Capítulo 36

Tornaron una calle estrecha que discurría en dirección sur y en paralelo a la calle principal. Los edificios altos que la bordeaban proporcionaban una refrescante sombra a las aceras. No había nadie en la calle. Los turistas debían estar en la plaza de San Pedro y en sus alrededores. Aquel barrio era la zona administrativa del estado Vaticano, en la que había además unos cuantos bloques de viviendas.

—¿Has estado en la guerra? —comentó Hanrahan, mirándolo de pies a cabeza, sorprendido por lo maltrecho de su aspecto.

—Nada importante.

—Me alegro. Y también me alegro de que decidieras aceptar mi ofrecimiento de anoche. Vas a descubrir que soy un buen amigo, y que tengo algo de influencia tras estos muros. Conozco a gente que no se suele cruzar en el camino todos los días, así que nunca se sabe cuándo voy a poder ser de ayuda.

Costa lo miró con escepticismo.

—Vamos, hombre —continuó—. La amistad se basa en el intercambio. Si no, no es amistad ni es nada. Es sólo una persona utilizando a otra. Esta es la relación más antigua del mundo, Nic, yo te doy algo, y tú me das algo a cambio.

—Algo que ya me debe por derecho, si no me equivoco.

Hanrahan abrió la puerta de un bloque gris que bien podría ser de oficinas.

—Sí que te equivocas, Nic. No te debo nada. No lo olvides.

Entraron. Estaban frente en una estrecha y oscura escalera de piedra vulgar, y la sorpresa de Nic debía reflejársele en la cara.

—Sé lo que te estás preguntando, Nic: qué hace un cardenal de la iglesia católica viviendo en un tugurio como este, ¿verdad? ¿Pues sabes una cosa? Que él también se lo pregunta.

—¿Y cuál es la respuesta?

—Pues que todos acabamos expiando nuestras culpas más tarde o más temprano. ¿Qué más puedo decir?

Subieron al tercer piso y Hanrahan llamó al timbre de una puerta. Costa vio un ojo asomarse a la mirilla, oyó cómo se quitaban dos cadenas y la pesada puerta de madera se abrió para dejar paso a la delgada figura del Cardenal Michael Denney Parecía más un presentador de programas matinales de la tele que un hombre de Dios. Tenía un rostro de facciones firmes y armoniosas que todavía resultaba atractivo a pesar de las arrugas de las mejillas y de las que enmarcaban su boca de labios delgados y grisáceos que parecían sonreír pocas veces, pero que cuando lo hacían dejaban al descubierto unos dientes blancos y perfectos. Su pelo era abundante, plateado y liso, y lo llevaba demasiado largo, de modo que le caía sobre las orejas y por detrás del cuello. Era un hombre alto y ligeramente encorvado, seguramente por tener que agacharse siempre para dirigirse a su interlocutor.

—Adelante —dijo con acento americano y bien educado.

Nic entró y se encontró en un modesto apartamento mezquinamente decorado, a excepción de unas pinturas que debían valer una fortuna y que sin duda pertenecerían a Denney. Al mirar una de ellas con más atención, descubrió que le era familiar. Se trataba de una copia del Martirio de San Mateo, de Caravaggio. Era la misma tela que había llamado la atención de Rossi al salir de San Luis de los Franceses. El apartamento tenía tres estancias peladas, una mesa baja delante del sofá y un pequeño escritorio cubierto de papeles. Las ventanas eran tan pequeñas que incluso en un día deslumbrante como aquel, Denney tenía que mantener encendida una lámpara para poder trabajar en la mesa. Aquel lugar era minúsculo, más pequeño incluso que su propia casa. Desde luego aquel hombre había caído en picado.

—Es todo lo que un hombre solo puede necesitar —dijo Denney viendo cómo Costa miraba la casa—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Cerveza, quizás?

—No, nada.

Denney cogió una botella de Peroni por el cuello y bebió. Llevaba una sudadera gris barata y vaqueros. Era difícil imaginárselo como hombre de la iglesia, y más aún como cardenal.

—Espero que no le importe si yo lo hago. Hoy hace un calor espantoso. Y no se preocupe por Hanrahan. Jamás le he visto beber alcohol. Supongo que por no bajar la guardia, ¿eh, Brendan?

El irlandés tomó asiento en una silla. Parecía tener prisa por empezar.

