando se mete en líos?
—¿Es que lo dudas? ¿Cuánto tiempo llevas en la policía, chaval? Esa gente puede llamar al palacio del Quirinale y preguntar directamente por su amigo el presidente. Pero esa no es la cuestión. Lo que hay que preguntarse es por qué. ¿Por qué molestarse por el hijo de un porquero? ¿Por qué permitir que siga armándolas de este calibre? ¿Pensarán que le están reservadas cosas mejores?
Eso era prácticamente imposible. Fosse olía a perdedor, a hombre peligroso que podía comprometer a cualquiera que estuviera a su alrededor.
Falcone lanzó el expediente sobre la mesa.
—¿Y se supone que debo dejar escapar del Vaticano a ese bastardo a cambio de esto? ¿De verdad se ha creído Hanrahan que voy a cambiar la libertad de Denney por una información así?
Costa no había dejado de pensar en Denney desde la entrevista. Le había parecido no sólo un hombre desesperado sino vencido, como si esperara que el destino acudiera en su busca y se lo llevara. Quería escapar de la prisión en que le habían encerrado sus autoridades, pero le daba la sensación de que ni siquiera viéndose libre podría ser feliz o alcanzar la redención. Incluso cuando hablaba de Boston parecía alicaído, como si supiera que estaba acariciando un sueño imposible.
—Es posible que no tengan nada más y estén agarrándose a un ascua ardiendo.
—Lo dudo y mucho. No te puedes fiar de ellos, y mucho menos de Hanrahan.
—Entonces va a decirles que no hay trato.
—Esperaremos a mañana. Que sude un poco.
Pero al día siguiente podían tener ya otro cadáver sobre la mesa, y Michael Denney seguiría pidiendo a voces que lo sacaran de aquel cuchitril.
Intentó seguir pensando, pero los ojos se le cerraban sin que pudiera impedirlo. Falcone le puso la mano en el hombro bueno y se despertó sobresaltado.
—Ha sido un día muy largo para todos, y sobre todo para ti. Vete a casa, Nic. Habla con esa mujer. Intenta encontrarle algún sentido a todo esto y mañana vuelves y me lo cuentas.
—¿Seguro, jefe?
Tanta amabilidad le escamaba, pero verdaderamente estaba hecho polvo. Además, estaban sucediendo tantas cosas que no quería marcharse.
Falcone lo miró de arriba abajo casi con compasión.
—Así no me sirves para nada, y no quiero tener que volver a sacarte las castañas del fuego. Ayer fue sólo culpa tuya que Fosse estuviera a punto de matarte. De nadie más. Pero aun así, me siento mal por ello. Nada de salir a correr solo, ¿queda claro? Ya tienes bastante cabreado a tu compañero. Y a mí. Vamos —volvió a darle una palmada en el hombro bueno—, andando. Te has ganado un descanso.
Nic miró hacia fuera por el cristal de la puerta. Luca Rossi estaba escribiendo en el ordenador, aporreando las teclas con el dedo índice de sus manazas.
—Rossi quiere dejarlo —dijo sin pensar. Mierda. No tenía que haberlo dicho. Era cosa suya comunicárselo al jefe.
Falcone no se inmutó.
—Lo sé. Me lo ha dicho. La gente se pone así cuando hay un caso de este tipo, pero no le des importancia. Y no te lo tomes como algo personal.
—Pero es que lo es. Hay algo en mí que le molesta.
—Tu edad. Estás empezando a madurar, y quieres estar al mando. Y él se siente precisamente al contrario. Su vida es un asco, no tiene futuro y quiere echarle la culpa a alguien.
—Eso no es justo —contestó, molesto—. Luca es un buen policía. Y un hombre honrado. Haría cualquier cosa, lo que fuera, por usted, por mí o por cualquier otro compañero.
—Sí, pero está agotado. Está quemado, y no tengo sitio aquí para gente como él. Cuando este caso haya terminado, puede ponerse a pegar sellos o a lo que le de la gana. O pedir el retiro y dedicarse a beber hasta ahogarse. ¿A quién le importa?
—A mí.
Falcone arrugó el entrecejo.
—Entonces eres un idiota. Uno de estos días vas a tener que decidir de qué lado estás: del de los ganadores, o del de los perdedores.
—¿Dirá lo mismo cuando venga un tío joven a ocupar su puesto pensando que es usted un perdedor… señor?
—Eso no va a ocurrir —contestó con firmeza—. Yo me marcharé cuando decida hacerlo. Mírale. Es cuatro años mayor que yo. ¿Quién lo diría? Ya no le queda nada dentro. No le sirve a nadie. No tiene control sobre sí mismo, y eso es lo último que se puede perder porque si no te controlas, alguien terminará haciéndolo por ti, o peor aún: renunciarás a todo y te dejarás arrastrar por el viento. Eso es lo que está haciendo tu amigo, y ni siquiera le importa dónde le pueda llevar.
Costa se levantó y salió del despacho. No quería oír más. Pasó junto a su compañero y le dio una palmada en la espalda.
—Buenas noches, tío Luca.
—¿Qué te pasa, chaval? —le preguntó Rossi, mirándole con ojos acuosos.
—Estoy cansado y quiero irme a dormir.
Rossi se rio, pero sonó como si se estuviera atragantando con algo. Era agradable descubrir que todavía podía hacerle reír.
—No dejes que esa mujer te arrope, Nic —le dijo, serio de pronto—. Todavía no, ¿vale?
Nic no contestó y salió a la calle. La noche estaba húmeda y agobiante. Apenas había nadie por la calle. El mendigo de siempre estaba donde tenía por costumbre dejarse caer: en la esquina del bar al que los policías solían ir, al lado de su aparcamiento. Estaba sentado en el suelo con la cabeza colgando entre las piernas. Olía a mil demonios.
Al acercarse él, alzó la cara. Nic se detuvo y sacó la cartera.
—¿Por qué lo haces? —le preguntó el mendigo, medio borracho ya—. ¿Por qué eres siempre tú?
—¿Y qué más da? Es dinero, ¿no?
Su rostro no tenía edad. Detrás de aquella barba podía tener treinta o sesenta años. Era un hombre desahuciado ya. El dinero daba igual. No tardaría ni cinco minutos en transformarlo en bebida, lo que sólo serviría para acelerar lo inevitable.
—Para ti, no. Para los demás son sólo unas monedas sueltas. No me miran siquiera, y eso me gusta. Pero tú… contigo tengo que ganármelo. Tengo que hablar. Tengo que parecer agradecido. ¿Sabes lo que pienso?
Estaba agotado y la cabeza le dolía una barbaridad.
—¿Qué?
—Que lo haces por ti, no por mí. Porque necesitas engrasarte la conciencia. Porque así duermes mejor por las noches.
Costa contempló un instante la triste figura tirada en el suelo y le ofreció un billete de cien euros, diez veces más de lo que solía darle. Los ojos le brillaron.
—¿Lo quieres?
Extendió la mano.
—Que te jodan —farfulló, y volvió a guardarse el dinero mientas caminaba hacia el aparcamiento, seguido por una larga ristra de improperios que le llegaban por la espalda.
Era la primera vez en años que no hacía su segunda buena obra del día. Falcone había dado en el blanco.