El piso que le dieron estaba en la tercera planta de un edificio barato que quedaba cerca de la biblioteca. No era digno siquiera de un administrativo del Vaticano, y ni que decir tiene que mucho menos de un cardenal. Que se lo hubieran dado con tanta presteza era muy significativo, ya que en el Vaticano el espacio disponible no se materializaba de un día para otro, de modo que tenía que interpretar que se trataba de un castigo premeditado, una sanción que debían haber planeado hacía semanas, incluso meses. La perfidia de Neri y Aitcheson sólo era parte de aquella farsa. Quizás Neri había trabajado en colaboración con algún político, pero no había modo de saberlo. Y Michael Denney sólo encontraba consuelo en una certeza: no podían abandonarlo a su suerte. Si lo entregaban a la policía italiana o a alguna otra organización, podía incriminar a un buen número de hombres influyentes en Europa y Norteamérica. Sólo en el gobierno italiano había tres ministros en deuda con él. En la Comisión Europea había colocado a más de dos, y tanto en el Lloyd’s como en la Bolsa de Nueva York había hombres que, en los buenos tiempos, habían recibido favores suyos a manos llenas, favores que abarcaban desde los fondos que necesitaba una determinada empresa hasta las propinas que engrasaban la maquinaria administrativa. En los últimos meses habría intercambiado toda aquella información por un pasaje seguro fuera del Vaticano, pero desgraciadamente no lo había conseguido. Aun así, el poder de esas armas seguía intacto. Neri le había ofrecido la ayuda de unos amigos suyos de la mafia, y se alegraba de haberla rechazado. Ponerse en manos de esos individuos habría sido la opción más peligrosa de todas.
En resumen: a todos ellos no les quedaba más remedio que esperar, confiando en que se muriera de aburrimiento quizás, o que se pusiera el cañón de un arma en la sien y que solventara el problema de todos apretando el gatillo. Mezquina recompensa para toda una vida de servicio. Pero él era un hombre práctico y comprendía su razonamiento. Intentar reconstruir la Banca Lombarda a partir de sus cenizas era algo que, sinceramente, estaba destinado más a conseguir su propia libertad que a enriquecer a quien consiguiera convencer de participar en semejante aventura.
Desde un principio sabía a lo que se arriesgaba. Treinta años antes había pasado de ser un servidor fiel y leal de la Iglesia a un agente del estado vaticano, mitad diplomático, mitad financiero. El solideo cardenalicio indicador de su posición pronto había empezado a acumular polvo en el armario. Alguien tenía que hacer lo que él hacía, se decía. La Iglesia era una familia, pero el Vaticano era una nación, una nación a la que había que defender. Con el paso de los años, al irse haciendo más mundano, había ido llegando a la conclusión de que para salvaguardar sus intereses, para ganar dinero, tenía que tratar con el diablo cuando fuera necesario. Había llegado a convencerse de que no había espacio ni para sentimentalismos ni para un sentido desacertado de la ética. Ni una sola vez se había preguntado si el joven que fue Michael Denney habría estado de acuerdo con eso. Los asuntos seglares lo habían transformado en un seglar. Y además no era tonto. Cuando dirigía la Banca Lombarda accionando a Crespi como si fuera una marioneta, nunca llevaba el dinero directamente al cofre de los piratas, sino que le hacía recorrer un tortuoso camino que le permitiría fingir e ignorar cuál era su destino final. Al menos esa era la idea. Ahora sabía ya la verdad.
Se había transformado en un materialista. Había tomado las riendas del comercio y llegado a comprender que la línea entre lo legítimo y lo ilegítimo se desdibujaba en determinadas ocasiones. También había descubierto otro lado de sí mismo, y era que su aspecto ascético y enjuto atraía a las mujeres, con las que de vez en cuando encontraba alivio al estrés que le provocaba su carrera.
