Capítulo 20

—¿Por qué has hecho eso?

Sara Farnese iba vestida de negro: pantalones informales y camiseta de algodón. Parecía más joven. Y a la defensiva. Los de la prensa todavía no habían llegado, pero los pedigüeños, kosovares y africanos, siempre estaban allí. Sin pensar Nic le había dado varias monedas a un joven negro de ojazos asustados. Y ella parecía sorprendida de que no hubieran pasado de largo sin más.

—Costumbre de familia —contestó Nic—. Dos veces al día, todos los días. Por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si… supone alguna diferencia, me imagino.

La verdad es que nunca le había dado demasiadas vueltas a aquel hábito. Siempre eran sumas modestas de dinero, y la idea se la había inculcado su padre cuando eran muy jóvenes. Para él aquello era, pensó, un acto de fe; una prueba más de que su comunismo era una especie de religión disfrazada.

—Escúchame, Sara —la detuvo antes de entrar—. No tienes por qué pasar por esto. No aquí. Podríamos ir a la morgue y también podría ser una pérdida de tiempo. Quién sabe.

Ella lo miró con curiosidad.

—Entonces ¿por qué me has pedido que viniera?

—Ha sido cosa de mi jefe —contestó. Mejor no mentir, no fuera a darse cuenta—. La idea es suya. Cree que esto es más complicado de lo que parece a simple vista. Que no sabemos todo lo que debemos saber.

Sara comprendió, y en silencio contempló el jardín de San Clemente.

—He venido aquí a algunos conciertos. ¿Y tú?

—No soy muy aficionado a la música.

—¿Y a qué eres aficionado?

—A mirar cuadros. A correr. A intentar encontrarle sentido a las cosas. ¿Cuántas veces has venido?

—Tres o cuatro.

Nic asintió y ella suspiró, exasperada.

—¿También importa el número de veces que haya venido? ¿Crees que cada palabra que digo tiene otro sentido?

—En absoluto. Yo creo que nadie puede entender lo que está pasando, excepto el hecho de que parece haber alguna conexión que acaba conduciendo a ti. ¿Con quién viniste aquí, Sara? Puede que necesitemos saberlo.

—Ya —murmuró, y luego señaló la estrecha calle de San Giovanni. Un pequeño autobús eléctrico subía calle arriba por el empedrado, hacia el hospital que se encontraba al coronar la empinada cuesta—. ¿Has oído hablar de la Papisa Juana? Era una mujer.

—Yo creía que era sólo una leyenda.

—Seguramente. La leyenda dice que dio a luz en una casa de esta calle cuando iba a ceñirse la corona papal en Letrán. El populacho los mató, a ella y al niño, cuando se dieron cuenta de quién era. Leyenda o verdad, había una imagen de ella en una casa de por aquí, y en ella estuvo hasta el siglo dieciséis. Era la imagen de una mujer con los pechos desnudos y un niño en brazos. El Vaticano la hizo desaparecer, junto con otro retrato que había de ella en Siena.

—¿Por qué me cuentas esto?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizás porque pensé que ibas a comprender. La Papisa nunca existió. Su historia es apócrifa, como la de los primeros mártires, pero no importa. Es cuestión de fe. Se trata de que hay cosas que pueden ser ficticias y reales al mismo tiempo, después de un tiempo. En el caso de Juana, es verdad en lo que se refiere al lugar que ocupan las mujeres en el mundo. Cómo somos heroínas o rameras, vírgenes o prostitutas. A nadie se le ocurre que podamos ser otra cosa, algo intermedio, algo en lo que quizás seamos ambas cosas o ninguna. U otra completamente distinta.

—Hablas como mi padre —murmuró—. Lo siento. No pretendía juzgarte. Es que estoy un poco nervioso por todo lo que está ocurriendo. Por lo que hay ahí dentro y la razón por la que está sucediendo.

—Enséñamelo —dijo. Entraron en el interior oscuro de la iglesia y se dirigieron hacia el grupo que rodeaba al cadáver, cubierto ya con una sábana.

Falcone la miraba. Parecía estar ansioso por obtener información de ella. Olía a tabaco, y tenía una mota de ceniza sobre su impoluta camisa blanca del mismo color que su barba rala. Luca Rossi se movía inquieto, cambiando el peso de un pie a otro, y estaba acompañado por unos cuantos detectives a los que Nic no conocía. Teresa Lupo permanecía un poco al margen, observándolos a todos, registrándolo todo. Costa cada vez apreciaba más su presencia. Era una mujer honrada, y tenía un sexto sentido del que carecían los hombres.