—El alcohol y el trabajo no se mezclan bien, eminencia. Y ya bebí más que suficiente cuando era joven.

—¿Lo ve? —sonrió Denney—. El perfecto servidor del Vaticano. Brendan es un diplomático de talento, y no un cura ficticio como yo. Conoce y comprende el funcionamiento de este lugar mejor que nadie.

Hanrahan le lanzó una mirada asesina.

—Sería mejor que empezásemos ya a hablar de lo que nos ha traído aquí, ¿no?

—Desde luego —Denney se acomodó pesadamente en el sofá y abrió las piernas de un modo que Nic asoció con los norteamericanos—. Bien, señor Costa, ¿qué puede ofrecerme?

—¿Qué quiere usted?

—Una salida segura —contestó sin tener que pensárselo—. Un coche para el aeropuerto que lleve la luz azul en el techo. Sin encender, claro está. Necesito discreción. Y escolta delante y detrás para abrir camino y espantar a los espectadores indeseados. Mis colegas de aquí preferirían que me fuera, y sé que hay muchos otros fuera de estos muros que son del mismo parecer. Y francamente, yo también. Tengo ganas de volver a casa. Cuando era pequeño conocí algunos pueblos pequeños en Boston, y hay personas que me ayudarían a empezar de nuevo si yo se lo pido. He pensado que me vendría bien cambiar de nombre y tener una nueva vida. No es mucho pedir.

Hanrahan escuchaba con avidez, como si estuviera calibrando cada palabra, y tomaba notas en un cuaderno.

—Cardenal —contestó Nic—, hay tres causas abiertas en este momento contra usted. En cuanto ponga pie en suelo italiano, un buen número de personas, no sólo yo… el ministerio de Hacienda y la policía de delitos económicos tienen el deber de detenerle. No sé siquiera cómo podría yo plantear algo así.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —espetó Hanrahan—. Si no tienes nada que ofrecer, ¿de qué estamos hablando?

Costa pensó en el exhaustivo informe que le había facilitado Falcone. Era muy preciso y definitivo en sus términos.

—Estoy autorizado a ofrecer lo siguiente: si coopera con nosotros en el caso de Gino Fosse, entregándonos toda la información que posea, le garantizo que le proporcionaremos un lugar seguro en el que estar antes y después del juicio. Tiene usted muchos amigos.

Denney hizo una mueca y dejó vagar la mirada por la ventana.

—Nadie quiere verle en la cárcel —continuó Nic—, especialmente porque no creo que pudiéramos garantizar su seguridad en prisión. Sería un lugar cómodo, desde el que podría tener acceso a las personas a las que quiera ver.

—Dios… ¿es que le parece que eso no puedo hacerlo desde aquí? Sería cambiar una celda por otra. ¿Es que no lo entiende? Yo no quiero su protección, ni quiero hablar con un juez. Y hay un montón de gente en el gobierno a quienes tampoco les haría ninguna gracia. Sólo quiero desaparecer en el lugar del que provengo.

—Lo que usted me pide no es que rompa una multa de aparcamiento.

Hanrahan cerró el cuaderno con un suspiro.

—Lo siento, Eminencia. Le he hecho perder el tiempo. Pensé que esta gente iba en serio. Es evidente que me he equivocado.

—No —respondió Costa—. Hablamos en serio en cuanto a tratarle debidamente y a mantenerle vivo. Y eso no es tarea fácil. Según tengo entendido, esa gente no le permitiría desaparecer en Boston tan fácilmente. Son persistentes y están enfadados. Quieren sangre.

Denney se miró las manos. Tenía los dedos largos, como los de un pianista. Empezaba a dar la impresión de estar derrumbado, a pesar de su apariencia de dignidad.

—Gino Fosse es un hombre peligroso, violento e impredecible —continuó Costa—. Que nosotros sepamos, ha matado ya a cuatro personas y ha causado la muerte de una quinta. Ahora mismo podría estar planeando su siguiente asesinato. No puedo ayudarle a evadirse de la justicia a cambio de encontrar a un hombre así. Tiene que comprenderlo.

—¿La justicia?

Denney fue a su escritorio, abrió un cajón y sacó un expediente. Tenía el nombre de Fosse escrito en la portada y un sello oficial del Vaticano. Hanrahan lo miraba preocupado.