Si al final se alcanzaba el éxito, los pecadillos del camino quedaban olvidados, pero cuando los números no cuadraban, cuando se buscaba una cabeza de turco, las cosas eran bien distintas. Si sus tres inversiones principales, dos en Latinoamérica y otra con socios rusos en España, hubieran dado el rendimiento esperado, el cardenal Michael Denney sería un celebrado miembro de la jerarquía vaticana. Incluso podrían haberle propuesto para un ascenso. Pero los números ya no pintaban bien el día en que vio horrorizado cómo aquellos dos aviones se precipitaban contra el World Trade Center. Las consecuencias se repartieron entre campos muy sensibles: el tecnológico, que ya andaba de capa caída; algunas de las economías emergentes de la Europa del Este y los seguros, que hasta entonces se consideraban puerto seguro. Los mercados y la incierta economía global le arrebataron su presa y los peces pequeños de la cadena alimentaria comenzaron a resentirse. Banca Lombarda se vio obligada a suspender sus actividades y acto seguido la policía y poco después el FBI comenzaron a interesarse en el complejo entramado de informes financieros: empresas fantasma, oscuros fondos de inversión, cuentas bancadas falsas… una red que se extendía por todo el mundo.
Circulaban rumores sobre su vida personal. Nadie le consideraba ya un sacerdote, pero por el cargo de cardenal seguía perteneciendo a la Iglesia. Sus escarceos con el otro sexo y su gusto por el buen vino y los restaurantes caros eran detalles sin importancia en los buenos tiempos, pero cuando empezaron a buscarse excusas, se transformaron en armas arrojadizas que precipitaron su caída. Hubo un tiempo en el que recibía invitaciones de los mejores restaurantes de Roma donde siempre era un huésped bienvenido que a veces no dormía en su propia cama al final de la velada. Hubo un tiempo en que llamaba por su nombre de pila a los ministros de economía de varias naciones occidentales. Un gesto suyo, una muestra de interés por su parte podía infundir vida a cualquier proyecto en busca de capital. Tenía poder, influencia y buena reputación. Pero después, en apenas un año, todo aquello desapareció, dejando atrás una tolvanera de sucios rumores. Ahora era un prisionero abandonado a su suerte, atrapado en la pequeña comunidad del Vaticano, consciente de que su vida corría peligro si abandonaba la protección de aquellos muros. Conseguir un favor por insignificante que fuera en aquella situación, sería un verdadero milagro: desde una comida decente hasta un camión de la limpieza que se llevara a los de la prensa de la puerta de una amiga.
El apartamento tenía un único dormitorio, un diminuto salón y un baño con una ducha roñosa. Un antiguo infiernillo de gas estaba colocado en un rincón de la habitación principal, sobre una nevera en miniatura. Las ventanas daban a un jardín muerto y gris lleno de cubos de basura. El aparato de aire acondicionado rugía y vibraba intentando transformar el insufrible calor del mes de agosto, pero apenas conseguía rebajar la temperatura. Le habían llevado algunas de sus posesiones sin tener que pedirlo: ropa, libros y unos cuantos cuadros. Hanrahan debía haber pensado que así suavizaba el efecto del golpe, pero aquellas telas estaban fuera de lugar en aquellas míseras habitaciones y él, que era un amante del arte, pensó que nunca volvería a ser capaz de contemplarlos. Tenía sesenta y dos años y gozaba de buena salud, aunque mentalmente se encontraba propenso a la duda y la depresión. Debería haberse imaginado lo que iba a pasar. Nadie en la última semana se había dirigido a él como Su Eminencia, honor al que seguía teniendo derecho. Nadie excepto Brendan Hanrahan, y eso no le consolaba.
Denney conocía muy bien a aquel irlandés corpulento, que debía estar en el banquillo de los acusados como el que más, pero que de algún modo tenía la habilidad y la agudeza necesaria para ver las nubes de tormenta mucho antes que él. Y no le había avisado. Era un superviviente, y en cierto modo, le seguía siendo fiel aunque le empujaran a ello las razones más básicas y egoístas. No le interesaba que Michael Denney cayera en manos de la policía. Sin duda eso explicaba que le hubiera pedido que se reunieran. Miró el reloj. Unos minutos más tarde, llamaron a la puerta.
Puntual como siempre, Hanrahan entró e hizo una leve inclinación.
—Eminencia.
—No sé por qué me sigues llamando así, Brendan. Nadie lo hace ya.
