El teléfono sonó cuando acababa de ponerle a su padre el desayuno: fruta fresca, zumo de naranja recién hecho y un cóctel de pastillas.
—No te preocupes por mí —le dijo su padre en cuanto le vio colgar—. Bea llegará enseguida. Sobreviviré.
—Gracias.
—¿Qué te han dicho?
Su padre nunca le preguntaba por su trabajo. Era un pacto que había entre ellos, y a Nic le sorprendió el cambio.
—Ha habido otra muerte.
—¿Y qué? ¿Es que no tienen más policías?
—No es eso —contestó, aunque ni siquiera él tenía claro por qué le habían llamado—. Al parecer está relacionada con otras. Puede que sacáramos conclusiones precipitadas en el caso del Vaticano. Me parece que… —la mirada de su padre no se despegaba de él ni un instante. Marco Costa sabía perfectamente cuándo algo no iba bien— … que va a ser peor de lo que nos imaginábamos.
—Cuéntamelo… si quieres. Pero cuando vuelvas. Ahora… —cogió un bollito de pan de la mesa—, cómete esto en el coche. Nadie puede vivir sólo de fruta. Ni siquiera tú.
Quince minutos después, Nic Costa había aparcado al lado de la iglesia pequeña y vieja que quedaba cerca del Coliseo, en la estrecha carretera que conducía al palacio del Laterano, el primero de San Pedro. Nunca había dominado bien aquella parte de la ciudad. El Coliseo quedaba a unos dos o tres minutos andando; Labicana, una calle moderna y muy transitada, estaba siempre cargada de tráfico en dirección norte y en un corto paseo se encontraría en el tranquilo apartamento de los Rinaldi, en la vía Mecenate. En aquel barrio de calles adoquinadas había altos edificios de finales del siglo diecinueve a cuya sombra unos cuantos puestos callejeros conformaban el mercadillo que debía llevar funcionando allí al menos diez siglos. En conjunto era una zona tranquila y residencial que los turistas rara vez visitaban, y sin embargo sus calles albergaban una sorprendente colección de iglesias y plazas que parecían remontar al visitante a una ciudad distinta.
Seguro que Sara Farnese conocía bien aquella zona y sabría decir qué papel había jugado en la historia de Roma un muro o una cripta de aquellas. Pero él se sentía perdido, sobre todo en un momento como aquel, al entrar en el espacioso y elegante jardín rebosante de gente. El centro estaba ocupado por varias filas de asientos, quizás unos trescientos, colocados todos en dirección a un escenario de madera no muy elevado. El suelo estaba sembrado de programas baratos de la velada: Vivaldi y Corelli interpretados por una orquesta semi profesional de la ciudad. El concierto al aire libre había tenido lugar la noche anterior, lo cual había hecho que el descubrimiento de aquella mañana resultase todavía más sorprendente si cabe. A las ocho y cuarto, un dominico irlandés de nombre Bernard Cromarty, miembro de la orden que llevaba casi trescientos cincuenta años rigiendo los destinos de San Clemente, había abierto las puertas de la capilla para disponerlo todo para el servicio de la mañana. Y lo que encontró dentro lo empujó a abandonar a todo correr el interior oscuro y silencioso y a gritar aterrado en la calle pidiendo ayuda.
Nic estudió un instante el jardín. Cuántas cosas habían quedado sin recoger después del concierto. Luego respiró hondo y entró. Aquella iglesia era de mayor valor y más antigua que la de la isla Tiberina. Su interior era solemne y distinguido, con una decoración rica y serena, y el murmullo de las voces parecía el bisbeo de los monjes que reverberara en las paredes. En el centro de la nave, flanqueado por dos altos e imponentes púlpitos, había un coro antiguo que conducía a un altar someramente iluminado y que se alzaba por encima del nivel general de la iglesia. Un grupo de figuras que él reconoció estaban inclinadas sobre algo que quedaba fuera de su vista y que estaba en el rincón más alejado. Falcone estaba erguido, vestido con unos vaqueros caros, de esos que incluso desde aquella distancia parecían pregonar su precio a gritos, y una camisa blanca como la nieve. Era domingo, y a lo mejor había acudido allí desde algún evento social que él ni siquiera podía imaginarse. El jefe había estado casado, pero hacía años ya que se había divorciado y según decían los rumores, ahora iba de flor en flor. Y con bastante éxito, al parecer.