—Señorita Farnese —la saludó Falcone, avanzando hacia ella con la mano extendida—. Le agradezco que haya venido. No tardaremos —miró a la patóloga—. Por favor…

Teresa se agachó junto al cuerpo y apartó con cuidado la sábana que cubría la cara del muerto. Sara Farnese se tapó la boca con una mano, cerró los ojos y respiró hondo antes de dejarse caer en uno de los bancos. Costa no pudo disimular su resentimiento al mirar a Falcone. Estaba disfrutando con aquel espectáculo, como si el dolor de aquella mujer tuviera en sí mismo alguna preciada característica que sólo él pudiera percibir. A Nic le sorprendió aquella reacción tan teatral. Quizás esperaba encontrarse con otro cuerpo bajo la sábana. Quizás fuese sobre todo de alivio.

Entró en la sacristía y volvió con un vaso de agua, se sentó a su lado y se lo ofreció, y ella aceptó agradecida. Falcone y los otros policías lo observaban todo con curiosidad.

—Lo siento —dijo él.

Ella abrió los ojos y lo miró. Era imposible discernir si había algo de amargura personal en aquella mirada.

—¿Por qué te disculpas? Sé quién es. ¿No me has traído aquí para eso?

Falcone dio un paso hacia delante.

—Por supuesto. ¿Quién es?

—Jay Gallo. Un guía norteamericano.

—¿Dirección? —preguntó Falcone, indicándole a Costa que tomase nota.

—En la vía Trastévere. No sé el número. Era un apartamento barato encima de un supermercado.

Falcone hizo una pausa.

—¿Y usted lo conocía… bien?

Ella suspiró y miró a Costa como queriendo decir que ya se lo esperaba.

—Estuvimos los dos en Harvard durante un tiempo, y cuando se trasladó a Roma, volvimos a vernos.

Falcone esperó, en vano, que ofreciera más detalles.

—¿Qué tipo de relación era exactamente la que mantenían?

—Pues, exactamente, durante un tiempo… unas semanas varios meses atrás, nos acostamos juntos. ¿Es eso lo que quería saber?

—Sólo quiero saber lo que pueda ser relevante para el caso —espetó Falcone—. Hay cuatro cadáveres, y tres de ellos habían sido amantes suyos. ¿Dónde encaja este? ¿Lo conocían los demás?

Debió parecerle una pregunta razonable porque se quedó pensando.

—No. No tenía contacto con la universidad, Stefano no lo conoció, y Hugh apareció mucho más tarde.

—Pero habrá hablado usted de él con otras personas.

—¿Por qué? —se sorprendió—. ¿Para qué? Estuve con Jay unas cuantas semanas y luego los dos decidimos que era mejor seguir como amigos. Hacía meses que no lo veía. Era un hombre agradable, pero a veces parecía desorientado. Bebía demasiado, y era demasiado inteligente para trabajar en lo que trabajaba. Se estaba dejando llevar y lo sabía. Era un hombre divertido, pero eso se acaba pronto cuando lo demás no funciona.

Falcone miró a Costa como queriendo decir: ¿ves la clase de tía que es? En cuanto se aburre, en cuanto tiene dudas, los deja. Y ahora, uno del montón a los que debe haber plantado quiere recuperarla.

—¿Y qué cree usted que está pasando, señorita Farnese?

—No tengo ni idea —respondió—. ¿A qué se refiere?

—¿Por qué están matando a sus antiguos amantes de este modo… como si fueran mártires o algo parecido?

—No se me ocurre ninguna explicación. Para mí es algo tan incomprensible como para usted.

—Sin embargo, usted debe conocer al responsable. Se trata de alguien que conoce los detalles íntimos de su vida. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Todo el mundo entiende lo que quiere usted decir —intervino Teresa Lupo, arriesgándose a despertar la ira del jefe—. El problema es el modo en que hace las preguntas. Yo le sugeriría que interviniera una detective femenina en este caso. Necesita alcanzar un punto de equilibrio entre el deber y el morbo.

—Gracias, doctora —contestó Falcone entre dientes—. Ya puede llevarse el cadáver. Quiero el resultado de la autopsia esta tarde.

Teresa suspiró y llamó a su equipo. Las ruedas de la camilla chirriaron sobre el suelo. Sara Farnese siguió con la mirada cómo levantaban el cuerpo tapado con la sábana, lo cargaban en la camilla y lo sacaban a la luz del sol. Habían quitado el ancla y la cuerda y lo habían dejado todo sobre el mosaico del suelo.

