El abatimiento se palpaba en las pálidas facciones de Luca Rossi iluminadas por la luz de la luna. El hombre que había llevado hasta allí se negaba a entrar en la casa. Quería reunirse con Nic fuera de la granja, bajo la vigilancia del equipo policial que la protegía, pero de modo que no pudieran ser oídos. Rossi se lo iba explicando a Nic en voz baja y lastimera mientras caminaban.
—Deberías preguntarte qué hace un hombre como él aquí, Nic. ¿Por qué no nos dejan en paz?
Conocía la respuesta a esa pregunta, pero no quería dársela. Falcone tenía razón. Hanrahan tenía algo que ver en todo aquello, quizás no en nombre propio sino en el de la oscura figura del Cardenal Denney.
—¿Qué mal puede hacernos hablar?
Rossi le contestó con una mueca que parecía decir ¿es que nunca aprendes? El problema es que nunca se sabe con quién estás hablando en realidad.
Hanrahan estaba de pie junto al almendro que formaba parte de la valla de palos que una vez fue un aprisco de ovejas. Estaba iluminado sólo a medias por las luces de un Mercedes negro con matrícula del Vaticano, aparcado a unos escasos veinte metros de allí. Costa lo reconoció. Era uno de su parque móvil, símbolos conocidos de autoridad. Un conductor anónimo permanecía sentado al volante y la débil luz del aparato de radio se le reflejaba en la cara. Hanrahan llevaba una gabardina oscura a pesar del calor y fumaba un puro, y le bastó con la mirada para conseguir que se dispersaran los policías que tenían a su alrededor, incluido Rossi. Costa se acercó y le estrechó la mano que le ofrecía.
—Un sitio muy agradable —le dijo—. Un día será todo tuyo, supongo. Una casa muy grande para un policía.
—¿Qué quiere de mí?
Hanrahan lo miró.
—Un poco de gratitud no estaría mal. Me he arriesgado mucho enviándote esa cinta, Nic. Hay gente a la que no le haría la más mínima gracia enterarse de lo que he hecho.
—Gracias —espetó—. ¿Basta con eso? Llegó demasiado tarde. Ya teníamos un cadáver más, y ya sabíamos que Stefano Rinaldi no era el asesino.
Él se encogió de hombros.
—Quería prestaros un poco de ayuda. No podía saber lo que iba a ocurrir.
Sacó un paquete de cigarros, extrajo uno a medio fumar y le ofreció otro a Nic. Él lo rechazó.
—Un chico de hábitos saludables —dijo el irlandés con desenvoltura—. Eso dice todo el mundo. Y ahora tienes a esa mujer viviendo en tu casa. ¿Qué tal lo llevas? La he visto en la televisión. Es muy atractiva, y menuda vida la suya. He visto también el numerito que habéis montado, queriendo aparentar que hubiera algo entre vosotros dos. ¿De verdad crees que se lo va a tragar alguien, con tanto policía alrededor?
—¿Quién sabe?
No le gustaba aquel tipo. Era demasiado ambiguo. Hablar con él era como pescar anguilas.
—A lo mejor hasta os hacéis amigos. A cualquiera podría pasarle, aunque no puedo dejar de preguntarme por qué una mujer inteligente y atractiva como ella se comporta así. Yo soy soltero por decisión propia, pero los jóvenes… es todo por pura pereza. Cuántas vidas vacías. ¿Por qué?
Costa apartó con la mano el humo maloliente del cigarro.
—Se lo voy a preguntar sólo una vez más antes de volverme a casa: ¿qué quiere?
Hanrahan frunció el ceño.
—No te gusta charlar, ¿eh? Pues es una pena. Nunca podrás ser un buen diplomático. Es importante saber cómo tratar con la gente. Ir directamente al grano no tiene por qué ser el mejor camino. Tienes que aprender a ser paciente, a distinguir los matices.
Costa miró su reloj y luego a la casa, pero consciente de que no iba a irse, Hanrahan esperó.
—Ya te he hecho un regalo. Lo siguiente ya no será gratis.
—¿Y qué es lo siguiente?
Hanrahan tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con el zapato.
—Un nombre. Puede que sea el que andas buscando, pero no puedo estar seguro.
Nic intentó controlar la furia que crecía en su interior.
—Vamos a ver si lo he entendido —dijo despacio—. ¿Estamos hablando de un hombre que ha matado a cuatro personas y que conoce? ¿De verdad cree que puedes negociar con eso? Podría arrestarle ahora mismo por retener información y meterle en una celda hasta que hablara. Podría hablar con los periodistas que hay al otro lado de la casa y hacer que le sacaran hasta la cera de los oídos.
—¿Y por qué ibas a hacer algo así? —preguntó, sorprendido—. No diría nada, ni a ti, ni a la prensa. ¿Quién iba a salir ganando? Y además es sólo un nombre que no sé si puede serte útil o no. Sólo pienso que podría resultarte… productivo hablar con él.
—Por Dios, Hanrahan. ¿Y si mata a alguien más?
—Podría equivocarme de hombre. ¿Quién puede estar seguro?
—No puedo creer que pretendas hacer negocio con una cosa así. Es repugnante.
Hanrahan suspiró.
—Eres tan joven. Me parecía que hacía lo mejor acudiendo a ti en lugar de a Falcone, pero a lo mejor me he equivocado. A lo mejor debería dejar que siguieras tu camino, fuera el que fuese.
