Capítulo 34

La dirección que le habían dado quedaba a unos cientos de metros de la estación de Termini, sobre un restaurante chino. Era el peor lugar en que Gino Fosse había vivido nunca, peor aún que la granja que recordaba vagamente de su infancia, antes de trasladarse al seminario de Palermo. No lo había elegido él, sino que le habían dicho dónde debía dirigirse y él había obedecido, tan rápidamente que sólo había tenido tiempo de recoger unos cuantos compactos y el reproductor junto con algunas pertenencias. Le habían dicho que no se dejara ver durante unas cuantas horas, hasta que la policía bajara un poco la guardia.

Había dinero esperándole y una chica que actuaba de enlace, una pelirroja extranjera que no debía tener más de diecinueve años. Decía que trabajaba por los callejones de alrededor de la estación y que subía a sus clientes a la habitación de al lado de la suya, donde debía realizar su trabajo con una eficiencia rápida y brutal para luego deshacerse rápidamente de sus clientes. Ella le traía comida y actuaba como enlace con el mundo exterior.

Era la una de aquella tarde asfixiante cuando la chica entró y se sentó en la única silla que había en su dormitorio desde la que lo miraba sugerente. Era una chica bonita: ojos marrones, rostro atractivo y despierto, sonrisa fácil. Pero su piel mostraba pequeñas manchas violáceas y tenía unos dientes torcidos y sin color que parecían dos hiladas de piedras de un arenal. Llevaba una camiseta ajustada y corta en color rojo y sin tirantes, y una minifalda brillante que parecía de plástico en lavanda fluorescente. Cuando se sentó en la silla, abrió las piernas para mostrarle que no llevaba nada debajo. Fosse pensó en Tertuliano y en lo que podía ocurrir a continuación, y cuando sintió la cabeza demasiado llena para poder seguir pensando, se sentó en la cama y con un gesto de la cabeza la invitó a sentarse sobre él. Mientras ella hacía su trabajo, él tocó sólo su nuca, intentando no pensar en la otra nuca que había tenido bajo los dedos aquella misma mañana.

¿Sería la primera vez que veía a aquella chica? Cuando trabajaba para el cardenal trayendo y llevando mujeres por toda Roma y fotografiándolas en su trabajo siempre que le era posible, las había conocido de todos los pelajes, y aquella buscona bien podía ser una de tantas. La mayoría eran putas elegantes, pero unas cuantas eran del mismo tipo que aquella. Dependía de los gustos de aquellos a los que Denney pretendía complacer. Eso sí: había una de ellas que no encajaba en ninguna categoría. Una era simplemente hermosa, tanto que el mismo Denney la veía de vez en cuando, dejándole a él esperando abajo, como si fuera un triste taxista, imaginándose sin poder evitarlo lo que estaba ocurriendo en aquel dormitorio.

Ella nunca hablaba cuando iba en el coche. Jamás decía nada después de una visita, tanto si se había encontrado con Denney como si se trataba de otro de la lista. Se limitaba a ir allí sentada, tan encantadora y serena como el retrato de una virgen.

Después las cosas se pusieron mal con Denney y Fosse pasó a trabajar sólo ocasionalmente para él, cuando no había nadie disponible o el destino era demasiado delicado.

Un mes atrás, al caer en desgracia por algo tan absurdo como un encuentro algo fogoso con una prostituta, le exiliaron a la torre de Clivus Scauri y le endosaron el trabajo ridículo y embrutecedor de reconfortar a los moribundos y desahuciados del hospital.

Allí fue donde empezó a cambiar, donde comenzó a darse cuenta de que estaba transformándose en otra persona. El cambio comenzó dos semanas después de llegar allí, estando en el vientre oscuro y sonoro de San Juan de Letrán, mientras se tomaba un descanso de la ronda de visitas en el hospital. Delante de sí tenía el altar papal con su ornamentado baldaquino gótico. Detrás de una cortina, según decían los libros, estaban las cabezas de Pedro y Pablo preservadas en sendos relicarios de plata. Ojalá pudiera verlas. Desde su infancia en Sicilia hasta su triste estado en Roma, la Iglesia le había protegido siempre, abrigándole en las noches oscuras con sus reconfortantes promesas, calmándole cuando los demonios —porque los había de verdad, con cuernos y dientes— llegaban hasta él y dirigían su mano, volviéndole loco, agresivo, violento. En el mundo hacía falta seres imperfectos. Sin ellos, la Iglesia perdería su sentido. Todo el mundo podría acudir directamente a Dios sin aprender nada, sin sentir nada en el camino. Pedro y Pablo habían conocido la ira y el engaño. Uno había negado al Señor no una sino tres veces, y el otro había vivido persiguiendo cristianos como servidor supremo y cruel del estado romano. Y ambos eran santos. Y sus cabezas momificadas reposaban en cajas de platas ocultas en aquel baldaquino.