—San Clemente —dijo—. No me había dado cuenta. ¿Tenía ese ancla alrededor del cuello cuando lo encontraron?

—Como si fuera también un mártir —añadió Costa, observándola con atención.

—Ya te he dicho que esas historias son en su mayoría apócrifas. Y desde luego la de Clemente lo es. Y si la persona que ha hecho esto ha leído a Tertuliano, y supongo que sí, también lo sabe. Tertuliano escribió sobre Clemente y ni en uno solo de sus escritos mencionó el martirio. Es un cuento que se inventaron hacia el siglo cuarto.

—¿Y eso qué importancia tiene? ¿Qué más da si sabe que es una invención?

—Porque es cuestión de fe —intervino Falcone con una sonrisa—. El que ha hecho todo esto debe ser un hombre con un sentido equivocado de la religión. De hecho…

Teresa había vuelto a entrar y le interrumpió.

—No tenemos ni idea de cómo es ese hombre, y no deberíamos intentar psicoanalizarle. Lo único que sabemos es que un hombre que puede despellejar a otro ser humano no puede ser analizado bajo la lupa de Freud, por mucho que se intente. Puede mantener dos silogismos opuestos en su cabeza sin darse ni cuenta. Ya os lo dije anoche y os lo vuelvo a decir: es un hombre fuerte, decidido y poderoso. Un hombre con ciertos conocimientos médicos, o que ha trabajado en una sala de despiece. Olvidaos de lo que pueda tener en la cabeza porque su lógica es impenetrable y tendríais que estar tan locos como él para comprenderla. Hay que buscar hechos físicos.

Costa miró a Sara Farnese.

—¿Conoces a alguien así?

—No —contestó ella, mirando agradecida a la mujer de la bata blanca—. Pero quienquiera que sea, ha leído a Tertuliano. No olviden eso.

—Bueno… me parece que el trabajo más fácil lo tengo yo.

Y se alejó buscándose los cigarrillos bajo la bata.

—¿Qué más quieren de mí? —preguntó Sara Farnese cuando el equipo de Teresa Lupo se hubo marchado.

Falcone fue quien contestó.

—El nombre y la dirección de todos los hombres con los que haya mantenido relaciones sexuales desde que llegó a Roma.

—Eso es imposible. No puede pedirme que le haga una relación de mi vida privada.

Falcone se acercó tanto a ella que casi se rozaron.

—Señorita Farnese —le dijo en voz baja—, cualquiera que se haya acostado con usted es sospechoso. O víctima potencial. Necesitamos esos nombres, por su bien y por el de ellos. Estoy seguro de que lo comprende.

—Algunos están casados… esto es ridículo. ¿Cómo se sentiría si fuera usted uno de ellos?

—Contento de estar vivo.

Sara no supo qué contestar y Costa le tocó el brazo. No alcanzaba a comprender el abismo al que se asomaba su vida a cada vuelta del camino.

—Sara, es importante. Puedes hablar si quieres con una mujer del departamento. Todo será absolutamente confidencial.

—Vamos, Nic. No digas tonterías…

Tenía razón. Todos sabían que la información terminaba filtrándose. No tenía ni idea de los nombres que podían figurar en esa lista, pero era imposible garantizarle confidencialidad una vez entraran en la central. Aquellos casos habían despertado ya demasiado interés en los medios de comunicación y había mucho dinero pululando a la espera de conseguir alguna información que pudiera filtrarse de aquellos expedientes.

—Es también por su seguridad —insistió Falcone—. Quienquiera que sea ese hombre, lo sabe todo de usted. Puede que incluso pretenda impresionarla. O también puede ser que se trate de advertencias. Pero de una cosa estoy seguro: en algún momento se dará cuenta de que no está consiguiendo lo que desea y la hará responsable a usted. Y en ese momento, su siguiente víctima será precisamente usted, la fuente de sus desdichas.

—Yo no soy la fuente de las desdichas de nadie —espetó—. No tengo nada que ver en esto.

—Así es como él lo ve —dijo Falcone, a quien el orgullo no le permitía disculparse—. ¿A quién conoce en el Vaticano?

Había hecho la pregunta a la ligera, como si careciera de importancia. Costa se maldijo. Le había hablado de su preocupación sobre lo que había ocurrido aquella mañana en la biblioteca, y no tenía ni idea de que sus dudas inconexas se transformarían tan rápidamente en preguntas.

