Alicia Vaccarini se pasó la noche atada y sin poder moverse de la silla que Gino Fosse había colocado pegada a una viga de madera de aquella curiosa cámara octogonal. En toda la noche sólo había oído un ruido: el de un borracho que volvía a casa cantando. Estaba amordazada y atada, y no podía hacer absolutamente nada, ni concebir esperanza alguna. Él no tardaría en volver, y ya no habría más retrasos. Aquel demente pensaba que le estaba haciendo un favor. Oírle disculparse la había dejado aterrorizada. No había posibilidad de convencerle, ni de conseguir su clemencia. Estaba decidido a seguir adelante, pero algo que había visto en la televisión había torcido su organizada secuencia de acontecimientos.
Había dormido, aunque no podría decir cuánto, hasta que la luz del alba que entraba por las ventanas rectangulares y estrechas la despertó. Tenía que haber gente cerca. Tenía que haber alguien que pudiera acudir en su ayuda. Aun siendo agosto, el mes en el que el calor vaciaba las calles, estaban en Roma, una ciudad viva al otro lado de aquellas paredes medievales. Los guardas no tardarían en abrir las puertas de las oficinas del Parlamento. Las secretarias comenzarían a repartir el correo. El personal del pequeño café en el que cada mañana solía tomarse su macchiato se extrañarían de su ausencia. Alicia Vaccarini era una mujer de costumbres. Habría otros que también repararían en su ausencia, y cuando llegase el mediodía, comenzarían a extrañarse. Tenía que asistir a una recepción en honor de un grupo que venía de Bruselas, y ella jamás se perdía algo así. Era una mujer diligente y que además no tenía nada mejor que hacer.
En resumen: a las dos, las tres todo lo más, alguien se pasaría por su casa y descubriría que no había pasado allí la noche. Darían cuenta a la policía. Se harían preguntas para las que no se encontraría respuesta.
Intentó convencerse de que el descubrimiento de aquella serie de enredados acontecimientos contenía un rayo de esperanza, pero fue imposible: el volvería y acabaría lo que había empezado. Tendría prisa por terminar con ella y pasar a lo que siguiera después.
El libro seguía abierto en el suelo, pero no quería mirarlo. La patrona de los músicos se merecía ser una figura más alegre, más feliz, y no un cuerpo de mármol blanco envuelto en una túnica, con tres heridas visibles en el cuello. Ella sólo tenía una, y era superficial. Había dejado de sangrar poco después de que Fosse se marchara a toda prisa de allí. Una herida era suficiente, y cerró los ojos preguntándose si tendría en su interior la capacidad de rezar. Había llegado el momento de tomar medidas desesperadas.
Entonces se oyó un ruido abajo. El corazón le dio un vuelco de esperanza. Hubo un ruido de pasos que se acercaba, pasos decididos y pesados, pasos que le resultaban familiares. Cerró los ojos y lloró.
Cuando los abrió, Gino Fosse estaba delante de ella, mirándola confundido. Llevaba una camisa a cuadros llena de polvo y rasgada por delante. Respiraba a bocanadas, y Alicia no supo qué pensar. No podía dilucidar si aquello era bueno o malo. Entonces él empezó a hablar a toda velocidad, a enredarse en un absurdo incomprensible sobre la Iglesia y la perfidia de las mujeres. Sonó el teléfono. Estaba en una mesita junto a la ventana que tenía enfrente, y contestó mientras ella escuchaba con toda atención. Había un matiz servil en su voz, algo inusitado hasta aquel momento. Parecía tan seguro, tan capaz de actuar individualmente…
Se quedó callado y con la cabeza baja. Eran malas noticias.
Alicia cerró los ojos y rezó porque apareciera alguien, que se oyera a la policía aporrear la puerta de aquella prisión monástica.
—No —insistía él al teléfono—. Es imposible. No puede pedirme eso. ¿Adónde iría yo?
Volvió a escuchar. Tenía los hombros hundidos y su cara era una máscara de dolor y rabia. Pero iba a hacer lo que le ordenaban, pensó ella, y quizás en esa obediencia estuviera su salvación.
—¡Mierda! —gritó, y tiró el teléfono al suelo y se lio a patadas con él por toda la alfombra.
Asombrada le vio ir de acá para allá por aquella diminuta habitación arrancando cortinas, adornos, cualquier cosa, aplastándolo todo en el suelo mientras gritaba obscenidades.
«Le van a oír», pensó. Alguien iba a enterarse de lo que pasaba y acudiría. «¡Le van a oír!».
Se colocó a su espalda y Alicia sintió frío. Dos manos sudorosas le sujetaron la cara obligándola a ver aquellas nauseabundas y estremecedoras fotos que tenía en el techo, fotografías que ella no había querido ver hasta aquel momento. Eran en blanco y negro. Las mujeres retratadas la miraban con sus rostros inmóviles, como si no les importara o no quisieran salir de su marco.
—Ya ves lo que pasa —le susurró al oído, medio llorando—. Ya ves lo que se ha hecho y ya no puede deshacerse.
Alicia perdió el control de la vejiga y un río caliente de orín le escurrió por las piernas. Las manos volvieron a moverse y la mordaza se aflojó. Luego desató el nudo que la sostenía por detrás de la cabeza y ella gimió. Era un gran alivio poder respirar de nuevo con facilidad.
Entonces él volvió a ponerse delante y ella lo miró a los ojos. Había vuelto a cambiar. Era una persona distinta, llena de convicción y determinación. De pronto alzó la mano y le dio una bofetada. Ella gritó. Con el dorso de la mano volvió a golpearla, y la boca se le inundó de sabor a sangre. Había algo nuevo en él: un odio intenso y personal hacia ella.