Recordaría aquel momento durante el resto de su vida. Fue allí, en el interior de San Juan, donde algo se le coló en el alma, ascendió por su garganta y le susurró al oído lo que él ya sospechaba: eres un idiota. Ese algo le habló de lo que había ocurrido en su cama, en el interior de la torre medieval de Clivus Scauri. Le trajo ante los ojos el recuerdo, fresco e imborrable, su éxtasis pecaminoso: el calor del aliento de una mujer, el contacto con su carne desnuda mientras él se retorcía gimiendo sobre ella. Y ese algo le preguntó: ¿Dónde está el pecado? ¿Dónde encajan los mitos muertos del pasado, transmitidos de generación en generación por hombres cuyo principal propósito era servirse a ellos mismos, en aquella febril unión de dos cuerpos?

No había cabeza alguna en aquel baldaquino. Y de haberlas, pertenecerían a otros cuerpos a los que se había decapitado por el bien de la Iglesia. Pedro y Pablo eran sombras distantes. Si es que habían vivido alguna vez, quizás no hubieran llegado nunca hasta Roma. Si habían sido martirizados hasta morir, sus restos serían ya polvo en el viento, partículas inhaladas por blancos y negros, jóvenes y viejos, cristianos, musulmanes y ateos. En todas partes. No podían estar dentro de un contenedor metálico en una recargada basílica de Roma.

Le habían engañado. Y si lo habían hecho en algo tan importante, ¿en qué más le habrían mentido?

Empezó a sudar. Le dolía la cabeza y le pesaban los ojos. Cuando bajó la mirada al suelo para asegurarse de que seguía allí, le dio la sensación de que se movía como el agua que describe círculos lentos y concéntricos en un remolino.

Le habían mentido. Todos.

Era increíble que hubiera tardado tanto tiempo en darse cuenta. La furia y la vergüenza ardieron en su interior, y a partir de aquel momento, no conoció la paz ni el descanso. Más tarde, cuando la última verdad le fue revelada en un lugar más pequeño y oscuro que aquel, con el aliento acre a tabaco del irlandés llegándole a la nariz, sintió que un nuevo y terrible sentido del orden se instalaba en su interior.

Fue en San Juan donde empezó a perder la fe de su infancia, algo que resultó ser mucho peor de lo que podía imaginarse, peor que quedar ciego o tullido. Quedó transformado en un momento. Se convirtió en un exiliado, en un hombre fuera de la Iglesia que había sido siempre para él como una madre. A partir de aquel momento, empezaría a vivir fuera de los límites de la humanidad.

Sin embargo, una creencia quedó latente, silenciosa, escondida en su interior, esperando que él la reconociera. Entonces supo que no estaba solo. En su alma había una profunda e inexplicable certeza. A pesar de todos los embustes, había un Dios, un Pedro y un Pablo, pero el mundo moderno los había olvidado. No era el Dios de los burócratas y las basílicas, ni era el Dios del amor y la reconciliación, el rostro reconfortante de Jesús contemplando a un niño en su cama. El Dios verdadero, el Dios del Antiguo Testamento, una deidad sobrenatural, airada, vengativa y sedienta, seguía viva y dispuesta a castigar a aquellos que la traicionaran. Ese Dios sería una presencia constante en la cabeza de Gino Fosse, un escudo de defensa contra un mundo cruel y estéril que en ocasiones le hablaba, ofreciéndole la promesa de la redención. Y cuando su trabajo comenzó, iba acompañándole: le observó atentamente en la iglesia de la isla Tiberina, en la ciénaga del río, en la habitación en la que aquella zorra pecadora expiaría su culpa.

