San Juan había sido en el siglo cuarto un refugio para peregrinos, pero en la actualidad era un moderno hospital compuesto por numerosos edificios que cubrían una gran parte de la colina Caelia. El complejo se extendía desde la vieja carretera que conduce a la iglesia de San Clemente hasta la moderna y asfixiada autovía que vierte su caudal de coches, autobuses y camiones en la plaza desde el sur. A unos minutos de distancia estaba también el Clivus Scauri, donde Falcone y sus hombres se habían encontrado con una nueva víctima. En el hospital les habían informado de la desaparición del sacerdote que durante un corto periodo había trabajado en el edificio en el que Nic Costa yacía tumbado en la camilla de una reducida habitación y con un horrible dolor de cabeza.
Luca Rossi y Sara Farnese habían conseguido entrar en la habitación casi a la fuerza y estaban los dos sentados en un banco de madera viendo cómo la enfermera le vendaba la cabeza y cómo escuchaba al médico hablarle de la conmoción y de que debería quedarse en observación para asegurarse de que no había efectos secundarios. La herida de arma blanca era de poca importancia. El golpe que se había dado al caer sobre la piedra le había dejado un abultado hematoma en la sien derecha, pero estaba vivo, y no saber el porqué lo estaba volviendo loco. Esperó a que el médico se marchara y luego interpeló a su compañero.
—No me gusta la cara que tienes, tío Luca. ¿Lo habéis pillado?
—Ojalá —suspiró Rossi.
—Dios… ¿qué mas necesitabais?
Sara bajó la mirada y Rossi frunció el ceño.
—Oye, chaval, no te pongas farruco conmigo.
—¿Cuántos hombres había?
—¡Los suficientes! —espetó, y sus facciones normalmente pálidas adquirieron el tono rojizo de la ira—. Ocho. Diez, quizás. Estaban allí para proteger la granja, que es donde se suponía que estabas tú. Ninguno sabía que andabas dando vueltas como un pato de feria. Falcone me va a arrancar la piel a tiras por haberte dejado salir. ¿Recuerdas lo que acordamos? Que te quedarías en el camino.
La cabeza le dolía horrores y estaba confuso. No se había vuelto a acordar de su conversación con Luca, pero tenía razón. No podía culpar a nadie excepto a sí mismo. Y también recordó la cara de terror de Sara al ver desde la ventana lo que ocurría.
—Lo siento, Luca. He sido un idiota.
—Ya. Bueno… —miró a Sara a hurtadillas—, la cosa es que has sobrevivido, pero no gracias a nosotros. Tenemos un nombre. Y otro cadáver. Suficiente para que Falcone esté contento o para que nos arranque los… —no terminó la frase—. Depende del humor que esté.
—Voy a pedir el alta voluntaria.
—Nic, los médicos… —empezó Sara.
—Este último no es tan bonito como los otros —intervino Rossi, que daba por sentado que Nic se iba a marchar—. ¿Puede mover el brazo?
Nic probó. No le dolía demasiado.
—No está mal. Además, me necesitáis. Le he visto, ¿recuerdas?
—No importa que lo vieras, Nic. ¿Es que no me escuchas? Te he dicho que tenemos su nombre. La señorita Farnese nos lo dio después de que te recogiera la ambulancia. Parece ser que lo tenía desde un principio.
La cabeza le dolió todavía más. Ella tenía la mirada clavada en un punto indeterminado de la pared blanca. Estaba despeinada, y eso la hacía parecer diferente. Quizás no hubiera tenido tiempo de ponerse la máscara que llevaba siempre para evitar que el mundo la rozara.
—Tengo que hacer unas cuantas llamadas —dijo Rossi—. Tu padre decidió quedarse en casa cuando los de la ambulancia le dijeron que estabas bien. De todos modos, voy a llamarle para que se quede tranquilo. Te espero fuera. El otro cadáver está a un par de minutos de aquí. A ella pueden llevarla a otro sitio. Falcone ha dicho que lo de la custodia preventiva sigue en pie. Me he imaginado que no querrías que siguiera quedándose en la granja, así que le están preparando otra cosa —se tocó el bolsillo de la camisa—. Necesito echar un cigarro.
Y salió al interminable pasillo iluminado por la luz cruda de los fluorescentes.