A su lado estaba Luca Rossi, frunciendo el ceño, concentrado. El punto de atención de aquella parte de la iglesia era el pequeño ataúd colocado ante el altar, bajo un baldaquino sostenido por delicadas columnas. Pero aquella mañana no era ese objeto el que llamaba la atención. Delante del ataúd, rodeado de velas a punto ya de agotarse, había un hombre desnudo. Estaba tumbado de lado, las piernas encogidas, dobladas por las rodillas como si estuviese agachado, los brazos extendidos y doblados hacia arriba, con las manos juntas en actitud orante. Tenía los ojos y la boca abiertos, lo que le confería una expresión de sorpresa muda, como si se hubiera encontrado con algo inesperado en plena noche, algo que le hubiese robado la vida.
Era rubio y tenía el pelo mojado y pegado al cráneo. Su cara mostraba signos de lucha: moratones oscuros, un ojo hinchado y varias heridas abiertas. Al cuello llevaba un cabo grueso del que colgaba un ancla pequeña y oxidada de las que se utilizaría por su tamaño en una lancha neumática, y había sido colocada en el suelo, a su espalda.
Teresa Lupo estaba ya ocupada con el cadáver. Llevaba puestos los guantes y con sumo cuidado estaba metiéndole un dedo en la boca para acercarse a oler. Arrugó la nariz. Luego, como si tal cosa, agarró un brazo e intentó moverlo. Ofrecía resistencia.
—¿Y bien? —preguntó Falcone. De pie junto a él había un sacerdote de rostro severo, de más de setenta años, una hermosa mata de pelo blanco y unos ojos grises muy tristes. Los observaba con desconfianza, como si la iglesia y todo lo que ella contuviera fuesen de su propiedad.
—Agua salobre —contestó ella—. La concentración de sal es muy elevada. No olería así de haber estado en el Tíber. Ha tenido que ser en otro sitio. Un estuario o algo así. Podré decirle más cuando lo traslademos y le haga la autopsia.
Falcone miró la cara del muerto.
—¿Cuándo murió?
—Hace varias horas. Es evidente que hay rigor mortis. Debieron traerlo aquí por la noche, o esta mañana temprano.
Rossi miraba el cadáver con tristeza.
—¿Cómo es posible, padre? Anoche había aquí un concierto, ¿no? ¿Cómo iban a poder meter en la iglesia un cadáver?
—Hubo un concierto, sí —contestó el sacerdote, al que parecía haberle agradado la inesperada delicadeza de la pregunta de Rossi—. Vendimos todas las localidades. Yo he estado aquí hasta esta mañana, ayudando a limpiar y a recoger.
—Entonces, ¿cómo ha podido ser? —preguntó Falcone.
El sacerdote negó con la cabeza y clavó la mirada en el suelo.
Nic señaló con la cabeza hacia el jardín inundado de sol que tenían a su espalda. Algo grande, brillante y negro estaba apoyado contra el muro.
—¿Qué hace eso ahí? ¿Por qué se iba a dejar la caja de su instrumento un músico?
Maldiciendo entre dientes, Rossi salió y cargó con la caja sin tocar el asa. Debía pesar muy poco, a juzgar por cómo la llevaba. Entró de nuevo en la nave y lo dejó sobre el suelo de piedra. Falcone se agachó, sacó un abrecartas de un maletín de piel y fue abriendo los cierres del perímetro de la caja. Cuando terminó, abrió la tapa. La caja estaba vacía. El terciopelo rojo del forro estaba empapado de agua y olía a sal y a agrio.
—Sigo sin entenderlo —dijo Falcone—. No podría haber dejado aquí un cuerpo desnudo mientras ustedes estaban recogiendo. Y más tarde la iglesia estaba cerrada.
—Desde luego —corroboró el cura—. Hay muchas cosas de valor aquí.
—¿Hay cámaras? —preguntó Costa esperanzado, pero el hombre volvió a negar.
Teresa Lupo hizo una señal para que entrasen a retirar el cadáver, y dos de sus hombres se acercaron empujando una camilla a la que le chirriaban las ruedas. Luego ella se acercó a la caja y se quedó al lado de Rossi.
—Bueno…
—¿Bueno, qué? —preguntó Falcone de mal humor.
—¿Nadie va a preguntarme cómo murió?
Los detectives se miraron el uno al otro. Era obvio.
—Al pobre lo mataron a palos, ¿no? —sugirió Rossi.