—Eso habla más de cómo son los demás que de cómo es usted.
—Quizás.
Denney era un hombre delgado y fibroso, sin un gramo de grasa, pero el atractivo de su rostro se había ajado por las preocupaciones y la edad. Llevaba un traje gris sin nada que le distinguiera como sacerdote. Hacía ya tiempo que había renunciado a la esperanza de volver a desempeñar un cargo eclesiástico en la iglesia de Italia. Mientras no consiguiera salir de Europa, no volvería a llevar alzacuellos. Lo haría quizás cuando consiguiera el anonimato, una identidad nueva, un lugar en el que vivir cerca de su Boston natal, quizás, donde un hombre podía desaparecer durante un tiempo y encontrar el modo de que se olvidasen los demás. No había redención posible para él en el Vaticano. Si pretendía recuperarse, tendría que ser en otro lugar, en los barrios católicos de su juventud.
—En fin, Brendan… Vivimos tiempos interesantes. ¿Hay alguna novedad?
Hanrahan se sentó en una silla frente al sofá. Se oía el ruido de un martillo neumático. Al parecer, estaban renovando aquellos modestos apartamentos uno a uno. El trabajo, y el ruido, iban a durar meses.
—Alicia Vaccarini, la mujer que votó por usted en el comité, ha sido asesinada.
Denney se quedó estupefacto.
—Dios bendito… ¿qué está haciendo la policía?
—Buscar al asesino. Ha intentado matar a uno de los suyos, y después la ha matado a ella. En su casa. Vamos, en la casa que le dejamos.
El cardenal parecía horrorizado.
—¿A quién?
—Por favor —respondió con aspereza—, si quiere que le ayude, tenemos que ser sinceros el uno con el otro. No puede haber más errores. Ya se lo advertí. Le dije que…
—¡Sé muy bien lo que me dijiste!
Hanrahan guardó silencio hasta que recuperase la compostura.
—Perdóname —continuó Denney—. ¿Estás completamente seguro de lo que dices?
—No podría ser de otro modo. La policía ha estado en su casa y Fosse no está. Ha desaparecido, y nadie tiene ni idea de adonde puede haber ido. Al menos yo no la tengo. ¿Y usted?
Denney entrelazó las manos en el regazo y comenzó a balancearse suavemente hacia delante y hacia atrás, una costumbre que últimamente se le había acentuado y que daba cuenta de su edad.
—Por supuesto que no. ¿Adónde puede haber ido? No es un hombre de mundo.
Hanrahan tardó en responder.
—Yo no diría tanto. He leído detenidamente su expediente y me he enterado de que hizo muchas cosas antes de venir aquí. Participó en el equipo olímpico italiano y al parecer fue un buen atleta. Fue también capellán del Teatro Nacional de Palermo e incluso los convenció para que le dejasen actuar en una representación de Pirandello. No está mal para un chaval nacido en una granja en Sicilia.
—¿Y para qué me cuentas todo eso?
—Pues para decirle que a mí sí me parece un hombre de recursos y de buena educación. Y parece tener una idea muy clara de lo que quiere y de cómo conseguirlo.
Denney entendió adonde quería ir a parar.
—Y quieres decir que yo formo parte de sus planes, ¿no? ¿Es eso?
Con el ceño fruncido, Hanrahan miró a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de lo humilde y poco acogedor que era aquel lugar.
—No lo sé. Es posible.
—¿Por qué iba a querer matarme a mí, Brendan? ¿Es que te parece que no hay ya suficientes personas que desean verme muerto? ¿Qué razón iba a tener Fosse para matarme?
Hanrahan sacó un paquete de puros del bolsillo y encendió uno. El humo maloliente quedó suspendido en el aire y fue desplazándose despacio hasta la cara de Denney.
—Algo que tenga que ver con la señorita Farnese, quizás. No pretendo que me dé detalles de su vida personal, pero hay cosas que no hace falta decirlas. Sé quién entra y sale de este edificio. Está claro que Fosse está enfadado con alguien, y a mí me parece que es como un fardo de leña seca. Hace falta muy poco para encenderlo, y una vez prenda la llama…
El irlandés esperó una respuesta, pero no la hubo.
