Capítulo 29

Nic se levantó al alba. Tenía que salir a correr. Era ya una adicción para él. Cuando corría se sentía en control de sí mismo, una especie de serenidad lo invadía que provenía del esfuerzo continuado y del agotamiento, una soledad que a veces le proporcionaba las más extraordinarias reflexiones. Una vez resolvió un caso, una extraña y violenta tragedia doméstica mientras corría a las seis de la mañana por la orilla del Tiber cerca de su casa, a la sombra del Castillo de Santo Ángel. Correr era para él una fuente de satisfacción y de consuelo. Aunque a Falcone no le pareciera bien que dejara sola a Sara durante un rato, lo necesitaba más que nunca.

La quietud reinaba en la casa. El sol se asomaba ya por el horizonte oriental decidido a abrasar otro día de aquel mes de agosto. Se puso un pantalón corto, una camiseta blanca y unas viejas deportivas que llevaban con él casi dos meses, un auténtico récord y salió sin hacer ruido. Primero se acercó a los coches de policía. El turno debía haber cambiado a media noche, de modo que podía no conocer a los hombres que habían tomado el relevo. Preparado para mantener una discusión siguió acercándose, pero de pronto se detuvo. Luca Rossi estaba en el primer Fiat y lo miraba por la ventanilla con cara de pocos amigos. Sólo un policía más estaba despierto en otro de los coches y parecía muy poco interesado por lo que pasaba.

Rossi bajó del coche, se estiró, bostezó y dijo:

—No pensarás irte a correr precisamente hoy, ¿no?

—Deberías estar en casa durmiendo.

—Es que es demasiado tarde para empezar a beber. O demasiado temprano, según se mire. De todos modos, puedo dormir en el coche. Ya lo he hecho más veces.

Todo aquello era mentira. Nic sabía lo que estaba haciendo su compañero: protegerle. Ser consciente de ello le conmovió. Y también le hizo sentir vergüenza de que su compañero pensara que necesitaba su protección.

—Oye, ¿es que estás tonto o qué? —insistió Rossi.

Correr o morir es mi lema, tío Luca.

—Querrás decir correr y morir. Tú eres aquí el objetivo de ese tío. No se lo pongas tan fácil.

Nic abrió de par en par los brazos, señalando el corto camino de tierra que conducía desde la entrada de la finca a la casa.

—¡Venga ya! Pero si no voy a salirme del camino. ¿Qué puede pasar? Aquí sólo pueden atacarme como mucho los mosquitos.

—No salgas —insistió—. Vuélvete dentro y tómate un café. Ten paciencia.

—Tío Luca…

—Te he dicho mil veces que yo no soy tu… Bah. ¿Por qué me haces esto?

—Tengo que correr. Necesito hacerme espacio dentro.

—Qué mierda. ¿Hasta dónde vas a llegar? ¿Cuánto tiempo necesitas correr?

—Sólo un poco. Ni siquiera voy a salir a la carretera. Me quedaré en el camino.

—Vale. Pero no tengo a nadie que pueda correr contigo, así que si no estás aquí en diez minutos, empiezo a gritar. ¿Queda claro?

Nic abrió los brazos de par en par.

—Déjate de abrazos y de chorradas —le cortó Rossi—. Te has salido con la tuya, ¿no? Pues haz el favor de largarte.

Riéndose, Costa empezó a correr camino adelante, levantando pequeñas nubecillas de polvo con los pies, sintiendo el aire fresco de la mañana en la cara, aliviado de poder apartar, al menos durante unos minutos, todos los problemas que le asediaban. O al menos, ponerlos en perspectiva. Pensó en su padre y en lo mucho que había disfrutado en la cena. Y pensó también en Sara Farnese. Ella también había disfrutado de encontrarse en buena compañía. Ocasiones como aquella parecían ser una rareza en su vida. ¿Qué podría pasar si se prodigaran con más asiduidad?

