Teresa Lupo, Teresa la loca para la policía de Roma, estaba sentada delante de una variada colección de vísceras animales: corazones de ternera, cartílagos, glándulas de cerdo y una madeja de intestinos de ternera con leche todavía dentro. Estaba entusiasmada y Luca Rossi compartía su entusiasmo. Para la ocasión, Luca llevaba una gorra de béisbol del Lacio con la visera puesta hacia atrás y comía con fruición y abriendo mucho la boca. Aquel debía ser su menú predilecto, a juzgar por tanto disfrute: cucina romana, la comida tradicional de las clases trabajadoras de la ciudad. Los restos que tradicionalmente se dejaba para las clases humildes una vez que el clero del Vaticano se había quedado con los mejores bocados.
El restaurante en el que estaban era una copia del carísimo Checchino dal 1887, que quedaba a la vuelta de la esquina y era el templo de la degustación de glándulas y vísceras. Sus dieciséis mesas estaban ocupadas y bien abastecidas de órganos cocinados que Nic no habría podido reconocer aunque quisiera. Aquello debía ser una broma de su compañero: llevar a un vegetariano a un restaurante en el que el consumo de carne era toda una religión. También cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiera caído en la cuenta. Nic los observaba a ambos. Luca miraba a Teresa mientras picoteaban un trozo de tripa de un modo que le hizo preguntarse si no habría amor por medio.
Hacían una extraña pareja. Rossi, con aquella cara tan grande y triste y aquel corpachón desparramado, parecía uno de esos solteros por vocación que se habría olvidado ya de la última vez que se acostó con una mujer. Y por otro lado Teresa, una mujer que había tenido incontables aventuras dentro del departamento, todas ellas breves, todas ellas encuentros en los que la parte masculina quedaba maltrecha y quejosa. Era un poco más alta que Nic, fuerte y con una cara atractiva y siempre sonriente, de mirada atenta y analítica. Examinaba todo lo que le salía al paso. Era una patóloga infalible que antes trabajaba como cirujana en el hospital hasta que algo, según ella la necesidad de un poco de acción, la había empujado a la morgue. Costa nunca se había creído esa explicación. Su trabajo de forense no tenía nada de excitante. Además era una mujer tan minuciosa, tan exacta, que trabajaba incansablemente hasta haber realizado los análisis más exhaustivos a los cadáveres a los que ella llamaba sus clientes y que eran, a pesar del despego con que los trataba, los restos de seres humanos con los que establecía una relación que iba más allá de lo puramente forense. Incluso había ocasiones en las que ofrecía a los detectives la clase de análisis que haría el mejor de los policías y eso, creía Nic, era lo que la motivaba. Le gustaba jugar a los detectives, y lo hacía muy bien.
Rossi y ella estaban sentados juntos frente a él, saboreando un poco de cada plato, echándose al coleto buenos tragos del tinto barato de la casa, y encendiendo un cigarrillo cada vez que la pausa entre plato y plato era demasiado larga. Nic había llegado tarde deliberadamente. Esperó a que la camarera, una joven de gesto agrio y aros en la nariz y las orejas, se acercara con su libreta para pedir una ensalada y una copa de Cala Viola, un vino blanco sardo que fue el único que reconoció en la carta.
—¿Ensalada de pollo? —le preguntó la camarera.
—Sólo ensalada.
—No tenemos sólo ensalada —replicó—. Quítele usted el pollo si quiere.
Costa suspiró.
—¿Y por qué no se lo quita usted?
—¡Ja! ¿Y que luego me monte el espectáculo cuando le traiga la cuenta? ¿Me ha visto cara de idiota?
Rossi la miró muy serio.
—Si es necesario, se lo quitaré yo. El señor es vegetariano, ¿vale?
El aro de la nariz tembló un poco.
—Ah. Lo siento.
—Yo también. Me parece que nos hemos equivocado de sitio.
Cuando la chica volvió con una gran ensalada verde y una copa decente de vino blanco frío, Teresa la loca llevaba ya un rato explicando las funciones físicas de unas glándulas con textura de flan que tenían en la mesa, cocinadas con ajo y apio.
—Preferiría que no hablásemos de comida esta noche —les pidió Nic.
—¿Te da asco? —le preguntó ella, sorprendida—. ¿Precisamente a vosotros dos y después de lo que pasó ayer?
Luca Rossi tomó partido por su compañero.
—Precisamente por lo que pasó ayer. A mí me gusta comer de esto, ya lo ves, pero preferiría no saber lo que es, la verdad.
