Cinco minutos después de que Teresa volviera del lavabo, Costa se despidió de ella y de Rossi y se marchó. Su compañero estaba en lo cierto. Había una razón práctica por la que debían encontrarse los tres aquella noche. Pero también había otra razón implícita, algo de lo que él no debía ser testigo: Luca y Teresa estaban empezando a intimar.
Tuvo que soportar el denso tráfico del sábado por la noche en las calles más iluminadas de la ciudad para poder llegar después a la oscuridad de las afueras. La noche estaba clara, inundada de luz por la luna llena, y aun con las ventanillas bajadas, el interior de su viejo Fiat era un auténtico horno. Bordeó la mole iluminada de la puerta de San Sebastián, y tras circular un par de kilómetros por la Vía Appia tomó la salida que conducía a su casa. Sorteando baches llegó al tosco techado que, apoyado como un borracho contra el muro, servía para aparcar el coche.
Bajó y respiró hondo el olor del campo: arbustos sedientos, polvo y la fragancia distante del tomillo silvestre. Las chicharras alborotaban entre la hierba seca que tenía bajo los pies y la silueta negra y rápida de los murciélagos que gritaban frenéticos era lo único que rompía el perfecto cielo nocturno.
La casa era una vieja granja situada en tierra de nadie entre la vieja Vía Appia y la moderna Vía Appia Nuova. Recordó lo que le había dicho a Sara Farnese delante del altar de la iglesia de la isla Tiberina. Una familia era como un refugio en el que guarecerse del mundo, un muro que repelía la locura. No podía imaginarse cómo sería carecer de esa referencia, ni comprender cómo alguien era capaz de sobrevivir ni un solo día sin tener un lugar así, un refugio sagrado en el que la alegría y la esperanza, el miedo y la tragedia se entremezclaran y se hicieran controlables merced a los sentimientos y a la preocupación de unas personas por otras.
La luz estaba todavía encendida. Marco Costa estaba dormido en su sillón del salón y Pepe, el terrier pelmazo al que su padre tanto quería, estaba tumbado a sus pies, hecho una bola. Nic recordaba perfectamente al animal desde que era un cachorro. Se lo compraron cuando murió su madre. En aquel entonces le sentó fatal, pero su padre no se equivocó. La incesante necesidad del animal de amor y de atenciones, y el modo en que devolvía todo ello a su vez, consiguieron que los meses siguientes al fallecimiento de su madre fueran soportables. Pero ya los años estaban cobrándose venganza en su padre y en el animal con la misma brutalidad.
Giulia, su hermana, había dejado una nota en la cocina, donde su padre no pudiera encontrarla. Se había ido a Milán en un viaje de trabajo que duraría una semana. También habían recibido una llamada de su hermano Marco, el mayor. Vivía en Washington y llevaba fatal la distancia. Era abogado, y su trabajo apenas le dejaba tiempo para ir a visitarlos. Asistir al lento proceso que estaba siendo la muerte de su padre era bastante difícil estando cerca, cuanto más viviendo al otro lado del océano.
Nic iba a quedarse con él todas las noches durante la semana que su hermana iba a estar fuera; Bea, que había sido secretaria de su padre cuando se dedicaba a la política y a la que le unía una sólida amistad, se ocuparía de él durante el día y también si Nic tenía que salir por razones de trabajo. A Giulia no le hacía ninguna gracia tener que marcharse, pero también necesitaba tomarse un descanso. Leyó el resto de la nota. Su padre se había tomado las pastillas refunfuñando como siempre. Tenía muchos cambios de humor. Los médicos habían dicho que… Giulia parecía haber flaqueado al escribir aquellas últimas palabras… quizás semanas. Meses, ya no.
Cerró los ojos y sintió enormes deseos de gritar. Su padre tenía sesenta y un años, le sacaba una cabeza de estatura y toda su vida había sido fuerte como un toro. Incluso hubo un tiempo en que se enfrentó a los sindicatos más duros de Turín y salió victorioso. Pero aquella insidiosa e invisible enfermedad le estaba devorando, dejándole reducido a un cascarón vacío y débil. Qué injusto era, a pesar de lo que dijeran los médicos sobre sus malos hábitos, pasar en tan sólo un año de tanta fortaleza a tanta fragilidad, una transformación cruel para Marco Costa y para aquellos que lo querían. La de su padre era una enfermedad implacable y sin posibilidad de tratamiento, algo que a Nic le estaba costando mucho trabajo aceptar.