Le había mentido a Rossi. El camino no era lo bastante largo. Necesitaba correr por la carretera un poco para dar rienda suelta a la velocidad que podían desarrollar sus piernas. La piedra basáltica que pavimentaba la superficie de aquella vieja carretera formaba parte de su infancia. Una vez, cuando tenía trece años, después de una pelea con su padre, se pasó todo el día corriendo hasta que ya no pudo más. A unos cincuenta kilómetros de allí, agotado, llamó a la granja desde un bar del pueblo. Su padre había ido a buscarle encantado y se había reído de un episodio que le parecía una especie de gran aventura. Después de aquello su relación se estrechó. Su esfuerzo le había imprimido carácter a los ojos de su padre. Giulia le temía demasiado como para discutir con él y Marco, siendo el mayor de los tres, era demasiado listo. Ninguno de ellos se habría atrevido a hacer algo así y Nic supo desde el momento en que vio a su padre bajarse del coche sonriendo de oreja a oreja que aquello iba a ser un punto de inflexión en la naturaleza de su relación. No es que se volviera de pronto más fácil, pero sí más estrecha, de un modo tácito y misterioso, como si ambos compartieran la misma opinión.

Vio a la prensa en su redil, bajó la cabeza y pasó junto a ellos a toda velocidad. Apenas le prestaron atención. Era temprano, y además ellos buscaban a una mujer hermosa y a un policía de buena facha, y no a un sudoroso corredor con una camiseta vieja y unos pantalones arrugados. Aun así miró un instante por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo seguía y cobrando velocidad, se internó entre los matorrales. Había un camino estrecho de piedras y tierra que llegaba hasta detrás de la granja. Tomaría ese camino, daría la vuelta completa a la finca y sorprendería a Luca apareciendo inesperadamente.

Hacía una mañana espléndida, llena de luz y belleza. Cobró velocidad de nuevo, pasó agachándose por debajo de dos olivos retorcidos y nudosos, apretó el paso todo lo que pudo y se detuvo de pronto. La parte trasera de la granja quedaba a menos de cincuenta metros del punto en el que se encontraba, y desde allí podían verse las ventanas y en la habitación de invitados, a Sara. Llevaba una camisa roja y nada más. Se sentía culpable de estar observándola así, pero le resultaba imposible dejar de hacerlo. En las demás ocasiones, todo lo que hacía estaba mediatizado por la presencia de los demás mientras que vista así, mostraría quizás a la persona que vivía dentro de aquella concha dura pero frágil que ofrecía al mundo exterior. Empezaba a preocuparse. Se estaba obsesionando, y no sólo por su belleza, sino porque presentía la existencia de algo bajo la superficie de Sara Farnese que quería ver, tocar y conocer.

Respiró hondo y apoyó las manos en las rodillas para tomar aliento. Había sido una buena idea, pensara Luca lo que pensara.

Alguien a su espalda con una voz áspera y de acento extranjero dijo de pronto:

—Sonría.

El sudor se le quedó frío y se volvió. Era un hombre delgado como un esqueleto y calvo por completo, vestido de negro de pies a cabeza y con unos sorprendentes ojos azules. Llevaba una cámara grande de las que usan los profesionales y estaba a punto de enfocar.

—¿Quién demonios es usted?

—Prensa.

Disparó un par de veces y cambió de ángulo.

—Esto es propiedad privada. Deme la película inmediatamente.

—Que te jodan —espetó el fotógrafo sin separase la cámara de la cara.

Nic suspiró. Aquello estaba ya muy visto. Intentaban cabrearte para conseguir una instantánea mejor. Un puño amenazando a la cámara era el premio gordo. La gente pasiva no vendía.

—Vale. Pues dispara.

Y cruzándose de brazos le dedicó una brillante sonrisa, de esas que lucen los adolescentes cuando tienen un día sin clase.

El fotógrafo maldijo entre dientes. Eso no era lo que quería.

—¿Me vas a pagar? —preguntó Nic, pero no pudo decir nada más. Alguien se acercaba, seguramente del equipo de vigilancia. Y ya era hora. Tenían que estar controlando el perímetro. No deberían haber dejado que el fotógrafo se acercara tanto.