—Falcone puede estar aquí en diez minutos si es lo que quiere.
El irlandés frunció el ceño.
—No, creo que no. Ni siquiera has hecho la pregunta más evidente: ¿por qué?
Costa agarró a Hanrahan por la solapa y se lo acercó.
—Le he hecho esa pregunta nada más llegar. ¿Qué quiere?
Hanrahan se zafó de él y alzó una mano conciliadora.
—Perdón. Lo había olvidado. No te gusta charlar. Vayamos directos al grano. Hay un hombre en el Vaticano que necesita recuperar su libertad, y es una clase de libertad muy especial. Necesito que mires para otro lado cuando yo te lo pida. Nada más.
—¿Se refiere a Denney? No puede estar hablando en serio. ¿De verdad cree que puedes comerciar con eso?
Hanrahan parecía sorprendido.
—Se puede comerciar con cualquier cosa.
—¿Con un cardenal del Vaticano? Para eso no nos necesita a nosotros. Usted mismo puede dejarle ir. Hay un helipuerto detrás de esos muros, ¿no? Pues sáquelo por ahí y no me haga perder el tiempo.
—Nic —Hanrahan parecía desilusionado—, si fuera tan fácil, ¿no crees que a estas alturas ya se habría hecho? Aun en el caso de que el cardenal estuviera dispuesto a marcharse así, que no lo está, y seguramente tendrá sus buenas razones, el Vaticano no podría aprobar algo así. Hay demasiadas… conexiones. Lo único que él necesitaría sería una salida discreta al aeropuerto. Podríamos poner a su disposición un avión privado. Sólo tendrías que hacer la vista gorda durante cincuenta minutos, no más.
—¿Me lo está pidiendo en su nombre? ¿Le ha enviado él?
—No exactamente. Está pasando por un momento complicado. Gente que él creía que estaba de su lado está empezando a darle la espalda. Es un hombre ya mayor, y se siente confuso y un poco asustado. No te creas todo lo que se dice de él. Fue un buen sacerdote en su momento. Tú mejor que nadie deberías saber cómo es la prensa. ¿Acaso piensas que todo lo que se escribió sobre tu padre era cierto?
Nic se volvió a mirar a la granja. ¿Qué estaría pasando allí?
—Mi padre no es un ladrón. Y según he oído, Denney sí que lo es.
—Así que ya has decidido que es culpable, ¿no? ¿También eres juez y jurado en esto?
—No. Soy policía. Su caso lo he pasado a gente que ha llegado a esa conclusión.
Hanrahan se rio.
—¿Tú eres italiano, muchacho? ¿Es que no sabes que en este país nada es negro ni es blanco? No sabes lo que dices.
—Sí que lo sé. Y otra cosa: ¿y si Denney tiene algo que ver con los asesinatos? A lo mejor dejo escapar a un testigo material. O peor: a un cómplice.
Hanrahan dejó a un lado la ironía.
—Nic, te juro que el cardenal no tiene nada que ver con todo eso. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Sólo pretendo engrasar las ruedas de tu problema y del mío.
Matar dos pájaros de un tiro… cómo se parecían Falcone y aquel irlandés.
—Entonces, ¿Denney no conoce a Sara Farnese?
—¿Y por qué demonios la iba a conocer? —contestó, encogiendo su corpachón—. Te refieres a lo de la llamada al Vaticano, ¿verdad? Deja que te explique una cosa: hay cuarenta administrativos trabajando con la misma línea y que atienden a distintos cargos dentro del Vaticano, de modo que alguien contestó Despacho del cardenal Denney por error. Si vuelves a llamar, igual te sale el mío. Eso no implica que forme parte de todo esto, lo mismo que ni yo ni los otros que toman sus recados estamos implicados. Pero he estado revisando los expedientes de algunas personas que han trabajado en las oficinas, y quizás… no te prometo nada, pero quizás haya algo para ti. Nada tan obvio que puedas dejar a la puerta de Denney, desde luego. Es sólo un nombre —Hanrahan lo miró fijamente a los ojos—. Su historia puede resultarte interesante, pero no pienso regalártela, muchacho. No tengo por qué mover un solo dedo para ayudarte. No lo olvides.
Nic se alejó unos cuantos pasos y miró el camino de tierra. Los demás policías estaban fumando bajo el algarrobo que marcaba el límite de la finca. Parecían muy aburridos. Era absurdo pensar que alguien fuera a morder aquel anzuelo. Falcone estaba desesperado.
Se volvió y miró a Hanrahan.
—No estoy convencido.
—Entonces, olvidémoslo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Concierta una reunión. Denney y yo. En el Vaticano, por supuesto. Cuando y donde él quiera.
Los ojos de Hanrahan se iluminaron.
—¿Eso es todo?
—Por ahora —contestó Nic, y se dio la vuelta.
—¡Eh! —lo llamó, sujetándole con fuerza por el brazo—. ¿Lo dices en serio? ¿De verdad quieres que concierte una reunión entre un novato de la policía de Roma y un cardenal de la Iglesia Católica, un hombre al que todo el mundo quiere ver en la cárcel? ¿Cómo pretendes que le venda a él esa idea?
—Dile que quiero hablar de religión. Que estoy pensando en convertirme.
Y se alejó sin esperar a que Hanrahan le contestara.