—Imagino que para usted esto no es una sorpresa, ¿verdad? —continuó—. Ya hubo problemas con él antes. Aquel asunto por el que tuvo que apartarlo de su servicio, ¿qué fue exactamente? Yo estaba fuera en aquel momento y los informes no son claros.
—¿Acaso importa?
—Puede que sí.
—Se había aficionado en demasía a las mujeres menos recomendables. Se le advirtió muchas veces, pero él no hizo caso.
Hanrahan frunció de nuevo el ceño.
—De modo que le recompensamos con una casa nueva y otro trabajo, aunque si no recuerdo mal, llegó incluso a amenazarle en público entonces. He oído que su despido fue fulminante.
—Perdí los estribos. Había puesto toda mi confianza en él y me traicionó. ¿Crees que está enfadado conmigo por haber perdido su trabajo? No sé. De Sara Farnese nunca me habló. Fosse era un sacerdote atribulado y digno de compasión. No tengo ni idea de por qué se puede estar comportando así ahora.
Hanrahan se miró las uñas en silencio.
—¿Crees que podría entrar aquí? —le preguntó Denney—. ¿No os pagamos a los de seguridad para que evitéis que puedan ocurrir esa clase de cosas?
—Desde luego. Y lo hacemos. Lo que pasa es que Fosse es… diferente. No es un sacerdote corriente, ni un asesino corriente. Tiene razones, motivaciones que yo no puedo comprender. O mejor digamos que carezco de la información necesaria para comprenderlas.
Hizo una pausa para darle peso a lo que iba a decir. Acababa de hablar con Falcone y seguía aturdido por algunos de los detalles que le había dado.
—Ha decapitado a Alicia Vaccarini. Es increíble. También sé que ha estado consultando los expedientes de todas las personas relacionadas con usted y con sus negocios: nombres, direcciones, detalles de reuniones… Había montones de fotografías en su casa. Fotografías inexplicables que quién sabe para qué sacó.
El color abandonó el rostro de Denney.
—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Es que piensas que me asusto con facilidad?
—No, pero pienso que necesita saber en qué clase de juego estamos metidos y qué es lo que nos espera. Ha caído usted en desgracia, Michael, y lo que está hecho, hecho está. No se puede dar marcha atrás. La charada que ha interpretado esta tarde no se puede volver a repetir.
—¿Sabías desde el principio que no iba a funcionar? —le acusó.
—Me aferraba a la última esperanza, pero en circunstancias como estas, es comprensible. Intento ayudarle, Michael.
—Entonces, consígueme un billete seguro para salir de aquí.
—¿Un billete adonde? ¿A Estados Unidos? El FBI le estaría esperando en la escalerilla del avión.
—Tengo amigos, gente en Washington que puede mantener a raya a esos perros. El FBI ni siquiera se presentaría. No olvides quién soy, Brendan.
—Quién era usted antes, Michael. Vivimos tiempos cambiantes. Ojalá pudiera ayudarle más. Lo he intentado, créame.
—Pues inténtalo con más ahínco.
—¿Con qué? —respondió, abriendo las manos.
—¿Qué quieres?
—Información. Algo con lo que poder negociar.
—¿Algo como qué?
—El expediente de Fosse. Información sobre su pasado. Gente a la que puede acudir en Roma. Tengo ya mucho sobre él, aunque estoy seguro de que hay algunos detalles que desconozco. Al fin y al cabo, ha trabajado para usted. Querrán saber por qué le despidió, y qué pasó después.
—¿Y crees que eso puede funcionar? He gastado casi dos millones de dólares de mi propio bolsillo en sobornos durante los últimos seis meses. He sobornado a políticos y he hecho cosas que nunca pensé que haría con tal de salir de aquí, pero no lo he conseguido. ¿Tú crees que ellos lo harían sólo por un expediente?
—¿Tiene alguna idea mejor? —espetó, molesto—. Estoy intentando encontrar soluciones. Nadie más se molesta en hacerlo.
—Lo sé —contestó Denney, intentando calmarse. No le quedaban muchos amigos, y necesitaba contar con aquel irlandés escurridizo y frío.
