Sara había accedido sin hacerse de rogar a trasladarse a la casa que Falcone le había propuesto: un lugar seguro y custodiado, en los alrededores más modestos de la ciudad. Por insistencia de Nic Costa, habían visto las noticias en la televisión de la comisaría antes de marcharse. Nic no quería que terminara viendo aquellas imágenes accidentalmente. También pretendía que comprendiera que los medios iban a seguirlos hasta la granja, aunque una vez allí quedarían bajo estricto control de los hombres de Falcone.
Ella vio las imágenes, el modo tan posesivo en que la llevaba, con su habitual pasividad y cuando Costa se disculpó, ella se limitó a contestar:
—Es tu trabajo, ¿no? Lo que no entiendo es por qué piensas que se va a presentar allí, y menos habiendo tanta policía y tanta prensa alrededor. Sería una estupidez.
—Es un jugador —contestó, intentando convencerse también a sí mismo—. Esperamos que no pueda resistirse a la tentación de echar un vistazo.
No podía darle una explicación mejor. Falcone estaba aferrándose a un ascua ardiendo. O quizás jugaba a algo que los demás no comprendían.
Le habló de su padre, sin ocultarle nada, mientras iban en el coche, y para sorpresa suya ella lo miró con una luz nueva en los ojos. Nueva y diferente. Una expresión de compasión quizás; incluso de comprensión.
—¿Qué quieres que haga? ¿Cómo hablo con él?
—No es fácil contestar a esa pregunta. Al menos, yo nunca he sido capaz de hacerlo. Trátale como si no hubiera nada distinto en él. Creo que eso le gustará. También le gusta divertir y que le diviertan.
El resto del viaje lo hicieron en silencio. Quince minutos más tarde, tomaban Vía Appia y salían al campo. Poco después, atravesaban la muralla de periodistas que se había conformado en la entrada de la granja.
Bea los esperaba en la enorme puerta del establo. Llevaba una blusa estampada con flores y un pantalón color crema. Tenía los brazos cruzados. Era obvio que no le hacía demasiada gracia tener a una desconocida en la casa.
—¿Cómo está? —preguntó Nic. Era la pregunta obligada.
—Muerto de hambre. O eso dice. Te está esperando.
—Siento el retraso. Tenemos una invitada —añadió mirando a Sara.
—Ya veo —le ofreció la mano y mientras se saludaban, la estudió abiertamente—. No dejes que ese demonio te convenza de que le sirvas una copa de vino. Bueno, ni eso ni ninguna otra cosa. Está enfermo, pero se le da de perlas manipular a los demás. Y ten cuidado con el perro. Es un poco borde con las mujeres. Debe ser cosa de familia.
La puerta estaba entreabierta y se oyó que rascaban. Una pata asomó entre el marco y la hoja y empujó lo suficiente para que un cuerpecillo pudiera colarse. Pepe vio a Bea e inmediatamente se sentó y comenzó a gruñir.
—¿Ves a qué me refiero?
Sara le acarició la cabeza. El animal la miró al principio con desconfianza pero luego levantó la cara y se dignó a ser acariciado. Tenía la combinación de colores típica de los terrier: blanco, marrón y negro, todo mezclado con el gris propio de la edad.
—Pues parece que te ha aceptado —dijo Bea, sorprendida—. Es un raro honor. Conozco a este chucho desde hace más de diez años y sólo en los últimos meses ha dejado de intentar morderme.
Sara sonrió y acarició al animal con cariño. Pepe cerró los ojos encantado.
—Los perros son más fáciles que las personas.
—Aquí vive la familia Costa —respondió Bea—, y lo de fácil no es aplicable. ¿Estoy en lo cierto, Nic?
—Totalmente de acuerdo —contestó, besándola en la mejilla—. Gracias, Bea. ¿Vas a venir mañana? No quiero que te sientas incómoda.