Se oyó un ruido en la cocina. Era Bea, que salía con dos copas de vino. Todavía era una mujer atractiva, de buen porte, pelo corto y castaño, avispados ojos azules y lengua afilada cuando era necesario. Gustaba de vestir colores alegres, y en aquella ocasión llevaba un pantalón crema y una blusa de seda naranja, que adornaba con unas discretas piezas de oro en el cuello y las muñecas. Era un poco más joven que su padre, unos cincuenta y cinco, y no se había casado nunca. La relación que mantenían su padre y ella siempre le había llamado la atención, y de su niñez conservaba algunos recuerdos que, aunque imprecisos, sugerían que Bea había sido para su padre algo más que una amiga. Acompañarle en su enfermedad era para ella un deber, algo que no podía dejar de hacer. Desde la puerta le hizo una seña para que volviese a la cocina y que su padre no pudiese oírlos.
—No te creas todo lo que ponga ahí —le dijo, señalando la nota con un gesto de la cabeza.
Él dejó la copa de vino sobre la mesa y se llenó un vaso de agua.
—Bea, los médicos…
—Un puñado de embaucadores y charlatanes.
—Pero…
—Pero nada. Mi padre tuvo la misma enfermedad que el tuyo, y también era el mismo tipo de persona que tu padre. Por supuesto que la enfermedad es lo que les mata al final, pero los hombres como ellos mueren cuando deciden dejar de luchar, cuando piensan que ya no hay razón para seguir viviendo.
—Lo sé.
Ella lo miró muy seria. Su respuesta había sido demasiado rápida.
—¿Crees que me engaño? Óyeme bien: si Marco no encuentra razón por la que seguir viviendo, mañana estará en un ataúd. Pero si algo lo retiene, y hay algo que lo está reteniendo en este momento, estará con nosotros por lo menos hasta Navidad.
Bea tenía un pequeño piso en el Trastévere. Siempre decía que lo iba a vender para volverse a su tierra natal, Puglia, y Nic había llegado a comprender durante los últimos meses cuándo llegaría ese día: cuando muriera su padre.
Tomó sus manos, manos jóvenes aún, de dedos largos y suaves.
—No sé cómo darte las gracias por lo que haces, Bea.
—Pues no lo hagas. Dedícate a él, Nic. Este tiempo lo recordarás siempre, y hay cosas que se deben decir; de lo contrario, lo lamentarás toda la vida. A lo mejor también hay cosas que debes hacer… no sé. Para una mujer es muy difícil comprender la relación entre un hombre y su padre. Incluso creo que hay padres e hijos que tampoco la comprenden. En fin… —recogió el bolso y sacó las llaves del coche—. Se acabó el sermón. Mañana vendré a la misma hora.
Nic la vio marchar intentando recordar las imágenes que tenía guardadas de ella cuando era joven. Había sido una mujer hermosa, una presencia alegre y llena de vitalidad en su familia. Incluso hubo un tiempo, cuando tenía siete u ocho años, que creyó estar enamorado de ella. El perfume que utilizaba, la misma fragancia intensa que seguía llevando, despertaba siempre sus recuerdos. Seguía teniendo un aire exótico en el que su padre no parecía haber reparado nunca. Aquella mujer era un misterio. Nunca hablaba de ningún hombre en particular, ni parecía necesitarlo. Marco Costa y la causa habían sido su vida, y ahora el uno se estaba muriendo y la otra estaba ya muerta hacía tiempo.
Volvió al salón donde su padre seguía durmiendo. Era tarde. Con cuidado se agachó para cogerlo en brazos. Era increíble lo poco que había llegado a pesar.
Cuando estaban entrando en el dormitorio, la respiración de su padre cambió y abrió los ojos despacio.
—Deberías andar persiguiendo mujeres —le dijo con una voz que acarreaba la aspereza de toda una vida de fumador. Nic lo dejó en la cama de sábanas blancas y recién planchadas por Bea.
—Ya lo he hecho.
—Y unas narices —espetó y sonrió a un recuerdo—. Te han perseguido a ti, que no es lo mismo. Lo he visto en la televisión. Sé cómo corre mi hijo aunque lleve una gabardina de mujer.
Era el cuerpo lo que le fallaba. Su cabeza estaba tan despejada como siempre.
—¿Y ellos también se han dado cuenta de que no era ella?
—No —se rio, y su cara se llenó de mil arrugas, como si tuviera ochenta años—. A lo mejor debería llamar y ganarme un dinerito con la exclusiva. No sé de dónde has sacado esa vena tan teatral. Desde luego, de mí, no.
Nic comenzó a desabrocharle la camisa, pero su padre le dio en la mano.