—Le dieron una buena paliza, sí, pero no creo que fuera esa la causa de la muerte. También podría equivocarme. Mejor preguntadme cuando haya hecho la autopsia —se quitó los guantes de plástico y sonrió—. Sois increíbles, chicos. Nadie más me proporciona un material tan interesante.
—¿Qué quieres decir? —tronó Falcone.
—Que se ahogó. A la fuerza y en aguas poco profundas. Seguramente de menos de un metro, lo que explicaría la cantidad de sedimentos que tiene en la boca que me van a proporcionar una información bastante precisa. La combinación de barro y agua salada… su procedencia no puede ser difícil de localizar. Lo ahogaron y después, por alguna razón, le colocaron el ancla una vez estaba ya aquí, después de haber encendido las velas. No podría ser de otro modo porque es un ancla que no pesa lo suficiente para hundir a un hombre, y el cabo es demasiado largo como para ser de utilidad en la poca profundidad de agua de la que hablamos. Esto es sólo simbólico. Parte del cuadro que se supone estamos contemplando.
Costa no podía apartar la mirada del sacerdote. Tenía los ojos cerrados, se había santiguado y estaba rezando en silencio.
—Padre —le preguntó cuando vio que había terminado.
—Diga.
Nic hizo un gesto que abarcaba toda la iglesia.
—Aquí hay más anclas. Las he visto esculpidas en la piedra de las columnas y en las pinturas de las paredes. ¿Qué significan?
—¿Ninguno de ustedes lo sabe? —preguntó el sacerdote en tono desabrido—. ¿Adónde vamos a llegar?
Falcone lo miró con impaciencia.
—Si tiene usted alguna información que nos pueda ser de utilidad, padre…
El hombre chasqueó la lengua.
—Tantos profesionales y tan pocos conocimientos. Esta es la iglesia de San Clemente, el cuarto Papa de Roma —explicó, señalando a la tumba que había delante del altar, detrás del cuerpo desnudo—. Sus restos reposan aquí desde hace casi dos mil años. ¿Es que no saben nada de él? San Clemente murió martirizado. Lo encontraron con un ancla colgada del cuello —señaló furioso el cuerpo que había en el suelo—. Esta… abominación es un insulto directo y deliberado a su memoria. Es el trabajo de un loco.
Nic se quedó pensando. Si era un loco, tenía un conocimiento muy preciso de la teología y un propósito perfectamente bien definido. Y además, había algo parecido a la devoción en la violencia.
—¿Tiene idea de quién puede ser el muerto? —preguntó Falcone.
—No —respondió el cura.
Luca Rossi se encogió de hombros, lo mismo que el resto de los presentes.
Falcone posó su mirada de tigre en Nic.
—No vamos a mover nada de aquí. Llámala. Tráela aquí inmediatamente. Ve tú mismo a buscarla si es necesario.
—¿A quién?
—A la Farnese. Quiero que vea esto antes de que se mueva nada. Quiero saber si lo reconoce. Lo que piensa.
—Señor…
Nic iba a contradecirle, pero en realidad tenía razón. Al menos tendría que ver una fotografía del cadáver. Había demasiadas coincidencias para ignorarlo. Aun así, había fórmulas menos traumáticas. No era necesario arrastrar hasta allí a Sara Farnese y hacerle contemplar aquella escena.
—¿Por qué no la llevo a la morgue? —sugirió—. Sería casi lo mismo, ¿no?
—Ya me has oído —replicó Falcone, y salió al jardín a hacer una llamada.
Luca y Nic se quedaron solos.
—Hemos metido la pata, ¿verdad? —masculló Rossi—. Nos hemos precipitado y nos hemos dejado llevar por lo evidente.
«Todo estaba allí», se dijo Nic. Esperándolos en aquel cuarto de la isla Tiberina, con su fétido olor a muerte. Me encontré un hombre con siete esposas…
—Eso parece.
Tenía la impresión de que Rossi estaba esperando algo así desde el principio.
—¿Sabes una cosa? —continuó Rossi—. No hemos dejado de buscar hechos, y eso es sólo la mitad del trabajo. La otra mitad consiste en buscar mentiras, en descubrir lo que se oculta tras ellas.
—Yo me ocupo de Sara Farnese —dijo Costa—. Dile a Falcone que me de treinta minutos.
Y salió al calor del mes de agosto preguntándose qué iba a decirle.