—No querría estar en ninguna otra parte —respondió, y Sara se dio cuenta de que no había sido capaz de mirarle a los ojos al decirlo—. Es por puro egoísmo, ¿sabes? No podrías impedir que entrara.
—Ni se me ocurriría intentarlo. Mi padre te necesita. Bueno, no sólo él. Todos. Siempre ha sido así.
—La lealtad del criado —dijo no sin cierta amargura—. Perdona, Nic. Yo…
Y salió hacia el coche moviendo pesadamente la cabeza. Sara se quedó mirándola pensando que parecía una persona muy intensa. Pero Bea necesitaba tanto a la familia Costa como ellos la necesitaban a ella.
El perro la miró también, ladró una sola vez y volvió a entrar en la casa. Sara le siguió y se fue directa a saludar a Marco Costa, que estaba en su silla de ruedas. Sonriendo, estrechó su mano. Nic se sorprendió de la capacidad que tenía su padre para charlar de cualquier cosa mientras le mostraba la planta baja de la casa, con el perro pegado a los talones. Una vez hubo dejado su equipaje en el piso de arriba, Nic le enseñó el resto de la casa. Sara iba a ocupar la habitación de Giulia en el piso de arriba, uno de los seis dormitorios que había en total, al extremo opuesto de la habitación de Nic. Tenía su propio baño y, como el resto de la casa, era segura. El único acceso era la enorme puerta del establo, ya que su padre había insistido siempre en que se mantuviera el sabor tradicional y auténtico a pesar de los inconvenientes. Y ahora Nic se alegraba de que así fuera, ya que facilitaba enormemente la vigilancia; y, por otro lado, se sorprendía a sí mismo al ver la casa con otros ojos ante el entusiasmo que había despertado el lugar en Sara. Cuando terminaron la visita, bajaron de nuevo y ella parecía más contenta que nunca. Aquello era algo desconocido para ella: un hogar.
Marco Costa se vistió para la cena con una camisa blanca impecablemente planchada por Bea, pantalones negros y pañuelo de seda al cuello para ocultar la cicatriz de una operación. Se había peinado cuidadosamente, pero las luces de la cocina le conferían a su rostro un aspecto cadavérico. Nic había crecido viendo el rostro de su padre de facciones rotundas, firmes y afectuosas, que la enfermedad estaba desdibujando con su castigo. La piel le colgaba como si algo le hubiera arrebatado la vitalidad que palpitaba bajo la superficie. Pero todo aquel deterioro era únicamente físico porque la personalidad de su padre, tan cálida cuando él lo quería así, y su inteligencia despierta y brillante, estaban intactas.
Los tres se sentaron a la mesa a cenar pasta y ensalada y Nic descubrió con sorpresa que él era el único que se sentía incómodo. Sara y su padre parecían haberse aceptado casi de inmediato, como si compartieran algún rasgo.
—Tienes una casa preciosa —dijo ella.
—La construimos nosotros mismos —contestó su padre con orgullo—. Al menos en su mayor parte. Todo es piedra local. Hay algunos trabajos de mampostería que el mismo Séneca podría haber tocado. Olvídate de todas las tonterías que dijo la prensa sobre el palacio de Marco el Rojo. Cuando compré esta tierra, nadie quería vivir aquí, y me costó una miseria. No me importa lo que pueda valer ahora. Lo que ves es lo que hemos creado con nuestro propio esfuerzo, sin ayuda de nadie.
—Desde luego —corroboró Nic—. Me pasé cinco años durmiendo en una habitación sin calefacción y con un baño que no tenía agua corriente. Tuvimos una educación muy proletaria.
—Y muy buena también —matizó su padre.