Nic se incorporó en la camilla. El corte del hombro era poca cosa, y la cabeza mejoraría con el paso de las horas. Era cuestión de tiempo.
Ella seguía sin mirarlo.
—Gracias.
Sara se volvió. Parecía asustada y sorprendida.
—¿Qué?
—No sé lo que ha pasado, pero sí sé que lo has detenido tú. Gracias.
Ella negó con la cabeza y su pelo se movió a cámara lenta.
—Lo vi todo desde la ventana, Nic. Sabía que algo estaba pasando y cuando bajé, él salió corriendo. Supongo que debió pensar que se presentarían todos los demás, y no quería testigos.
Era mentira. Los había oído hablar.
—Has hablado con él.
—¡Pues claro! Le pedí a gritos que parara. ¿Qué esperabas?
—No —tenía la cabeza como entre niebla, pero había una idea inamovible: el tono de su conversación—. Has hablado con él, y él te ha contestado. Lo conocías.
—Sabía su nombre. Lo vi algunas veces en la Biblioteca Vaticana. Incluso habíamos cruzado algunas palabras.
—Y no…
La pregunta no era fácil.
—¿No qué? —espetó, furiosa—. ¿Qué si no nos hemos acostado? Pues no. Hay hombres en Roma a los que les he negado ese privilegio. Espero no desilusionarte.
—Perdona.
—Dios… —musitó, y cerró un instante los ojos—. No sabes lo que dices, Nic. Soy yo la que lo siente. Grité hasta conseguir que se marchara. En cuanto salió corriendo, llamé a tus compañeros para que vinieran por ti y por ese fotógrafo. Está peor que tú. Va a tener que quedarse aquí un tiempo.
A lo mejor era cierto. A lo mejor se lo había imaginado todo.
—¿Hay otro cadáver?
—Eso dicen.
—¿Lo conocías?
Se puso el bolso sobre las rodillas.
—Creo que ya es hora de que me vaya. Han dicho que viene otro equipo para recogerme.
Nic se levantó de la camilla, se acercó a ella con paso vacilante y se sentó en el banco a su lado, muy cerca. Quería demostrarle que no era tan fácil deshacerse de él.
—¿Lo conocías?
La Sara que había conseguido conocer le miró a los ojos.
—Es una mujer.
—¿La conocías?
—Me parece que me acosté con ella en una ocasión. ¿Es eso lo que querías oír?
—¿Es que no estás segura?
—Sí que lo estoy. Me han enseñado una fotografía. Se dedicaba a la política y nos acostamos hace unos meses, aunque no puedo estar segura de cuándo. No llevo un diario de esas cosas. Ocurrió una sola vez. Fue idea suya. A mí no me va del todo ese rollo.
Él suspiró. Todavía podía impresionarle, era consciente de que era precisamente lo que pretendía.
—No entiendo nada, Sara. No entiendo por qué lo haces. No entiendo por qué no nos diste su nombre.
Ella se echó a reír, y su risa sonó seca, insultante.
—Eres tan anticuado, Nic. Tu padre y tú, los dos. Y eso que tu padre me encanta. Podría hablar con él durante horas, porque es como hablar con una persona de otra época. Pero el mundo no es como vosotros os lo imagináis. Incluso puede que nunca lo haya sido. Me preguntas por qué no os di su nombre. ¿Qué te hace suponer que yo sé cómo se llamaba? Fue sólo cosa de una noche.
Aquello no tenía sentido. Debía haber algo más.
—¿Pero por qué?
—Pues porque… porque tú tienes tu clase de amor, y yo tengo el mío. Somos distintos. Lo que tuvimos me satisfizo y después desapareció, sin dejar rastros, sin ningún poso que se pueda corromper. Nada de situaciones incómodas, ni de dolor, ni de amargura.
—Entonces no es amor —respondió sin tener que pensar—. Y no ha desaparecido como tú dices. Siempre hay algo que queda, algo que puede estropearse. La gente se vuelve loca a veces. Loca de remate.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿Me estás diciendo que es culpa mía? ¿Crees que soy yo la culpable de lo que está pasando?
La verdad es que su respuesta no había sido demasiado brillante, pero ella la había malinterpretado del todo.
—De ninguna manera.