Y él los llevó a todos a su seno, incluso a los peores. La cosecha de sangre sirvió a su propósito. Fueron empujados en contra de su voluntad, arrancados de la oscuridad y depositados a la diestra del padre.

Fosse pensaba en todo aquello mientras veía balancearse el pelo rojo de aquella prostituta. Un día le llegaría el turno a él y aceptaría su destino de buen grado, sabiendo que quedaría limpio de pecado. El mundo era un espacio de sombras, un lugar irreal y transitorio lleno de cuerpos pestilentes y actos físicos envilecidos. Él formaba parte de ese mundo, y ese mundo, de él. Y la reconciliación de ambas partes estaba en marcha.

Ella se movía más deprisa y cuando sintió que el calor subía, la apartó. La vio ir al lavabo y limpiarse como quien se lava los dientes. El cuerpo de aquella mujer había sido corrompido con un objetivo y le sorprendió darse cuenta de que ella no tenía la culpa.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó desde lejos.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Quieres saber mi nombre?

—¿Tan raro es?

Su tono de voz resultaba extraño, como si las vocales suaves del italiano le costaran trabajo.

—¿Y bien?

—Irena.

—¿De dónde eres?

—De Kosovo —contestó, nerviosa.

—¿Ortodoxa, o de los otros?

—Ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué quieres saberlo?

—Sólo preguntaba.

—De donde yo vengo, no se hacen esas preguntas. La gente buena no las hace. Sólo los que andan persiguiendo a alguien para matarlo.

—Lo siento.

Había mucho miedo y mucho dolor dentro de ella. Se podía adivinar detrás de su cara manchada y bonita.

—Yo me llamo Gino —le dijo—. No voy a hacerte daño, Irena. Sólo quiero que hagas una cosa por mí. Ten… —sacó unos billetes del bolsillo de la camisa y ella se quedó mirándolos. Seguramente le parecía mucho dinero. Habían sido generosos con él, y además se había quedado con lo que había en el monedero de Alicia Vaccarini—. ¿Cuánto ganas al día?

—Ciento cincuenta o doscientos. A veces más —contestó, jugando con un mechón de pelo—. Pero no me lo puedo quedar todo. No soy lo que se dice mercancía de primera.

Había algo más dentro de aquella niña rota, algo que era todavía joven e inocente a pesar de todo.

—El aspecto no tiene importancia. Es lo que hay aquí —se señaló el corazón—, lo que importa. Pero de todos modos, eres guapa.

—Gracias.

Sus dientes como cantos brillaron opacos a la luz del sol de media tarde que entraba por la ventana.

—Toma trescientos. Es lo que voy a pagarte por cada día que estés conmigo. A cambio, no quiero engaños. Tienes que hacer lo que yo te diga.

Se acercó y le cogió los billetes. Tenía una sonrisa estúpida y desconcertada dibujada en la cara.

—Los engaños dan dinero.

Gino la sujetó por un brazo sin hacerle daño.

—Nada de trucos.

Ella sonrió.

—Vale.

—Ahora ve y tráeme una guía telefónica. Y también un poco de vino tinto. Que sea siciliano. Y un poco de pan y queso. Lo que te apetezca. No me importa.

—Vale. Y cuando vuelvas, nos vamos a divertir. Voy a enseñarte cosas que no conocéis en Italia.

Gino la miró enfurecido y ella dio un paso hacia atrás.

—Si quieres, claro…

—Si quiero —repitió él.

La muchacha salió rápidamente y tardó casi dos horas en volver con lo que le había encargado. Gino se acercó a ella y la olió. Esperaba que oliese mal, a sudor y a algo más, y que tuviera una mirada de culpabilidad, pero no encontró nada de todo aquello. Irena lo miró sonriendo y de pronto, sin motivo aparente, le besó en la mejilla.

—¿A qué ha venido eso?

—Por ser bueno.

Ella también vivía en un mundo perdido en el que la ausencia de crueldad se entendía como bondad. Formaba parte de un mecanismo mayor, pero ella era pequeña y carecía de importancia. En cierto sentido, se parecía mucho a él.