—Ya, pero tú creciste en un cómodo piso de protección oficial…
—Por eso precisamente sabía qué era lo mejor para mis hijos. Mira a tu alrededor, Nic. Conoces demasiado bien esta casa como para verla de verdad, pero yo recuerdo perfectamente lo que hemos trabajado en ella. Miro una pared y veo a tu madre preparando el cemento. Puedo tocar algo que tú emplasteciste cuando tenías trece años, y bastante bien, por cierto. Podrías haber sido un buen albañil. Pero es tu hermana la que trabaja con las manos. Luego te enseñaré sus pinturas. La vena artística la heredó de su madre. Él se parece más a mí.
Sara alzó su copa.
—Creo que ninguno de los dos tenéis de qué quejaros.
—Pues no —respondió Marco, mirando a su hijo con evidente orgullo—. Creo que no. Beber —añadió con añoranza, mirando su copa—. Otro de los placeres perdidos. Mi hijo me ha contado que tú no has tenido una casa como esta —comentó, mirándola a los ojos—. Que tus padres murieron cuando eras pequeña.
Ella se encogió de hombros y Nic reparó en que nunca parecía incómoda al hablar de sí misma, pero que lo que faltaban eran los detalles, que había que arrancárselos uno a uno.
—Ni siquiera recuerdo que viviéramos en la misma casa. Yo estaba en un internado en París cuando ocurrió el accidente.
—No puedo imaginarme algo así.
—Las monjas fueron muy buenas conmigo. Nunca me faltó de nada. Sobre todo dinero.
—El dinero y la felicidad llevan existencias separadas. Cuando estaba en política, conocí algunos de los hombres más ricos y más desgraciados de Italia. A cinco minutos de aquí vive gente que apenas tiene lo necesario y que no cambiaría su vida por la de nadie.
—Dinero con felicidad —intervino Nic—. Creo que ese es el objetivo.
—¿Ah, sí? —preguntó su padre. Parecía desilusionado—. ¿Por qué? El dinero es algo que puedes conseguir por tus propios medios, pero la felicidad sólo viene de los demás, siempre y cuando quieran dártela. Esa es mi experiencia. Y no puedes obligar a los demás a dártela, ni siquiera con dinero, a pesar de que haya muchos que piensen lo contrario. La felicidad hay que ganársela, y por eso es tan valiosa.
Sara se terminó la copa de vino y Nic volvió a llenársela. Iba vestida más informal aquella noche, con una camisa azul de dibujos exóticos y un pantalón oscuro. Parecía joven; incluso inocente. Y estaba relajada. La máscara que llevaba prácticamente todo el tiempo había desaparecido.
Se preguntó qué habría en su vida, por qué ningún hombre habría entrado en ella, y a pesar de que su instinto le recomendaba no hacerlo, se preguntó qué requisitos necesitaría un hombre para que le abriera las puertas. Porque habría condiciones previas. La sinceridad era la base de cualquier relación. Creía en ello con tanta firmeza que había sido la causa de la ruptura de algunas que había mantenido tiempo atrás. Querer a alguien exigía algo más que atracción física. Tenía que haber una unión, un pacto, una alianza contra los inexplicables y fríos vaivenes del mundo. Sin ello, todas las relaciones estaban condenadas a ser una sombra breve y somera de pasión. Algo que Sara Farnese parecía conocer bien.
—¿Para eso sirve la familia? —preguntó ella—. ¿Para dar ese amor?
—Básicamente sí. Y espero que nosotros lo hayamos conseguido. No a la perfección quizás, pero es que tampoco se trata de eso —miró a su hijo—. ¿Tú tienes alguna queja?
—Me obligaste a leer a Marx cuando tenía diez años.
—¿Y la Biblia habría sido mejor?
Reflexionó un instante antes de contestar.
—Seguramente no. Tenía diez años, así que no le habría sacado el jugo a ninguna de las dos cosas.
—Entonces, ¿dónde está el daño? De todos modos, yo no creo que las familias posean la formula mágica para proporcionar la felicidad. La familia puede curarte, pero también puede matarte cuando va mal —miró a Sara y al ver su reacción se apresuró a disculparse—. Perdona, Sara. He sido un estúpido.
