La publicidad, tanto la buena como la mala, era importante. Alicia Vaccarini lo había aprendido bien dos meses después de haber ganado su escaño parlamentario en Bolonia por la Alianza del Norte. Eso fue lo que tardó uno de las publicaciones locales en descubrir la verdad sobre su vida privada: la mujer que había sido profesora universitaria era también una lesbiana con una larga ristra de amantes, algunas de las cuales estaban encantadas de hablar al respecto por muy poco dinero. La Alianza del Norte tenía una posición muy firme sobre lo que consideraban comportamientos aberrantes: no los aprobaba. En la vorágine de un par de semanas había pasado de ser la triunfadora más festejada de su partido a ser un paria dentro de su propio grupo.
Cuando el organizador del comité central se presentó en su despacho para decirle que no iban a presentarla a la reelección al final del periodo de tres años para el que había sido elegida, ella se quejó amargamente:
—¿Por qué no me lo preguntaste?
Él se había limitado a mirarla fríamente a los ojos y a contestar:
—¿Por qué no me lo dijiste?
Sólo le quedaba un año antes de que el desempleo, la oscuridad, incluso la pobreza llamaran a su puerta. Tenía cuarenta y ocho años.
Pero Alicia Vaccarini era una mujer inteligente, profesora de económicas, una trabajadora del sistema. Sabía cómo obtener becas de Bruselas. Sabía entrar a formar parte de comités e intervenir en el momento exacto. Había trabajado para asegurarse el futuro. Formaba parte de distintas comisiones judiciales, municipales e incluso una que supervisaba las negociaciones preliminares para la fusión del cuerpo de Carabineros con la policía nacional. Se le habían presentado oportunidades y compromisos, sobre todo tras descubrir que sus decisiones tenían peso entre la gente de influencia, en los grupos interesados en conseguir una determinada cuestión. De cuando en cuando había hecho cosas que, en una interpretación rigurosa de la ley, podían considerarse ilegales, pero ese era el precio del pragmatismo en política, se decía. A pesar de lo que la Alianza del Norte pensara de ella, la habían elegido para cumplir un deber: servir a aquellos que la habían votado en Bolonia, y para subir un peldaño, o varios, en su carrera. Ambas cosas no tenían por qué ser contradictorias. Además, siempre hacía las cosas con mucho cuidado. Ninguna de las investigaciones en curso sobre corrupción la tocaban ni de lejos. En sus intervenciones siempre se había asegurado de que la recompensa no fuera obvia: un favor aquí, un regalo o un valioso servicio allá, incluso algún pago en el extranjero. Había cultivado nuevos e inesperados amigos, personas que nunca se habrían acercado a ella de haber permanecido en el rígido y frío abrazo de la Alianza. Personas con las que ella nunca habría tratado antes. De la derecha. De la izquierda. De los altos mandos de la policía o de las fuerzas de seguridad. Incluso del Vaticano. El mundo estaba lleno de personas que necesitaban una mano amiga en un momento determinado y que estaban dispuestas a ofrecer algo a cambio. Era razonable aceptar aquellos pequeños defectos en la fachada de la sociedad y, llegado el momento, utilizarlos para fines propios.
Aun así, el desempleo seguía siendo una sombra que se cernía sobre ella. Esperaba conseguir algo en Bruselas, quizás incluso como responsable de algún departamento menor, pero de momento no había conseguido nada, y los relaciones públicas a los que había contratado para que hablasen de ella en determinados círculos, creían saber por qué. Era un problema de perfil. Para el público en general seguía siendo la lesbiana de Bolonia que había mentido para conseguir ser elegida. Era lista, sí, y sabía cómo navegar en el sistema. En muchos aspectos era una gran trabajadora dedicada a la política, pero la mancha que suponía su sexualidad y el modo en que la había ocultado para obtener un beneficio personal seguía mediatizando la opinión que se tenía de ella. Sin una prensa algo más favorable, su futuro en la política era muy negro.
Aquella era la razón, la única razón por la que Alicia Vaccarini estaba sentada en aquel momento en Martelli’s, un restaurante que quedaba en una calle cercana al parlamento y que durante la semana era casi el comedor oficial de diputados, periodistas y medradores en política. Aquella tarde estaba desierto.
—Ni siquiera sabía que abrían los domingos —comentó, encendiendo un cigarrillo.