—Fosse trabajaba para mí —dijo—. Lo despedí cuando empezó a perder el control. Todo lo que se puede saber de él está aquí. Desde que empezó el colegio hasta la semana pasada y su trabajo en el hospital. Ese hombre está aquí, y también sus problemas, de los que yo no sabía nada cuando lo contratamos. Lo juro. Luego investigué más, y supe que no era un hombre del que pudiéramos sentirnos orgullosos. Aun así, la Iglesia cuida de los suyos tanto como puede. Todo está aquí. ¿Y me dice que esto no tiene ningún valor?

—Yo no he dicho tal cosa —contestó Nic, mirando con ansiedad aquel expediente azul—. Le he ofrecido un tratamiento preferente. Le he ofrecido seguridad. Y le garantizo que todo eso no se lo habría ofrecido si fuera usted un trabajador de Testaccio.

Usted tiene que responder por lo que ha hecho, y eso yo no puedo evitarlo.

—¿No puede evitarlo? —repitió—. ¿Es que me está juzgando? Déjeme decirle algo, hijo. Sé perfectamente lo que he hecho, y también sé lo que han hecho otros. Todos seremos juzgados, pero no por algún juez vendido y estúpido.

Nic recordó las instrucciones de Falcone.

—¿Puedo tomarme ahora esa cerveza?

Denney lo miró sorprendido, abrió la puerta de la nevera y sacó dos cervezas.

—Salud —dijo.

—Salud —contestó Nic, alzando su botella—. Mire, no me venga con monsergas. Ese hombre ha matado y volverá a hacerlo tantas veces como quiera si no le detenemos. ¿Cómo puede pedirme algo a cambio? ¿Es eso lo que significa ser católico? ¿Su conciencia es lo mismo que su interés?

Merecía la pena intentarlo. Estaba cansado de Denney, de sus trucos y de la presencia silenciosa y opresiva de Hanrahan.

Denney guardó silencio y volvió a mirarse las manos.

—¿Qué hace aquí ese cuadro? —preguntó Nic, señalando con un gesto de la cabeza uno de los cuadros de la pared.

Denney alzó la vista y miró el Carvaggio. Su expresión reflejó interés, como si hubiera olvidado que el cuadro estaba allí y le agradeciera que se lo hubiera recordado.

—Por los viejos tiempos —se limitó a decir.

No sabía si correr el riesgo. No tenía nada que perder. Era una buena copia. Tenía más o menos un tercio del tamaño del original. La figura del asesino, medio desnudo, espada en mano y bañado en la misma luz de la Gracia que iluminaba a Mateo agonizante, de rodillas y sangrando, dominaba el centro de la tela. Los presentes huían de la escena aterrorizados. Sólo un rostro, medio escondido en las sombras, permanecía atento y con una expresión entre familiar y dolida, una expresión que Nic reconoció y comprendió cuando su padre le contó la historia de aquel cuadro.

—Déjeme contarle algo —se levantó y con un gesto de la mano invitó a Denney a acompañarlo—. ¿Sabe quién es este personaje? —le preguntó, señalando al hombre barbudo casi perdido en las sombras.

—Ah, ahora lo recuerdo —exclamó Denney complacido—. ¿Pero qué tenemos aquí? ¿Un policía experto en arte?

—Soy un hombre curioso, eso es todo. ¿Quién es? —insistió.

—Caravaggio. Es su autorretrato.

—¿Y por qué se ha metido en la escena?

—Para actuar como testigo. Y como simpatizante.

—Y para participar. Fíjese en su cara. ¿No le parece que se pregunta por qué tiene que pintar esta escena? ¿Por qué tiene que tomar parte en el martirio de Mateo como si se tratara de un sacramento? Y por encima de todo: ¿por qué recrear un drama como este sabiendo que no tiene autenticidad histórica? Lo que está diciendo es: todos tomamos parte, todos somos partícipes de esta historia, tanto si lo reconocemos como si no.

—Bonito sermón —contestó Denney—. Se ha equivocado de profesión.

Y volvió a su silla para seguir con la cerveza. Nic hizo lo mismo. ¿Habría conseguido hacerle comprender?

—Lo digo en serio —continuó el cardenal—. Es usted un joven poco corriente. ¿Van mucho los policías a la iglesia?

—Yo voy donde están las pinturas, pero no por razones religiosas.