—¿Por qué? —preguntó Nic—. Lo que dices es cierto. Deberías ver a algunas de las familias con las que yo trato en el trabajo.
—Pero la alternativa —dijo ella—, es quedarse en la mitad. Tú conoces lo mejor. Tú, lo peor. Yo no conozco ni lo uno ni lo otro. Es como estar… incompleta en cierto modo. Sois hombres afortunados los dos.
Los dos se miraron. La relación entre Marco y Nic no había sido demasiado cómoda, y ambos soportaban por igual el peso de la culpa y el resentimiento por algunas de las discusiones que habían mantenido a lo largo del tiempo. Pero en aquel momento se volvieron tonterías sin importancia.
—Tienes razón —contestó Marco, mirando su copa de vino con envidia—. Soy un viejo testarudo que siempre ha creído saber qué era lo mejor para el mundo. La convivencia conmigo no debe ser fácil.
—Y que lo digas —respondió su hijo—. Pero ese no era el problema. Era el hecho de que siempre teníamos que vivir a tu sombra. No podíamos dejar de ser los hijos de Marco el Rojo, el hombre que salía en los titulares de los periódicos. Nunca conseguimos ser individuos de pleno derecho. Éramos sólo parte de ti. Sé que esa no era tu intención, pero eso era lo que ocurría, y era difícil de soportar. Tener unos padres a los que quieres tanto que no puedes separar tu identidad propia de la de ellos es difícil.
Su padre se rio.
—¡Ahora lo entiendo! ¿Te das cuenta de lo que ha hecho esta mujer? Decirnos algo que deberíamos haber visto hace años. Os eduqué a los tres como revolucionarios, y ¿en qué os habéis convertido? Un policía, un abogado que trabaja en Estados Unidos y una artista. Y todo lo habéis hecho para poder decir: somos nosotros mismos. Me alegro por ti. ¡A por los malos, hijo!
Era la primera vez que su padre manifestaba aprobación por la carrera que había escogido.
—Y te doy las gracias —añadió Marco, alzando su copa en dirección a Sara—, por habernos sacado esto. Creciste en un convento. ¿Es tu labor de cristiana?
—¿Me preguntas si soy creyente?
—Exacto.
Daba la impresión de que nadie se lo hubiera preguntado antes.
—Pues supongo que sí. A veces voy a la iglesia. Rezo y me hace sentirme mejor, aunque no estoy segura de que exista un Dios. Si lo hubiera, estoy segura de que haría algo con este mundo. La vieja excusa de la libertad de los hombres para decidir no basta, aunque hay que reconocer que como explicación al por qué de la vida, a por qué hacemos lo que hacemos, tiene cierto sentido. Y son historias muy hermosas, al menos algunas de las que me leían en el convento cuando era niña. La belleza importa. No conozco nada mejor.
Marco se quedó mirando por la ventana con la mirada perdida en la oscuridad, pensando.
—Supongo que yo debería decir que es la política lo que debe regir esa libertad. Comunismo o social democracia. Pero creo que ya no tengo energías para ello.
Nic sintió una oscura premonición.
—¿En serio?
—Sí. Y no es por la enfermedad, Nic. Es por puro realismo. Lo que importa es creer en algo, en algo que no sea demasiado cómodo, que a veces no te deje dormir por las noches. Si eso es la religión, bienvenido sea. Nunca os llevé a la capilla que hay en la carretera, pero seguro que conoces su historia. Se supone que es allí donde Pedro se detuvo de camino a Roma y donde Cristo se le apareció. «Domine, ¿quo vadis?», le preguntó. Señor, ¿dónde vas? Y Jesús le contestó: A Roma, a que vuelvan a crucificarme. Es una leyenda, por supuesto, pero no por ello menos intensa. La iglesia de entonces no tiene nada que ver con la de ahora. Pedro se horrorizaría si viera lo que se ha construido en su nombre en el Vaticano. Aquellos hombres eran revolucionarios, intentaban cambiar toda Roma, y después, el mundo entero. Precisamente por eso los persiguieron. Sus creencias eran peligrosas y traicioneras. La historia de Quo Vadis trata de no rendirse, de no dar la espalda a los problemas, de no olvidar que otras personas han hecho muchos sacrificios para conseguir que tú estés donde estás. A veces, el mayor de los sacrificios.