Nic se levantó intentando convencerse de que no se encontraba mal. La cabeza se le iba despejando por momentos.
—Sabía que no ibas a quedarte aquí —dijo ella—. ¿Por qué no lo olvidas de una vez?
Ella se levantó también y recogió sus cosas, preparándose para lo que fuera que la esperaba.
—No me pagan por olvidarme de las cosas.
—Ya lo sé, pero tampoco te pagan por arriesgar la vida.
—La próxima vez tendré más cuidado.
Sara le miró a los ojos y muy despacio le acarició la mejilla con dos dedos.
—Nic… si tú lo pidieras, ¿te retirarían del caso?
La pregunta le pilló desprevenido.
—Supongo que sí, pero ¿por qué iba yo a hacer algo así?
—Supongamos que porque yo te lo pido. Está claro que todo esto gira en torno a mí, y puede que haya cosas que no quiero que sepas. Cosas por las que acabarás despreciándome.
—Soy policía. Nos medican para que seamos inmunes a las sorpresas.
—Estoy hablando en serio.
—Lo sé.
Hubo un breve e incómodo silencio.
—Entonces, ¿vas a pedir que te retiren del caso?
—De ninguna manera. Este va a ser el caso más importante de mi carrera. ¿Qué pensarían de mí en el cuerpo si me retirase ahora? Yo no renuncio así a las cosas, aunque puedan resultarme difíciles o incómodas, o me obliguen a tomar decisiones duras. Así no se va a ninguna parte.
—Pero hace la vida más fácil.
—Más fácil, no. Más aburrida y monótona, sí. Puede que incluso absurda.
Ella asintió.
—Sabía que ibas a decir eso.
—Gracias. Ahora tienes que tomar una decisión: puedes irte al piso franco que te ha preparado Falcone, o puedes volver a la granja. No por mí, ya sabes, sino por mi padre. Disfruta con tu compañía, y creo que tú también disfrutas con la suya.
A ella pareció agradarle la idea.
—¿Crees que tu jefe estará de acuerdo? No me gusta ese hombre. Es demasiado… duro.
—Falcone piensa que ese es su papel. No, no creo que tenga nada que objetar. Además, tu seguridad ya no está tan comprometida. Ya te has encontrado con ese hombre y no te ha hecho ningún daño, ¿no?
—No. ¿Y la tuya?
—Tendré más cuidado. Además, no creo que vuelva. Me da la impresión de que tiene todo perfectamente planificado y que yo no entraba en esos planes. Además le dije la verdad: que todo era un montaje para atraparle.
¿De verdad operaría así un psicópata? ¿Tan quisquilloso sería a la hora de elegir una víctima? Nic tuvo un oscuro presagio: ¿y si el lunático, después de haberlo visto allí y haberle perdonado la vida, decidía cambiar de opinión y volvía a por él?
Se oyó un ruido en el pasillo. Luca Rossi asomó su cabezota por la puerta entreabierta y miró significativamente el reloj. Costa alzó un dedo pidiéndole un minuto más, y ella esperó a que se marchara para decir:
—Lo encontraréis, ¿verdad? Está enfermo. Necesita ayuda.
—Lo encontraremos —tenía una pregunta rondándole por la cabeza y no sabía si hacérsela o no—. Sara…
A ella no le gustó su tono de voz. Sabía lo que iba a preguntarle.
—¿Sí?
—¿Hay más nombres que debamos conocer? ¿Hay más personas como esa mujer?
—Unas cuantas, pero no recientemente. Además no sé cómo se llamaban, así que no creo que pudieras ponerte en contacto con ellas.
Lo dijo con tanta convicción que Nic quiso creerla.
—Hay un hombre en el Vaticano, un tal Cardenal Denney…
—¡Nic! —la verdadera Sara había vuelto a salir a la superficie. Estaba a punto de que se le saltaran las lágrimas—. ¿Eres tú quien habla, o es el policía? ¿Cómo voy a saber con quién estoy hablando si me haces esto?
—¿Es que la respuesta sería distinta en función de quién fuese yo?
—En absoluto. Lo que quiero decir es que quiero saber por qué te interesa. Si las preguntas me las haces como amigo, o porque piensas que es tu trabajo.
—Como amigo.
—No lo conozco —insistió—. Quienquiera que sea.