El periodista le había dicho que era de la revista Time, y una vez allí, Alicia cayó en la cuenta de que debería haber contrastado su identidad. Había gente con muy mala idea por ahí. Gente que llevaba grabadoras escondidas y que intentaban empujarte a hacer comentarios estúpidos para luego venderlos a la televisión o a la radio. Aunque quizás en aquel caso estuviera exagerando. Esa gentuza tenía horizontes muy limitados. Solían decir que trabajaban para periódicos pequeños, de tirada regional. Nada de las publicaciones importantes de Roma y Milán, donde sus identidades serían muy fáciles de contrastar. Pero decir que se trabajaba para la revista Time era harina de otro costal. Como pretensión era demasiado elevada, de modo que debía ser auténtica. Así que allí estaba ella.
El tipo debía rondar los treinta, iba vestido de domingo informal, con camisa rosa pálido y pantalones azules. No había nada digno de mención en su rostro, guapo pero insípido, con unos ojos oscuros e inteligentes y una sonrisa fácil y algo nerviosa. Sólo una cosa le llamó la atención: que la ropa parecía quedarle pequeña. Los músculos de los brazos se le marcaban en el tejido y su postura era algo rígida. Parecía un hombre que se hubiera visto obligado a realizar trabajo físico a su pesar, lo que le había hecho desarrollar un físico que no encajaba bien con su personalidad. Y también olía de un modo peculiar. A linimento, o a algún producto químico de los que se utilizan en los hospitales.
—Y no abren —contestó con una voz bien modulada y educada—. He aquí una prueba más del poder de los medios norteamericanos, diputada.
Ella se echó a reír y miró a su alrededor. Sólo había otra pareja comiendo en un rincón.
—Incluso podría llegar a creérmelo —bromeó.
—Pensé que le gustaría tener un poco de intimidad.
—¿Por qué? —preguntó, desilusionada—. Ya le he dicho por teléfono que si lo que anda buscando es una confesión, o si cree que voy a descubrirle la parte rosa de mi corazón al público, se ha equivocado de persona. Esa parte de mi historia ya se ha repetido hasta la saciedad, y estoy más que harta del tema.
Él alzó su copa de vino tinto.
—Yo también.
Brindaron. Estaba bueno aquel vino. La verdad es que le apetecía disfrutar precisamente de un buen vino. No había nada más que hacer aquella tarde en la ciudad. Hacía demasiado calor para pensar. El Parlamento estaba cerrado y el trabajo personal que la había retenido en la ciudad estaba terminado. Podía dejarse llevar por la pereza.
—Lo que yo quiero es hablar con usted. Pero con la auténtica Alicia Vaccarini. Quiero que me hable de sus creencias. De lo que quiere conseguir. De adonde cree que va a ir su vida cuando concluyan sus tres años como diputada electa.
—¿Y esa historia puede interesarle a la revista Time?
Él frunció el ceño y volvió a llenar las copas. El camarero llegó a la mesa y dejó dos platos de pasta.
—Me ha pillado, Alicia. Soy un fraude. Pero sólo hasta cierto punto. Todas las historias necesitan su etiqueta, y lo que la revista quiere en este momento es hablar de que en Europa ser homosexual ya no es un impedimento para desempeñar un cargo público. Necesito algunos ejemplos que lo demuestren. Y he de hacerle una pregunta: ¿qué habría sido de usted si fuera heterosexual? Si hubiera estado casada, tuviese hijos, y tuviera que trabajar las mismas horas que trabaja ahora.
—Ya.
Sacó una pequeña grabadora y la puso sobre la mesa. Luego cubrió la mano de Alicia con la suya. Una mano muy fuerte.
—Alicia, la gente como nosotros tiene que apoyarse.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿Me estás diciendo que eres gay?
—No irás a decirme tú que no te has dado cuenta.
—Pues no. Bueno, sí.
La verdad es que no sabía qué pensar. Era un hombre desconcertante. Si se paraba a pensar un poco, sí que podía imaginársele homosexual, pero ciertamente tenía que hacer un esfuerzo, y se preguntó si no sería un truco, si aquel tipo no sería en realidad un camaleón que podía alterar su apariencia según la necesidad del momento.
Apretó el botón de la grabadora y ella vio cómo las ruedecitas se ponían en movimiento.
—Háblame de ti. Cuéntame sólo lo que tú quieras. Cuéntame cómo has llegado a ser quien eres. En qué crees. Cuál es tu religión.
—¿Mi religión?
—Todo el mundo cree en algo, Alicia. Lo que pasa es que le damos nombres diferentes. Tú provienes de una familia católica. En algún momento de tu vida has debido creer.
Ella asintió. El vino le ayudaba a recordar. Hubo un tiempo en que se creía a pies juntillas todas esas viejas historias, un tiempo en el que le ofrecían consuelo durante las noches oscuras y solitarias de la niñez.
—Claro. Antes de hacerme mayor.
—Y más sabia.
—Yo no he dicho eso.