—¿Qué?

—Hemos sabido que hubo un intercambio de llamadas entre Rinaldi y alguien en el Vaticano. Al parecer, Rinaldi creía estar siendo vigilado cuando entraba en la sala de lectura, bien electrónicamente o bien por parte de alguien que estaba en la misma sala. Es importante conocer sus nombres.

—No hay nadie en el Vaticano con quien tenga una relación especial.

Su cara era una máscara pálida e impertérrita.

—Sin un poco de sinceridad… —Falcone se encogió de hombros—, va a continuar. No sé por qué se iba a detener aquí. Necesitamos nombres. Todos —y mirándola a los ojos, añadió—, necesitamos saberlo todo de su vida.

—Váyase al infierno —espetó.

Falcone sonrió, y Costa reconoció el momento. Le gustaba poner contra las cuerdas a la gente. Lo consideraba una victoria.

—Señorita Farnese, podría obligarla a cooperar. Podría ponerla en custodia preventiva.

—Señor —le interrumpió Costa, lo que le valió el impacto de la ira de su jefe—, todo esto va demasiado deprisa. Si le diéramos a la señorita un poco más de tiempo: si consigo que una detective femenina nos ayude en el caso…

—Todo son síes…

Costa hizo un aparte con él para que ella no pudiera oírlos.

—Mire, jefe, si la presiona no le dirá nada. Déjeme hablar con ella en otro sitio. Dele espacio para que pueda pensar.

Falcone se quedó pensativo unos segundos y luego asintió.

—A lo mejor necesita a alguien en quien confiar. Podría ser… —miró a Costa—. Hay un montón de periodistas ahí fuera. Sáquela de aquí y llévesela a tomar un café. Tráigala por la puerta de atrás dentro de una hora.

—De acuerdo.

Había algo más, y era extraño que Falcone no se decidiera a decirlo.

—¿Señor?

—Tienes razón —contestó, sonriendo—. Tengo una idea. Quiero que actúes un poco. Los periodistas creen que esta mujer es una loba, y vamos a seguirles el juego. Cuando salgáis, pégate a ella. Que parezca que hay algo entre vosotros.

—¿Me está pidiendo que…?

—Te estoy pidiendo que envíes un mensaje. Quiero que ese lunático os vea y piense que sabe quién anda ahora detrás de ella. Así podríamos tirarnos meses. Sería mucho más fácil si viniera a nosotros. A ti, para ser exactos.

—Señor…

—No te preocupes, chaval —sonrió—. Estaremos esperando. Tendrás fe en tu propio cuerpo de policía, ¿no?

Nic se alejó sin contestarle y con un gesto de la mano le pidió a Sara que lo acompañara a la puerta. Fuera, la jauría de periodistas de unos cinco metros de grosor era impresionante. Policías de uniforme se esforzaban por hacer respetar la línea del jardín. En cuanto la vieron aparecer, llovieron las preguntas. Eran gritos ininteligibles y desesperados de una masa informe que se revolvía sobre sí misma. Nic le pasó un brazo por los hombros y juntos desafiaron a la manada, pasando entre cámaras, micrófonos que casi les daban en la cara, sin dejar de avanzar en dirección a su coche.

Ella mantenía la mirada baja y él no soltó sus hombros ni una sola vez; incluso desafiaba a las cámaras mirándolas directamente, sonriendo en un par de ocasiones, y volviéndose después a mirarla a ella con un afecto que no le costaba ningún trabajo fingir.

Recordó entonces lo que le había contado acerca de la Papisa a la que habían asesinado cerca de allí. Una historia incierta, aunque quizás eso no importara. Se abrió paso entre la gente con la fineza de un jugador de rugby, protegiéndola a ella, sintiendo su cuerpo delgado y frágil a su lado, y después de un rato, un brazo que se le agarraba a la cintura.

Por fin llegaron al coche, consiguió abrir las puertas haciendo hueco a base de usar los codos. Ya eran libres.

Nic se volvió a mirarla. Estaba pálida y asustada, y se preguntó cómo habría sido capaz de desafiar a semejante mar de cámaras, y en lo rápidamente que había accedido a representar el papel que Falcone le había propuesto.

Ella lo miró sorprendida. Herida.

—¿Qué está pasando, Nic?

—No lo sé, pero no te preocupes. Lo descubriré. Como sea.

Ella se volvió a mirar por la ventanilla en aquel día asfixiante y abrasador, y Nic sintió que las mentiras eran ya un mar en el que a duras penas se mantenía a flote.