—Supongo que podría ser cierto. O al menos podría creerlo así. Yo hacía años que no miraba detenidamente ese cuadro. A veces uno se olvida de lo más importante, o lo da por hecho. Cuando llegué a Roma, me encantaba ese lugar. Me parecía que encerraba la esencia de lo que era para mí ser católico. Mucho más que… —hizo un gesto vago con la mano hacia la plaza de San Pedro—. Será mejor que tenga cuidado con lo que digo, ¿verdad, Brendan?

El irlandés parecía incómodo y cambió de postura.

—Estoy harto de todo esto —dijo Denney de pronto, y tiró el expediente encima de la mesa—. Lléveselo. Tal cual. Nada de precios ni de regateos. Sólo dígale a Falcone que espero que sea él quien lo valore. Que piense en los riesgos que estoy corriendo al permitir que un expediente vaticano salga de aquí. Puede que así quizás considere que puede hacerme un favor.

Hanrahan saltó de su silla e intentó hacerse con la carpeta, pero Denney puso la mano encima.

—No, Brendan —dijo con firmeza—. He tomado una decisión.

—Por Dios, Michael. Si le entregas esto, no nos quedará nada con lo que negociar.

—No me importa. No quiero seguir echando muertes sobre mi conciencia. Que se lo queden.

Murmurando algo entre dientes, Hanrahan volvió a sentarse.

—En fin… creo que ya podemos darlo todo por terminado. Ahora ya no puedo hacer nada.

Costa miró a Denney directamente a los ojos.

—¿Conoce a Sara Farnese?

—¿A quién? —preguntó sin tan siquiera pestañear.

—La profesora universitaria que sale en todos los periódicos. La que parece haber desencadenado todo esto.

—Ah, sí —concedió—. He leído algo sobre ella.

—¿Eso es un sí o un no?

—Eres muy tozudo, ¿no te parece?

—Pura curiosidad. Ya se lo he dicho antes.

—No hace falta indagar mucho para saber que en mis tiempos me gustaban las mujeres.

—Me refería a esa mujer en particular.

—¿Tiene alguna foto suya? Las que he visto en los periódicos no me han dicho nada.

—No, pero le he dado su nombre: Sara Farnese.

—¿Su nombre? —se rio mirando a Hanrahan—. Fíjate, Brendan. Le parece que los nombres son importantes. ¿Qué clase de gente trabaja ahora para la policía? Lo de que le guste el arte lo entiendo, pero tanta inocencia…

Hanrahan tenía la mirada puesta en el expediente y no dijo nada.

—Déjeme ser sincero con usted, joven. Cuando un hombre como yo quería una mujer, hacía que me la enviasen. Yo no puedo permitirme tener aventuras, ni relaciones a largo plazo. Son cosas que pueden complicar bastante la vida si salen mal, así que si me apetecía, pedía que me trajeran a alguien. ¿Me comprende?

—¿Y sigue apeteciéndole?

—Estamos entrando en terreno personal, y eso está fuera de su jurisdicción.

—Pero me está diciendo que sólo la habría conocido si fuera una prostituta.

—Eso lo ha dicho usted, no yo, y si la conociera. Punto final.

—De acuerdo. ¿Le importa que use su baño?

Entró en el pequeño cuarto de baño y abrió los dos grifos a tope. Falcone le había sugerido el cepillo de dientes o un peine si no había otra alternativa, aunque eso podía alertar a Denney, y decidió probar suerte en la papelera. Allí, bajo un envase vacío de jabón de afeitar, encontró lo que quería: un trozo de papel higiénico con una pequeña gota de sangre, seguramente de algún corte que se hubiera hecho al afeitarse. Lo metió en una bolsita de plástico y se la guardó en un bolsillo.

Hanrahan y Denney ni siquiera se miraban cuando salió.

Recogió el expediente de la mesa y dirigiéndose a Denney dijo:

—Gracias. Le haré saber lo que me ha dicho.

Denney asintió, y Hanrahan y él se quedaron mirando al joven policía mientras salía por la puerta.

Cuando el ruido de sus pasos se perdió escaleras abajo, Denney se volvió a mirar al irlandés.

—¿Y bien?

—Buen trabajo, Michael. Yo no habría podido hacerlo mejor. Te sacaré de aquí, te lo prometo.