Capítulo 21

Gino Fosse vivía en una torre de tres plantas que, en su opinión, bien podría aparecer en las páginas de una novela gótica. La estructura había sido construida en ladrillo color miel y estaba situada en la colina Caelia, en plena vía imperial de Clivus Scauri. Frente a ella estaba la mastodóntica basílica de San Juan y San Pablo, a la cual estaba adscrito en aquel momento como capellán, aunque prácticamente todo su tiempo transcurría en el hospital de San Juan, que quedaba a diez minutos andando de allí. No era lo mismo que trabajar en el Vaticano, pero la Iglesia sabía lo que hacía.

Se había sentido obligado a conocer algo de la historia del lugar en que vivía. La casa que llevaba un mes siendo su hogar formaba parte de la muralla Aureliana, construida en el siglo tercero después de Cristo y que intacta en su mayor parte rodeaba la zona más céntrica de la ciudad. A veces salía a correr con ropa deportiva para disimular su profesión y seguía la línea de la muralla hasta llegar a la gran puerta de San Sebastián para luego tomar la Vía Appia.

Inicialmente la estructura servía como torre vigía a lo largo de la línea de defensa de la ciudad. En la Edad Media había sido remodelada para proporcionar acomodo al creciente séquito eclesiástico que daba servicio a la importante basílica de la plaza. Giovanni e Paolo, aunque no era de las iglesias más demandadas por los turistas, era para Fosse una de las iglesias más interesantes de Roma. El exterior no tenía nada de particular, excepto el campanile, cuya sombra de la tarde entraba por las ventanas del primer piso de su torre. Debajo de la iglesia yacían siglos de rica historia, y en particular, una leyenda que le había cautivado desde que la conoció.

La historia de los mártires Juan y Pedro había sido consideraba apócrifa durante siglos, aunque pocos se habían atrevido a declararlo abiertamente. Ambos eran oficiales cristianos al servicio de la corte de Constantino. Tras la ascensión de Julián el Apóstata en el año 360 después de Cristo, se negaron a seguir ofreciendo sacrificios a los dioses paganos. Como consecuencia fueron decapitados, junto con una mujer que había acudido a consolarlos, en su propia casa de la colina Caelia, que más tarde fue el emplazamiento elegido para la basílica.

Lo mismo que el mito engendra al mito, la iglesia engendra a la iglesia. Siglos de construcciones y reconstrucciones dieron lugar a la mole formidable que dominaba la vista desde la torre de Fosse. Sin embargo cuando los arqueólogos, hombres ateos donde los hubiera, llegaron a estudiar la iglesia encontraron enterrados bajo sus cimientos los restos bien conservados de una antigua casa romana. Y tres tumbas cristianas con claros signos de haber sido muy reverenciadas desde un tiempo tan remoto como el siglo cuarto después de Cristo.

A veces Fosse llevaba visitantes privilegiados a las casas subterráneas y les mostraba las pinturas de las paredes. Siempre era una experiencia sobrecogedora, un sermón mudo sobre el misterio que era la vida humana y la ambigüedad de lo que en las universidades se consideraban como hechos.

El que fuera antiguo puesto de vigilancia había sido habitado desde el siglo quince por los servidores más humildes de la basílica. La modesta vivienda le ofrecía un salón, un dormitorio, un pequeño baño, todo ello en la primera planta de la torre, y la planta baja quedaba reservada para almacén. En la última planta había una habitación octogonal que Fosse consideraba un lugar reservado en exclusiva para él, cerrado incluso para los visitantes ocasionales a los que, para su fastidio, se les permitía el acceso a la torre.

El compositor di Cambio, quien escribió una composición coral descrita por Alejandro VI como «el ruido que los ángeles hacen en el paraíso», había vivido y fallecido en aquellas habitaciones en el siglo quince, y esa oscura conexión histórica, que Fosse encontraba inconcebible cada vez que se interpretaba en San Juan y San Pablo aquella aburridísima y monótona composición en el aniversario de la muerte de Di Cambio, significaba que la torre estaba en la lista de monumentos a los que se podía acceder previa solicitud en la correspondiente oficina del Vaticano. Y por lo tanto, de vez en cuando se había visto obligado a permitir que pequeños grupos de curiosos, principalmente norteamericanos, entrasen en su casa, donde se deshacían en exclamaciones de lo mono del sitio. El ritual terminaba echando un vistazo por las ventanas medievales del muro, estrechas y alargadas, que daban a la plaza y después con una disimulada consulta al reloj de pulsera de cada cual.

Nadie se había atrevido a preguntar qué había en la pequeña estancia del piso superior, y aunque lo hubieran hecho, él no les habría permitido entrar. Era parte del precio a pagar por lo que él consideraba un exilio. Además aquella intimidad era perfecta para su último y urgente encargo.

Eran las siete de la mañana de un encendido día de agosto. Su colección de más de trescientos discos compactos de jazz estaba desperdigada por el suelo en la pequeña estancia octogonal de la torre. A veces era difícil elegir. Dentro de nada tendría que salir para el hospital, a hablar con enfermos y moribundos, a asistir a operaciones vestido de quirófano, a ofrecer su apoyo a cirujanos y enfermeras. Pronto también, se vería obligado a pensar en otros asuntos, en los nombres que había recopilado, en cómo debía arrebatarles la vida.

Mientras escuchaba tranquilamente a John Coltrane en su Giant Steps, experimentó una especie de ingravidez. En las paredes había fotografías, el recordatorio constante y estremecedor de su deber. Allí estaban también las herramientas de su nueva profesión: las cuerdas, las drogas que había ido escamoteando del hospital para los casos en los que su fuerza considerable no bastara, la Beretta nueve milímetros que había robado en una visita al hospital militar cercano a San Juan, y los cuchillos: grandes y pequeños, de hoja ancha y estrecha, todos afilados tan delicadamente que podría creerse que no existía más que un átomo en su filo, un átomo que cortaría cualquier cosa que encontrara a su paso.

El hospital le necesitaba durante toda la mañana, pero a partir de la hora de comer quedaba libre, y tenía mucho que hacer.