Capítulo 35

Nic Costa y Luca Rossi estaban en la vía de Puerta Angélica, viendo el cambio de la Guardia Suiza delante de la entrada al Vaticano. Sólo tres días antes estaban en la plaza de San Pedro en una vigilancia de rutina en busca de carteristas. Parecía que hubiera pasado toda una vida desde entonces. La ciudad se había vuelto extraña y mortal en ese tiempo, y la relación entre ambos se había vuelto desabrida; Nic tenía la impresión de que ese distanciamiento brotaba de algo más que de su recién descubierta firmeza. Su compañero era infeliz, profundamente infeliz, y no quería explicarle la razón de ello.

—Si no hubieras llevado ese maldito escáner pegado a la oreja, no habría pasado nada de todo esto —se quejó Rossi, mirando hosco a la guardia que tenían enfrente.

—¿Nada de qué? ¿Quieres decir que todas esas personas estarían vivas? ¿Que el mundo sería un lugar dulce y apacible si yo me hubiera dejado el escáner en casa?

—Puede que sí. Quién sabe.

—Ya.

—Lo que está claro es que tú no tendrías ese agujero en el hombro y una cara que parece que la hubieras emprendido a cabezazos con todo el mundo. Y tampoco tendrías a esa mujer metida en casa de tu padre y calentándote los cascos todo el día.

—No digas chorradas, Rossi.

Su voz le sonó áspera, lo mismo que el nombre de su compañero. Qué raro se había vuelto todo.

—Sí, chorradas. Pues escucha unas cuantas más. Esta mañana he hablado con un par de amigos míos de la brigada de investigación criminal y les he preguntado si el nombre del cardenal Michael Denney les sonaba. ¿Y sabes qué? Pues que yo tenía razón. No somos sólo nosotros los que nos ponemos nerviosos cada vez que se pronuncia su nombre. Los malos también están deseando echarle el guante, pero no para hablar con él precisamente, sino para arrancarle el corazón y echárselo a las ratas. Parece ser que les ha hecho una buena jugarreta a gente importante a la que no le gusta nada que le tomen el pelo. ¿Me estás escuchando, Nic? Hay recompensa por él. Podrías llevarte cincuenta mil dólares o más si se lo entregaras a esos dos tíos de las gafas de sol.

Nic señalo a la puerta.

—¿Y por qué no entran ellos mismos y se lo llevan? Nosotros nos quedamos fuera porque no nos queda otro remedio, pero no es difícil entrar, si exceptuamos las habitaciones del jefe. Podrían hacerlo si quisieran.

—Pon los pies en el suelo, chaval —respondió Rossi mirándolo con dureza—. No has entendido nada, ¿verdad? La gente que anda buscándolo son católicos, buenos católicos. Matan, extorsionan, roban, venden mierda que mata a la gente, pero se consideran hombres de honor. Tienen normas. No matan policías a menos que no tengan otra salida, aunque con los jueces no es lo mismo. Y según su código, ese lugar es sagrado. Mientras Denney siga tras esos muros, estará en un santuario inviolable para ellos. Pero que no se le ocurra poner un pie fuera. Y si lo hace, tendrá que darse prisa en desaparecer y en volver a salir a la luz en otro sitio con un aspecto completamente distinto del que tiene ahora.

Nic estaba cansado. Le dolía el hombro y el golpe de la sien palpitaba.

—¿Y qué?

—Pues que hay que tener cuidado, Nic —contestó Rossi, mirándole muy serio—. Tenemos que tener mucho cuidado con lo que decimos, con lo que hacemos y en quién confiamos. Este mundo es muy complicado.

—No lo olvidaré. Pero ahora tengo que irme —añadió tras consultar el reloj—. Mañana nos vemos.

—Puedo acompañarte si quieres. No tengo nada que hacer.

—Ya sabes lo que ha dicho Falcone. Que vaya solo.

—Ya sé lo que ha dicho Falcone, pero puedo acompañarte de todos modos. Somos compañeros, ¿no?

Sí, pero algo había ocurrido que había interpuesto un abismo de desconfianza entre ellos.

—Te agradezco el ofrecimiento, tío Luca, y no quiero que me malinterpretes…

—Ya —contestó como si supiera de antemano que le iba a decir que no—. Me alegro mucho de que me lo agradezcas. Pues nada, tú sigue haciendo lo que Falcone te diga al pie de la letra, que para eso estamos aquí.

—Luca, ¿qué te pasa?

Su expresión era la de un hombre perdido, con aquellas mejillas gordinflonas y sin color.

—Nada y todo. Es este estúpido trabajo. Y tú. Sobre todo tú, si quieres que te diga la verdad.

Nic se quedó callado. Le dolían las palabras de su compañero, y en cierto modo se sentía responsable.

—Cuando todo esto termine, voy a pedir un cambio, Nic. A lo mejor pueden darme un trabajo moviendo papeles. Lo siento… Verás Nic, no es sólo por ti. Es por el trabajo que hacemos. Me deprime. No puedo quitármelo de encima ni un momento, y quiero dormir por las noches. Quiero sentarme en un parque y ser capaz de reparar en cómo crujen las hojas de los árboles al caminar sobre ellas. Quiero ir de paseo y no preguntarme qué hace un imbécil de pie junto a un coche dándole algo a un crío que pasa. Y sobre todo quiero conocer a mujeres que hablen de ropa y de tiendas, y no de los cadáveres que han diseccionado por la mañana y lo que les han encontrado en las tripas.

—Es que si sales con una forense…

Luca suspiró.

—Ya lo sé. Soy un idiota. Perdona. ¿Seguro que no quieres que te acompañe?

—¿Y que Falcone nos hunda en la miseria?

—A veces tienes que tomar tus propias decisiones.

Esa frase bien podría haberla pronunciado su padre.

Rossi esperó hasta convencerse de que no iba a obtener una respuesta y después dio media vuelta y bajó las escaleras del metro para recorrer el largo trayecto que lo separaba de su piso en las afueras. Nic se quedó viéndolo alejarse, preguntándose qué podía hacer para reparar la fosa que se había abierto entre ambos. No estaba preparado para perder a su compañero. Seguía necesitando contar con algunos pilares en su vida, y en el corto espacio de tiempo que hacía que se conocían se había convencido de que aquel hombrón triste podía encajar a la perfección en el papel, en parte porque podían aprender, o al menos eso creía él, a apoyarse el uno en el otro de vez en cuando.

Desconsolado se volvió hacia la puerta del Vaticano. Hanrahan estaba allí, vestido de oscuro, observándolo desde el otro lado de la calle, lo que le recordó a Nic por qué estaba allí. Abriéndose paso entre los viandantes, hombres y mujeres sudorosos vestidos con pantalón corto y camiseta, atravesó la plaza y se encontró por tercera vez en tres días, en un país extranjero.