—Y luego te haces todavía mayor, y a veces vuelven aquellas creencias —hizo una pausa—. ¿Crees que eso te podría ocurrir a ti?
—¿Quién sabe? —contestó con languidez. El vino se le estaba subiendo a la cabeza, igual que aquel extraño joven, que no era homosexual, seguro, sino un buen entrevistador, capaz de adoptar la identidad que fuera necesaria con tal de hacer fluir la conversación.
—La duda es una virtud —dijo con firmeza mientras les servían el plato de carne: cordero asado con alcachofas—. Es mejor creer que saber.
Alicia se echó a reír.
—Podría ser. ¿De verdad eres periodista?
—¿Qué otra cosa iba a ser?
—Sacerdote, por ejemplo. Te imagino vestido de negro, en el confesionario. Escuchando.
Él dejó de comer un instante.
—Podría serlo, pero no hoy. Y no quiero oír confesiones, Alicia. Las confesiones son sólo quejas y lamentos —la miró a los ojos—. Las confesiones no van a reconstruir tu carrera. Sólo la verdad puede hacerlo.
—¡Sólo la verdad os hará libres! —exclamó, y decidió que iba a emborracharse. Era el día perfecto para hacerlo.
—Ciertamente —contestó él, muy serio—. Ahora, habla, por favor. De ti misma. De lo que quieres hacer.
Trajeron otra botella de vino. Después de la comida tomaron zabaglione y grappa, aunque Alicia tuvo la impresión de que era ella la que más bebía. Empezó a hablar, más libremente de lo que lo había hecho con nadie, ni en los medios ni fuera de ellos, sin preocuparse por la grabadora que estaba sobre la mesa. Aquel joven tan extraño, de modales considerados y monacales, era un compañero excelente, una tabla de salvación que escuchaba atentamente todo lo que le decía, criticando cuando creía que debía hacerlo, alabando cuando sentía que se lo merecía.
La tarde se esfumó increíblemente deprisa en aquel monólogo. Cuando él pagó la cuenta eran ya las cuatro. Alicia se sentía de maravilla, eufórica, liberada de una carga que inconscientemente había llevado durante años.
Salieron. El calor del día empezaba a ceder, pero aun así era tanto que todo parecía temblar ante sus ojos. Aquel barrio de la ciudad estaba desierto. No le apetecía volver a su pequeño y atestado apartamento de la Vía Cavour.
Su acompañante señaló el final de la calle.
—Hace una tarde estupenda. Tengo aquí el coche. ¿Te apetece que nos demos un paseo junto al río? Podemos tomar un café, o comernos un helado. Me encanta charlar contigo.
Ella asintió. Cada vez le gustaba más aquel hombre, de modo que le siguió hasta una calle lateral que quedaba en sombra. Hacía allí un frescor inesperado. Olía a humedad. Él estaba ya al lado de su vehículo, que resultó no ser un coche, sino una furgoneta pequeña con ventanas sólo en la parte de atrás, de esas que usan los pequeños comerciantes. Ya no sonreía.
Se acercó a él preguntándose a qué se debería aquel cambio de humor, porque estaba muy serio y la miraba de un modo que no reconoció.
Aquel extraño se sacó algo del bolsillo. Era una bolsa de plástico que contenía algo blanco y volvió a percibir aquel olor tan característico de un hospital.
Quiso echar a correr, pero había bebido demasiado. Quiso gritar, pero no había nada que decir, y nadie que pudiese oírlo.
El trapo blanco le llegó a la boca, el olor a hospital le inundó la cabeza y se preguntó estúpidamente por qué todo el oxígeno acababa de desaparecer del mundo hasta que de pronto una especie de oscuridad comenzó a apagarle el pensamiento, cada vez más, con una especie de rugido apagado, avanzando desde la periferia de su visión hasta devorar su consciencia.
Cuando se despertó, tras un desconocido periodo de tiempo, estaba en una habitación pequeña y muy iluminada, atada a una silla y rodeada de imágenes. Fotografías, cuadros, algunos tan extraños que no quería ni siquiera mirarlos para que su contenido no le penetrase en el pensamiento. Una música de Jazz sonaba a su espalda. Alguien tarareaba aquel solo tan difícil nota a nota.
Le habían amordazado fuertemente, tenía las manos sujetas a la espalda y las piernas atadas a las patas de la silla.
Intentó hablar, pero sólo consiguió emitir un patético gruñido. Una figura avanzó desde atrás. En la mano derecha tenía un largo cuchillo de carnicero y en la izquierda un afilador que deslizaba una y otra vez por el filo del cuchillo con indudable profesionalidad.
—Estás despierta —dijo—. Bien. Tenemos mucho de qué hablar y mucho que hacer.