—La verdad es —continuó Hanrahan—, que no se me ocurre nada más. Pero déjeme decirle que, aunque llegara a funcionar, no creo que consiguiera ese billete que tanto desea. Lo mejor que podemos conseguir es que miren para otro lado cuando tenga que salir de aquí hacia el aeropuerto. Eso es todo lo que necesitamos.
Denney lo miró atónito.
—¿Estás hablando en serio? ¿De verdad crees que puedo subirme sin más al primer taxi que pase? Ya has oído a Neri. Ese psicópata estaría dispuesto a hacer el trabajo él mismo, y ya sabes la clase de gente que hay ahí fuera. En comparación, Gino Fosse parece un aprendiz. Eso es imposible. Tienes que conseguirme una escolta hasta los Estados Unidos. No pienso salir desnudo de aquí.
Hanrahan se fingió ofendido.
—Tenemos gente que puede protegerle hasta el aeropuerto. No somos tan incompetentes.
—Yo no he dicho tal cosa.
—¿No? Pues mejor. Pero si quiere que la policía sea su guardaespaldas, va listo —volvió a mirar a su alrededor y se detuvo en los cuadros. Parecía divertirle verlos allí—. Tenga en cuenta su posición, Michael. Piense adonde ha venido a parar. Para salir de aquí necesita de sus amigos, y no tiene nadie más que a mí.
—Gracias —contestó el cardenal con amargura.
—Sólo pretendía poner las cosas en su justa perspectiva. Nada más.
—Así que no tengo amigos, ¿eh? Ya veremos. Tráeme a Falcone. Hablará conmigo.
—No. Ya he hablado yo con él. No piensa hacer más tratos con usted, y menos en persona. No piensa acercarse a nosotros a menos que usted vaya esposado, de modo que no podemos esperar favores ni que nos atiendan al teléfono. Todos se han dado cuenta de su fracaso. Puede que incluso huelan a muerto. Y nadie quiere que se le pegue ese olor.
—No pretendas convertirme en cabeza de turco, Brendan. Ni tú, ni tus jefes. Yo no he estado solo en esto, y no seré el único que pague si me echan a los lobos.
Hanrahan respiró hondo.
—Eminencia, esa es la clase de cosa que no quiero volver a oír de sus labios. Es lo que me hace pensar si no estaré perdiendo el tiempo con usted. Que me iría mejor si le dejase pudrirse en este agujero hasta que llegue el día en que no pueda soportarlo más y entonces, ¿qué haría? ¿Ponerse una de esas camisetas de I love Rome e intentar mezclarse con los turistas para llegar a Fiumicino? ¿Es eso lo que se imagina? Porque le advierto que estaría muerto antes de que hubiera podido tan siquiera tomar el autobús, a manos de cualquiera de los que piensan que les debe usted dinero. Incluso podría ser Gino Fosse por cualquier razón que se le haya metido en la cabeza. Yo preferiría lo primero, la verdad. Sería un tiro y punto, pero Gino… ha despellejado a un hombre, ha ahogado a otro y ha decapitado a la mujer que usted creía tener en el bolsillo. ¿Qué le tendrá reservado a usted, Michael? ¿Querrá crucificarle? ¿Habrá estado en la iglesia que hay al lado de su casa? Esa que tiene todos esos magníficos martirios pintados en las paredes. A lo mejor es que ha estado allí. ¿De dónde si no iba a sacar esas ideas?
—De la vida —murmuró Denney—. Tan sólo de pasar por esta pesadilla.
—No creo. O a lo mejor… —hizo una pausa para pensar—. A lo mejor es eso precisamente lo que está intentando decirnos. Que al recordarnos nuestra mortalidad, debemos vivir nuestras vidas con un poco de perspectiva. Reconozco que intelectualmente hablando es un punto interesante, pero preferiría no meterme en esa retórica. Además, Fosse defiende su opinión con métodos tan expeditivos… —volvió a hacer una pausa; estaba decidido a expresarse con toda precisión—. Pase lo que pase, la parca siempre tiene afilada su guadaña, ¿verdad? Habría que estar loco para olvidarse de ello. Y yo no tengo tiempo para locos, Michael. Ni usted.