—Puedo hacerlo yo solo. No soy un paralítico. A Bea también tengo que estar diciéndoselo continuamente.
—Ya sé que no eres un paralítico —contestó—. Y Bea también.
Su padre lo miró con curiosidad.
—Ella lo sabe todo, Nic. Es de la familia. En cierto modo siempre lo ha sido, aunque yo sea un idiota y nunca se lo haya dicho.
—Yo creo que ya lo sabe. La tratas fatal.
—Si me mimas como si estuviera inválido, tengo el deber de ser exigente.
Nunca se rendía. Nunca daba nada por perdido. Era parte de su encanto y parte de su complejidad.
—Pues lo estás haciendo muy bien.
Su padre se puso serio.
—Es de la familia. Cuando llegue el momento, quiero que esté cerca. Lo digo ahora que puedo. A lo mejor después me es imposible.
Él asintió.
—Bea estará aquí —le prometió, y se apartó de la cama con la excusa de colocar unos papeles sobre la mesa cuando en realidad no quería que su padre viera que se le habían humedecido los ojos.
Aquella habitación era antes el estudio, hasta que la enfermedad de su padre y su incapacidad para subir escaleras la había transformado en su dormitorio. En ella seguían palpitando los recuerdos de la infancia de Nic. Seguía decorada como siempre lo había estado, con aquellos llamativos carteles comunistas, el busto de Gramsci, el héroe de su padre, y la pieza favorita de su madre: la cabeza clásica de un hombre vuelto hacia un lado, la expresión firme y decidida, como si estuviera dispuesto a enfrentarse a un enemigo invisible. Gran parte de su vida había tenido lugar en aquella habitación. Allí habían sido educados los tres hermanos, ya que sus padres se negaban a enviarlos a la escuela pública porque, por aquel entonces, la religión católica era obligatoria. Fue allí donde cada uno de ellos conoció, y fue rechazando poco a poco, las ideas políticas de sus padres; fue allí donde los tres jóvenes leyeron a los clásicos y a los contemporáneos, a Homero y a Jack London, y más adelante la posesión más preciada de su padre: una primera edición de las Cartas desde la cárcel de Gramsci, publicada en 1947, una década después de su muerte.
Fue allí también donde murió Anna Costa hacía ya diez años. Se había negado a ir al hospital, como quería hacer su padre cuando le llegara la hora. Nic la había encontrado allí al volver de correr, sentada delante del escritorio, como si leyera. Tenía una revista delante y su pelo gris, tan largo como cuando era joven, estaba desparramado sobre las páginas. Aún recordaba la intensa y dolorosa sensación de injusticia que se apoderó de él entonces. Quizás fue lo que le empujó, absurdamente, a entrar en la policía. Su padre tardó todo un año en perdonarse no haber estado allí. Estaba en Milán, dando una conferencia. Nada volvió a ser lo mismo después. La carrera de su padre comenzó a declinar. El invierno llegó a sus vidas. La alegría intensa que había sido su niñez, una niñez que Marco Costa había disfrutado junto a sus hijos, desapareció. El mundo y su pragmatismo llegaron a sus vidas, y resultó ser un lugar frío lleno de gente solitaria.
Marco estiró el brazo y acarició la mejilla de su hijo.
—Entonces, entre el disfraz y la carrera, ¿has podido reprimir a alguien hoy?
—No a tantos como me habría gustado, pero siempre quedará mañana.
Su padre se echó a reír.
—Claro. Siempre quedará mañana.
Habían hablado del asunto, sólo una vez, que era lo que su padre deseaba. Para él, la muerte era un inconveniente, como un taxi que llegara media hora antes de lo previsto e hiciera sonar el claxon hasta que su cliente saliera a la puerta. No sentía miedo, más por puro pragmatismo que por valor. Las personas, decía, se morían casi siempre antes de lo que ellas querrían. No había conseguido tanto como esperaba, aunque sabía que era más de lo que conseguían muchos. Tenía una buena familia: dos hijos y una hija que habían elegido sus profesiones por vocación en la policía, en el derecho y en la pintura, y eran profesiones tan alejadas de la suya que sólo podía sentir orgullo por ello. No tenía miedo del vacío que le esperaba. Sólo lamentaba dejar cosas sin acabar, trabajo que recaería en otras personas fuera de su familia.
Pero su hijo pensaba de otro modo. Hacía ya más de un año que sabía que su muerte se acercaba, pero aún no había sido capaz de asimilar la idea de un mundo sin la presencia de su padre. Aquel era el único secreto que no se había atrevido a compartir con él, y por ello se le hacía más difícil aún de soportar.