Cerró los ojos brevemente y Nic se preguntó si tendría dolor.
—Nunca te he hablado de ello —continuó—, pero esa es la razón de que comprara este pedazo de tierra: que estaba cerca de esa capilla. Pensé que me serviría de recordatorio en los malos momentos, y así fue. ¿Y sabes otra cosa? Si yo hubiera vivido en aquellos tiempos, me habría unido a ellos. También habría sido cristiano. Puede que las cosas cambien algún día y la gente como yo vuelva a intentarlo, no lo sé. Pero lo que sí tengo claro es que todos necesitamos tener fe en algo.
—¿Y en qué crees ahora? —preguntó Sara con delicadeza—. ¿En lo que has creído siempre?
—Esa fe ya está muerta. Se suicidó antes de que alguien tuviera oportunidad de probar si habría llegado a funcionar.
Miró a su hijo.
—Mi fe está ahora en mis hijos. En este en particular. Un día Nic encontrará su vocación. Puede que sea en la policía, donde acabará con todos esos bastardos que dan mal nombre a este país. O puede que sea en cualquier otra cosa, no lo sé, pero tengo fe en que ocurrirá, aunque él mismo no lo crea.
Llamaron a la puerta.
—Yo voy —dijo Nic—. Demasiadas confesiones para una sola noche.
Le vieron ir hasta el portalón de la casa, sacar la pistola de la chaqueta que había dejado en el sillón y correr el pestillo. Hubo un intercambio de palabras entre voces masculinas.
—Alguien quiere verme —les dijo—, pero no quiere entrar en la casa. Se queda un policía en la puerta, pero no abráis. Yo entraré con mi llave. No es necesario que me esperéis.
—No te preocupes —contestó su padre señalando al perro—. Estamos protegidos.
Sara se echó a reír y Nic los miró a todos. El perro tenía la cabeza ladeada y también lo miraba. Le sorprendía que se sintieran tan cómodos el uno con el otro. Luego se despidió en voz baja y salió.
—¿Tú crees que se ha sentido incómodo? —le preguntó Marco a Sara mientras le daba los restos de comida al perro.
—Un poco. Me parece que necesita hablar contigo, y no puede hacerlo estando yo delante.
Él se encogió de hombros.
—Sara, si tú no hubieras estado presente, nunca habríamos hablado así. Ha sido la conversación más franca que hemos mantenido en años. Tú has sido el catalizador, y los dos te lo agradecemos.
Ella se sintió muy halagada.
—Yo no he hecho nada, pero si aun así ha servido de algo, me alegro.
Señaló la botella.
—Voy a tomar un poco de vino.
—No —dijo ella, quitándola de su alcance.
—¿Quién manda aquí, jovencita? Vamos, hombre, no le irás a negar a un moribundo un vaso de vino.
—A quien tienes que convencer de eso es a tu hijo, no a mí —contestó, y comenzó a quitar la mesa—. Si no quiere que bebas, sus razones tendrá.
—Entonces, un cigarrillo estará fuera de toda posible discusión, ¿verdad? Oye, que son medicinales.
—¿Cigarrillos medicinales?
—Estos lo son. Vienen de Marruecos. O de Afganistán, si lo prefieres.
Ella chasqueó la lengua y comenzó a meterlo todo en el lavavajillas.
—¿Hablas en serio? Pero si tu hijo es policía.
—Me calman el dolor. En serio.
—¡No!
—Madre mía —se quejó—. Relájate, que no me quedan. ¿Sabes una cosa? Eres la primera mujer que ha traído mi hijo y que no soy capaz de manipular. Qué ironía.