Miró a la figura que se acercaba a paso rápido por el camino. Rondaba los treinta, era fuerte, con un rostro poco corriente y pelo negro y liso. Llevaba una camisa de cuadros y unos vaqueros sueltos que le quedaban un poco raros, y las gafas negras tras las que se ocultaba parecían fuera de lugar. Costa no le reconoció, pero el fotógrafo sí.

—¿Tú? Ni lo sueñes. A este tío lo he encontrado yo, así que ya te estás largando de vuelta a la revista Time —terminó la frase con gran ironía, dibujando en el aire un signo de interrogación.

El hombre de la camisa de cuadros no dijo nada. Es más, no los estaba mirando. Tenía la vista clavada en la casa.

—Fuera de aquí los dos, antes de que os metáis en un lío.

Entonces siguió la dirección de la mirada del de la camisa de cuadros. Era la ventana lo que llamaba su atención. Sara Farnese estaba allí, presenciando aquella extraña confrontación como si intentara comprender qué pasaba.

De pronto se oyó un lamento del fotógrafo, una exclamación de sorpresa y dolor. El tipo de la camisa a cuadros había sacado una navaja de no se sabe dónde y le había pinchado en las costillas. El pobre fotógrafo se iba cayendo al suelo mientras con las manos se tapaba el pecho en un intento de evitar que la vida se le derramara en el polvo del camino.

Nic vio que el de la camisa a cuadros cambiaba de objetivo, primero miró a Sara y luego a él.

Algunas veces se pelea. Otras, se huye.

—La sangre de los mártires… —comenzó a decir avanzando hacia él.

Nic no se movió.

—Es la semilla de la Iglesia —concluyó por él la frase.

El tipo se quedó plantado a un par de metros de él, atónito, vigilante. Su respuesta no formaba parte del plan.

—Lo que estás viendo no es cierto —le dijo—. No la he tocado. Ha sido todo un montaje para hacerte venir hasta aquí, y ha funcionado —abrió los brazos en un gesto conciliador—. Dejémoslo así, ¿vale? Esto está atestado de policías.

El tío miró a su alrededor como diciendo ¿ah, sí? Estaba claro que algo iba mal. Ya deberían estar allí. No debería haber podido acercarse tanto.

Con un gruñido casi animal, el tío saltó hacia delante con una velocidad sorprendente, blandiendo la navaja roja de sangre en la mano derecha. Nic fintó hacia un lado esquivando el ataque y echó a correr. Estaba claro que no podía razonar con aquel hombre. Tenía que salir de allí, distraerle del herido, echarlo en manos del resto del equipo.

Pasó por entre los arbustos dejándose en ellos la piel de los muslos y respiró hondo, concentrándose en la velocidad de sus piernas y en el empuje de la brisa de la mañana. Apenas había dado cuatro zancadas cuando sintió un intenso dolor en el hombro.

Se tropezó con algo duro y cayó al duro suelo de tierra, golpeándose al hacerlo con una piedra. Aun así intentó alcanzar lo que tenía clavado en la espalda. La hoja se había hundido completamente y agarró la empuñadura. Conteniendo las ganas de gritar de dolor y de rabia pensó en arrancársela para poder seguir corriendo y alejarse de aquel lunático que parecía haberse materializado de las mismas piedras sedientas del terreno.

Tambaleándose se puso de pie y buscó a su alrededor. Una figura reverberaba en el horizonte. Se acercaba con rapidez.

Algunas veces se pelea. Otras, se huye.

Y otras, pensó Nic medio mareado por el golpe, no se puede hacer ni lo uno ni lo otro.

La figura se iba haciendo más grande y se preguntó qué más llevaría aquel hombre encima y dónde se habría metido el equipo. Un policía no se merecía morir como un santo. Resultaba inapropiado, casi sacrílego.

Cayó de rodillas al suelo. Cada vez le costaba más retener la consciencia.

Oyó voces. Gritaban. Sólo dos voces, y una de ellas familiar. Una de ellas… querida. En el estado en que se encontraba, no le daba vergüenza reconocerlo.

Se quedó tumbado boca abajo en la tierra reseca y compacta mientras la oscuridad le nublaba el pensamiento, y oía a Sara Farnese, que parecía estar rogando por su vida.