—Puta —susurró—. Todas sois iguales. La puerta del diablo.
—Por favor…
—¡Calla!
Alzó de nuevo la mano pero no la golpeó. Alicia comprendió el mensaje y guardó silencio.
Se secó la boca con la mano mientras pensaba. Ella no apartaba los ojos de él. Inútil protestar, o rogarle. La decisión era suya, y un momento se mostraba violento y demente, y al siguiente arrepentido o al menos, inseguro.
—Vienen —dijo—. ¡Aquí! ¡A mi casa! ¡Mi casa!
Ella habló en voz baja y despacio.
—No lo empeores.
—¿Tú crees que podría empeorar?
En su mirada había algo distinto. Duda, quizás. Tenía que trabajarla.
—Puedo ayudarte —le dijo—. Tengo amigos. Puedo decirle a la policía que no me has hecho ningún daño. Que todos cometemos errores.
—Todos arderemos en el infierno.
—No. Eso ya no se lo cree ni la propia Iglesia.
—Entonces es que son unos estúpidos —suspiró—. Lo siento. Lo siento de verdad.
Ella respiró hondo. Por primera vez desde hacía horas, aquella disculpa le ofrecía un rayo de esperanza.
—No pasa nada. Todo saldrá bien, ya lo verás.
Qué rara era su cara. En algunos momentos podría decirse que era un hombre guapo, pero en otros se le exageraban los rasgos, casi como si fuera un retrato medieval.
—No lo entiendes, Alicia. Lo siento porque no puedo hacerte justicia. La iglesia del Trastévere, la forma en que ibas a morir, como una santa. Quizás eso podría redimirte de tus pecados. Incluso salvarte. Pero… ahora es ya imposible. Vienen a quitarme la casa. Piensan que pueden atraparme. Qué imbéciles.
—Eso no tiene por qué ser así. Yo puedo ayudarte.
—Quizás.
Estaba pensando. En aquel instante era tan racional como se lo había parecido en el restaurante. Algo le rondaba por la cabeza. Se acercó al montón de compactos que tenía desperdigados por el suelo y rebuscó hasta encontrar el que quería. Luego lo colocó en el equipo. Una música aguda de un violín eléctrico llenó la habitación. Entonces volvió junto a ella.
—¿Has visto alguna vez a un hombre romper un ladrillo con la mano, Alicia? En el sitio al que yo voy a aprender artes marciales, te enseñan a hacerlo. Te muestran el secreto.
—No —contestó ella con suavidad. No quería excitarle.
—El secreto consisten en no intentar golpear el ladrillo. Lo que tienes que hacer es concentrarte en algo que quede un poco más atrás. Algo imaginario. Y eso es lo que vas a destruir. Consigues lo que quieres concentrándote en ese objeto ficticio y transformándolo en tu objetivo, y sólo así consigues romper el ladrillo. ¿Lo comprendes?
—Creo que sí. ¿Podrías desatarme, por favor? Me duele todo. Y necesito ir al baño.
Él negó con la cabeza, aparentemente molesto por la interrupción de su razonamiento.
—Esto es importante, Alicia. Nuestro verdadero objetivo queda detrás. No es algo que veamos con los ojos. Lo que hagamos mientras mantenemos nuestra atención en ese objetivo, lo que toquemos, lo que destruyamos, es irrelevante. Es el objetivo final lo que importa. Ser capaz de ver con el ojo de la mente. Saber que conseguirás lo que deseas.
No le gustaba el cariz que estaba tomando aquello.
—Llegarán enseguida, y sería mejor que no me encontrasen así. Lo entiendes, ¿no?
—Desde luego —contestó y se colocó detrás de ella. La tierra comenzó a moverse. Fosse empujó la silla hacia delante hasta que Alicia quedó de rodillas, la cabeza colgando y la mirada puesta en aquella alfombra raída y sucia.
Esperó sentir que aflojaba las cuerdas, pero no fue así porque enseguida volvió a verlo frente a ella, y aquella vez tenía en las manos la espada, aquella brillante y afilada espada con la que ya le había cortado una vez.
—Dios mío… —miró el filo y se quedó sin aliento—. No…
Pero Fosse ya no la oía. Tenía la mirada puesta en la silla a la que estaba atada y en el espacio que había más allá de su cuello.
Se colocó a su lado. Sólo podía verle los pies, aquellos calcetines blancos y las deportivas negras. Oyó el silbido de la espada al cortar el aire estanco y caliente de aquel lugar y un extraño recuerdo le acudió a la cabeza: Ana Bolena acudiendo a su ejecución a manos del verdugo de Caláis, por cortesía de Enrique VIII, que no quiso someterla al habitual golpe de hacha. Había hecho venir a aquel verdugo por su buena reputación. La espada tenía una eficacia limpia y precisa que con el hacha no se podía conseguir. El verdugo escondió la espada bajo la paja, se colocó detrás de ella, oyó sus últimas palabras y luego decapitó a la desgraciada reina de un solo tajo.
La estaba oyendo. Su verdugo practicaba a su espalda con la espada. Luego se hizo un silencio. Se lo imaginó alzando las manos hasta los hombros para trazar el arco final.
Sin pensar, levantó la barbilla y cerró los ojos. No quería ver nada. No quería pensar en la posibilidad de que no acertara en el cuello y la hoja fuera a incrustársele en el cráneo.
En aquel instante tan indescriptible, recordó otra parte de la lección de historia: las últimas palabras de Ana Bolena fueron A Jesucristo encomiendo mi alma.
Ella no pudo decirlas. Sería un insulto.
La música terminó y volvió a empezar. El violín vibró de nuevo.