Sara volvió con una botella de agua mineral y sirvió un vaso para cada uno.
—Yo diría que no encajo en esa descripción. No estoy aquí en esas circunstancias.
Su expresión se endureció para aparentar enfado.
—¿Qué tiene de malo mi hijo? ¿No es lo bastante intelectual para ti? Deberías oírle hablar de pintura. De Caravaggio sobre todo. Eso es legado mío. Reconoce a un rebelde con tan sólo mirarlo, y sabe una barbaridad sobre él.
—Soy yo la que no pasa el listón, Marco.
—Ah. Piensas que te desprecia por todo lo que se dice por ahí de ti.
Ella suspiró.
—No me extrañaría. Yo creía que mi vida era normal, y ahora resulta que me ponen como si fuera una… una especie de viuda negra.
—Sandeces. Esas son cosas de la prensa, si haces caso a todo lo que dicen, te volverás loca. Tú sabes bien quién eres, y él también lo sabe.
—No del todo. Sigue desconcertado. Lo veo en su cara de vez en cuando. Y puede que tenga razón —añadió, haciendo girar su copa—. Me gusta ser independiente y no siento la necesidad de estar unida a alguien. Puedo estar con un hombre y dejarlo después sin más. No me preocupa.
—Qué cosas —protestó—. Los jóvenes. Creéis haberlo inventado todo. Querida, yo crecí en los sesenta. ¿Te imaginas cómo eran nuestras vidas? ¿Qué es ahora la promiscuidad comparada con lo que era entonces? Nada. La madre de Nic y yo pasamos por eso en los primeros cinco años de matrimonio. Puedes hablar de ello con Bea si quieres, que estaba también allí. Me sorprende que los chicos no recuerden algunas de las cosas que ocurrían entonces.
Pensó en Bea, que decía tanto sin pronunciar una sola palabra. Bea, que no se apartaba de su lado.
—A lo mejor sí que lo recuerdan y les da miedo hablar de ello.
—Podría ser.
—Bea sigue queriéndote. No sé si eres consciente de ello.
Él pareció sorprenderse.
—¿Qué? ¿Te has dado cuenta de eso, habiéndonos conocido hoy? ¿Y habiéndola visto a ella… cuánto? ¿Tres o cuatro minutos?
Tenía razón, pero ella estaba convencida. La devoción de Bea era evidente.
—Sí. Te quiere, y lamenta que fuera sólo algo pasajero. Ahí tienes la prueba, el legado de tu propia infidelidad. ¿Es que eso no significa nada?
—Tu propio argumento te ha derrotado. Yo he dicho que Bea estuvo allí, no que fuéramos amantes. Cuando empecé a darme cuenta de lo que Bea sentía por mí… ya sabes que los hombres somos infinitamente más estúpidos que las mujeres en esos asuntos. Para entonces la madre de Nic y yo ya nos habíamos dado cuenta de que esa forma de vida era una pérdida de tiempo. Estábamos casados, éramos amantes y éramos amigos también. Aliados. El resto era sólo una distracción. Nos volvimos monógamos porque quisimos, no porque necesitásemos poseernos. ¿Quién dice que no te ocurra lo mismo a ti?
—No me ocurrirá —sentenció.
—Estás hablando del futuro, Sara, y eso nadie puede saberlo. Ni siquiera una profesora de universidad tan lista como tú. Pero volviendo a lo que hablábamos antes, Nic tiene algo importante dentro, aunque no sé si lo va a dejar salir. Tiene esa rabia en su interior, la misma que yo sentía, pero la mantiene bien escondida.
—Porque tiene miedo.
—¿De qué?
—De perderte.
—Todos los hombres tenemos miedo de perder a nuestro padre. Es el momento en que te enfrentas con tu propia muerte cara a cara. Una parte de ti muere con él.
