Capítulo 17

Cuando Jay Gallo recuperó el sentido era ya de noche. Estaba tumbado boca arriba sobre arena dura y en aquella postura veía las luces de los aviones que descendían para tomar tierra en el aeropuerto de Fiumicino y oía el rugido de sus motores. Era el único sonido que había a su alrededor. Sabía perfectamente bien dónde estaba: en el banco del río muerto, con su hedor a productos químicos, y a kilómetros de algún lugar habitado. Para volver a la carretera iba a tener que darse una buena caminata y confiar después que la suerte le asistiera y que algún conductor se arriesgara a recogerle, teniendo en cuenta la pinta que llevaba. Tenía la boca llena de sangre y la cabeza le dolía como si se la hubieran abierto por la mitad. La nariz debía tenerla rota y la cara le dolía a rabiar, pero estaba vivo. Se palpó el cuerpo con cuidado para ver si tenía roto algo más y luego se incorporó apoyándose en un brazo. Sólo veía por un ojo y en la boca tenía sabor a agua estancada y algas putrefactas, el olor del río muerto.

—Hijo de perra —masculló, y mientras se pasaba la lengua por los dientes rotos se preguntó quién, de entre las muchas personas a las que había cabreado a lo largo de los años, habría organizado aquella lección. Una lección bastante absurda por otro lado, si no llegaba a saber quién pretendía darla.

Poco a poco fue recobrando los sentidos. Mejoró su visión lo suficiente para poder ver las luces de la costa de Ostia. También pudo oír el graznido de las gaviotas y el ronquido lejano de un motor.

Y detrás de él, una respiración.

—Dios bendito… —se lamentó entre dientes.

Lentamente, se volvió a mirar.

El hombre seguía allí, sentado en el banco como si llevara horas esperando pacientemente. Se había quitado las gafas oscuras y la chaqueta, seguramente por algún motivo. La noche era insoportablemente bochornosa, tanto que resultaba casi imposible inspirar el aire necesario en una sola bocanada. Qué estúpido era. Aquel tío se había quitado la chaqueta porque formaba parte del disfraz que había empleado para ocultarle su verdadera identidad, y estando solos y habiendo declarado ya sus intenciones, no la necesitaba.

Lo miró con atención. Era mucho más joven de lo que le había parecido en un principio. Puede que tuviera su misma edad. Estaba fuerte, como si se pasara horas en el gimnasio con las pesas. Y curiosamente había compasión en su rostro, como si en parte lamentase lo que estaba haciendo.

Era un rostro que le resultaba vagamente familiar, lo cual le sorprendía y le irritaba al mismo tiempo.

—¿Quién demonios eres? —farfulló.

El hombre lo miró a los ojos y Gallo reconoció en él la compasión que había creído ver. Pero no podía malinterpretarlo.

—Sólo un engranaje más —contestó—. Una parte de la máquina.

—Nos conocemos —dijo, pero la cabeza le dolía demasiado para poder pensar. Aun así, sabía que lo conocía. Había hecho algo con él. Le había entregado un paquete, o lo había recogido quizás de sus manos.

—Si alguna vez te he ofendido… —empezó a decir, aunque sabía que con aquella figura estática e inverosímil todo era inútil. Además, otra idea le ocupaba el pensamiento, otra idea que cada vez cobraba más fuerza. Si pretendía matarle, y no le cabía duda de que estaban allí para eso, ¿por qué había esperado? ¿Por qué llevaba horas allí mientras él estaba inconsciente, arriesgándose a que los descubrieran, sólo para verlo despertar? ¿Querría algo de él? ¿Habría algo con lo que podría negociar?

—¿Quieres algo de mí?

El hombre se dio la vuelta y la áspera luz de la luna reveló su rostro. Tenía unas facciones muy exageradas, unos rasgos que podían pasar de la belleza a la fealdad con un simple cambio de luz. Sus ojos eran oscuros y vivos, su piel pálida y su boca de labios gruesos y mueca cruel. El rostro de un personaje de Caravaggio, pensó al azar.

—¿Qué puedo querer de ti?

—Tú me dirás.

—Nada —contestó, y se levantó despacio.

Jay intentó hacer lo mismo pero la cabeza le dolía demasiado y estaba todavía muy desorientado.

—Oye… ¿por qué has esperado tanto? —le preguntó, intentando retrasar lo que se le venía encima—. ¿Por qué?

El rostro se le apareció cortado en dos mitades por la luz y la oscuridad. Parecía sorprendido y ofendido por la pregunta.

—¿Es que me crees capaz de matar a un hombre mientras duerme?

Gallo levantó las manos en un vano intento de apartar de sí aquella figura negra que se cernía sobre él.

—¿Acaso piensas… —continuó alzando la voz; ya no hablaba: rugía— … que voy a enviarte a la gloria sin que tú seas consciente de ello?

—No —gimió—. Haré lo que sea.

La figura negra asintió.

—Lo sé —contestó, de nuevo sereno.

El pálido disco que era la luna desapareció tras aquella silueta negra, y un puño duro como la piedra se estrelló contra su cara. La escasa luz que quedaba se fue apagando como una vela que se acaba, ahogada por la sangre y los huesos rotos. Sintió que se movía, que unos brazos fuertes lo levantaban del suelo y experimentó un cierto alivio al caer de bruces en algo frío, algo que olía a podrido, pero que sirvió para que se despertara.

Aquel agua corrompida le ahogaba, y no sabría decir si se sentía mejor o peor hasta que de pronto, empujado por la presión que ejercían dos manos apoyadas en sus hombros, se le hundió la cabeza por debajo de la superficie, sumiéndole en la más absoluta oscuridad, en la nada.

El veneno frío comenzó a inundarle los pulmones por mucho que peleara contra la fuerza que le mantenía sumergido, o por mucho que intentase vomitar aquel agua putrefacta.

El frío salió del río y le entró en la boca. Jay Gallo aguantó todo lo que pudo, pero llegó un momento en que no le quedaba más remedio que respirar, aun sabiendo que lo que iba a entrar en su cuerpo carecía por completo de oxígeno. Cuando pensó que los pulmones se le desintegraban tosió una sola vez, pero tuvo tiempo de sufrir la victoria de aquel frío dentro de su pecho antes de que todo quedase inmóvil.