Denney se estremeció. Estaba asustado. Pero lo que Hanrahan no sabía era que había cosas a las que temer todavía más. Denney seguía siendo católico en el fondo de su corazón. La fe no le había abandonado por completo. Y al final de su existencia le aguardaba el juicio, un sumario en el que sus transgresiones no podrían ocultarse. Tenía que escapar. Fuera de allí quizás encontrase el valor suficiente para abrir su corazón ante el confesionario. En los Estados Unidos podría ser otro.
—¿Qué quieres que haga?
—Que se reúna con uno de los hombres de Falcone. Es un oficial joven con una elevada opinión de sí mismo. Hable con él y ofrézcale los informes sobre Fosse. El resto déjemelo a mí. Intentaré negociar un acuerdo que le saque de aquí. Y mientras, rece.
Denney asintió.
—Si eso es lo que quieres, supongo que no tengo elección.
—No.
—Oye, Brendan ¿cuántos nombres más hay en su lista?
La pregunta le sorprendió.
—Unos cuantos más, según he oído. Sara Farnese parecer ser una mujer muy activa, por llamarlo de algún modo. No volverá a verla, ¿verdad? Me complicaría mucho la existencia, y protegerle de sí mismo, me es imposible.
—No. No volveré a verla —contesto él en voz baja.
—Bien. Tenemos una oportunidad y no podemos malgastarla porque no sé si se presentarán más.
Denney lo miró desesperado.
—¿Le ha dado todos esos nombres a la policía? Espero que los pongan sobre aviso. A lo otros, quiero decir. No quiero más muertes sobre mi conciencia.
Hanrahan lo miró sin parpadear y sin disimular su desprecio.
—He puesto sobre aviso a los que han querido escucharme.
Denney tenía ganas de gritar.
—Vamos, Brendan. Merece la pena hacerlo.
Hanrahan se levantó y estirándose le miró por última vez.
—No se me haga ahora el compasivo, por favor. Los dos sabemos que esto es por usted. Si se marcha de aquí, todo terminará.
¿Es que no se da cuenta de lo que está haciendo? Le está enviando un mensaje. Está diciendo: seguiré hasta que salgas y me des la oportunidad de matarte. Si le encuentra, lo hará. Y si consigue escapar, todo habrá terminado. Se le habrán acabado las razones para hacer lo que está haciendo. Puede que lo atrape la policía, o que ahorre para sacarse un billete para Boston o para donde quiera que piense esconderse. Fin de la historia. Y no más cadáveres en Roma.
Denney cerró los ojos. No quería oír nada de todo aquello.
—Así que no me hable de conciencia —continuó Hanrahan, y su voz parecía reverberar contra las mugrientas paredes del apartamento—. No se atreva a hacerlo. Esto no tiene nada que ver con la conciencia, sino con el valor. Sería tan fácil terminar con todo ahora mismo… ¿quiere venir a dar un paseo conmigo, Eminencia? Hace un día estupendo, muy caluroso eso sí, pero a mí no me gustaría estar en ninguna otra parte en una mañana de agosto como esta. No hay tantos turistas como en otros meses, y sopla la brisa del Tiber. Podríamos salir de estos muros. Podríamos quedarnos un rato a la sombra del castillo, o sentarnos en alguna terraza a tomar un café. Le invito a comer en ese viejo restaurante del Trastévere al que solíamos ir a comer cordero en el jardín, un cordero tan bueno que se podía comer con las manos. Y luego podríamos dar un paseo a donde nos apeteciera. Y esperar a ver qué pasa.
Denney le oyó acercarse y poner la mano sobre su hombro.
—Bueno, Michael, ¿sale conmigo o no?
—Vete de aquí.
—El chico ese vendrá a las cuatro —dijo, dándole una palmada en lo alto de la cabeza—. Supongo que podrá hacerle un hueco en la agenda, ¿no?
Denney no contestó.
—Bien. Le llamaré antes de que llegue, y le dirá sólo lo que yo le diga, ni más, ni menos. Estoy trabajando mucho por usted, Eminencia, y me molestaría ver cómo todo se va al garete sólo porque no es usted capaz de recordar unas cuantas frases.