Sara se acercó a la encimera y se sirvió otra copa de vino para ella y un poquito para él.
—Hay más, Marco.
—No me digas que también lo sabes —contestó, algo molesto—. ¿Tú, la niña de convento que no ha tenido familia?
—Sé lo que siente. En cierto modo, es una persona transparente. Hay una parte de él que ya está herida, preparada para cuando llegue el dolor verdadero.
Marco tomó un sorbo de vino y apartó la copa.
—Entonces ya es hora de que madure. Hemos intentado ser su roca, pero incluso las rocas terminan por deshacerse. Cada cual tiene que encontrar su propia fuerza.
Sara se quedó escuchando. Se oían voces lejos. Una de ellas era la de Nic. Parecía enfadado.
—¿Sabes lo que pensaba que iba a ser mi hijo? —continuó Marco—. ¿Lo que de verdad me daba miedo que pudiera llegar a ser de mayor?
—No tengo ni idea.
—Cura. Era una idea que a veces no me dejaba dormir. No es que él mostrara ninguna inclinación, pero había algo en su manera de ser que… Yo me dedicaba a la política. Intentaba cambiar cosas grandes, no ayudar a las personas individualmente. No se pueden hacer ambas labores a la vez y, sinceramente, no se me daba bien. Pero Nic tiene ese don. Cuando te habla es como si sólo existieras tú, nadie más. Te mira y es capaz de oírte decir cosas que ni siquiera te atreves a decirte a ti mismo. Es una cualidad que tú también posees, de modo que no es una cuestión de educación. Puede que los dos seáis videntes. No sé.
Tenía razón. Nic poseía ese talento. Era lo que le había atraído de él desde el primer momento. Parecía tener las mismas heridas emocionales que ella.
—No te has bebido el vino.
Los ojos le brillaron un instante y en ellos vio por primera vez a un Marco Costa diferente, un hombre más joven, que sin duda debía haber sido un hombre atractivo y con un agudo sentido del humor.
—No me apetecía. Sólo quería verte servírmelo.
Un paño de cocina voló por la habitación y fue a aterrizar en su regazo.
—Bea me lo advirtió. Eres un viejo malvado.
Marco Costa se echó a reír, y los dos se miraron sorprendidos de la intimidad que habían alcanzado en tan sólo unas horas. Una intimidad basada en una necesidad no expresada, incluso quizás desconocida.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —le preguntó él, intentando no dar la impresión de que se lo estaba pidiendo. Aquella mujer era una presencia cálida y humana en aquella casa, especialmente porque se comportaba como si a él no le ocurriera absolutamente nada—. Bea es una amiga como quizás no la merezco, pero los viejos necesitamos tener gente joven a nuestro alrededor. Necesitamos absorber vuestra vitalidad como los vampiros.
—Mientras sea bienvenida…
Le había dado la espalda de modo que no podía verle la cara, y observando a aquella solitaria mujer recordó lo que su hijo le había contado antes durante una de las breves conversaciones referidas a aquel caso. Había una parte de Sara Farnese que quedaba fuera del alcance de los demás, una parte secreta que la definía. Nic creía que era precisamente allí donde se estaba quedando el poso de aquellas extrañas muertes. Marco no tenía modo de saber si eso era cierto, pero lo que sí comprendía bien era que ya no envidiaba a los jóvenes, ni a Nic, ni a Sara Farnese, porque todavía tenían que meter las manos en el fuego de la vida. Aún tenían que reconocer su existencia. Aunque quizás en el caso de ella no fuera así. Ya se había quemado, en más de un sentido.
—¿Quieres sentarte conmigo a escuchar música?
—Claro —contestó ella, sonriendo.
Marco acercó su silla al equipo de música y buscó un compacto en particular. Era de Dylan. Seleccionó el tema Idiot Wind y se sorprendió de que en 1975, cuando oyó por primera vez aquel grito de rabia y dolor, no hubiera sido capaz de entender de qué hablaba.