—De acuerdo —contestó, encogiéndose de hombros—. Pero tú —añadió, señalando con un dedo a Nic—, deberías tomarte en serio lo de la comida. Médica y científicamente, el vegetarianismo es una moda pasajera. Pasajera y peligrosa, a menos que sepas cómo equilibrar la dieta.
Costa se quedó mirando aquel plato de carnes inidentificables, el cenicero lleno de colillas y la frasca de vino casi vacía y se preguntó con qué derecho daba sermones aquella mujer.
—Corriendo es el más rápido de toda la Questura —le defendió Rossi—. Y dicen que bateando era un monstruo.
—Le vi batear antes de que decidiera dedicarse a correr. Es rápido, pero no iba a serlo menos si comiera un poco de carne de vez en cuando. Fíjate si no en el tío que juega de talonador.
—¿Lamponi?
—Sí. No veas los pectorales que tiene. Y las piernas —pinchó un trozo de tripa—. Eso es lo que la carne hace por vosotros. Os da cuerpo.
Luca miró a su compañero con malicia.
—Es marica.
—¿Qué? —se sorprendió Teresa.
—Lamponi. Que es marica.
—Mierda…
—A lo mejor tiene que ver con su dieta —sugirió Nic—. Demasiadas hormonas femeninas en todas esas glándulas que come.
—Sí —apuntaló Rossi—. Empiezan a crecer cosas que no debieran, y otras empiezan a encogerse…
Teresa alzó la frasca vacía para pedir otra, encendió un cigarrillo y los miró frunciendo el ceño.
—Habladurías. No tenéis ni idea.
Nic miró el reloj. Aquella noche le tocaba a él cuidar de su padre y no quería llegar tarde.
—¿De qué querías hablarnos, Teresa?
Empujó con el tenedor los trocitos que quedaban en el plato. Le gustaba aquella mujer. Era inteligente y divertida, pero había un lado serio en ella que le desconcertaba.
—Del hombre ese al que han despellejado —contestó—. ¿Estáis satisfechos con lo que habéis descubierto por ahora? ¿Pensáis dejarlo así, todo tan redondo y tan bien rematado?
—El caso no está cerrado —contestó Costa—, aunque en tu informe no he visto nada que pueda ofrecernos un ángulo nuevo.
—Olvídate del informe. A veces hay cosas que chirrían en un caso, que no son tangibles, pero aun así hay que prestarles atención.
Rossi se cruzó de brazos.
—Somos todo oídos.
—¿Sabéis si el profesor tenía experiencia médica, o si había trabajado en un matadero en algún momento de su vida?
—Que nosotros sepamos, no —contestó Costa—. Teniendo en cuenta su trabajo, me extrañaría mucho que se hubiera dedicado en algún momento a una de esas dos cosas. ¿Por qué?
—No lo sé. Puede que me equivoque, pero es que es muy raro que alguien haga algo así y que lo haga tan bien en su primer intento.
—¿Tan difícil es? —inquirió Rossi—. Tengo un tío que vive en el campo y le he visto montones de veces despellejar a un conejo. Le daba un corte en la parte posterior del cuello, luego sacudía un poco al bicho y toda la piel salía entera, como si fuera un guante puesto del revés. Todo limpio.
—¿Pretendes comparar a un roedor con un ser humano? Lo que tu llamas piel son, en realidad, tres órganos independientes y vivos. La epidermis, que es la parte externa, la dermis que va debajo y el subcutis, que es la capa de grasa. No puedes darle un corte en la nuca, ponerlo del revés y esperar a que se suelte la piel. Es mucho más complicado.
Se quedó mirando un plato de comida que la camarera de los aros dejaba en la mesa de al lado y dijo:
—Esperadme aquí. Tardo un instante.
Teresa la loca entró en la cocina y Rossi miró a su compañero.
—Pago yo —dijo.
—Ya lo sé, tío Luca.
—Me dijo que era importante, Nic.
Y a lo mejor lo era. Más importante de lo que se podían imaginar en aquel momento.
Teresa volvió con un pedazo de carne de cerdo cruda y con un pequeño cuchillo de cocina. Puso la carne delante de ellos y notó cómo los comensales de otras mesas los miraban con curiosidad.
—No pasa nada —les dijo Teresa en voz alta—. Todavía no vamos a comérnosla.
Costa sonrió.
—Qué alivio.
—Mirad. La piel del cerdo se parece bastante a la humana. Por eso en algunas ocasiones se usa para hacer injertos. Además, no olvidéis que en algunas culturas caníbales se nos llama el «cerdo largo», y no les falta razón. Fisiología y saber. Ten —le dijo a Rossi, entregándole el cuchillo de hoja corta—. Intenta quitarle la piel.
Rossi tardó un momento en comenzar a cortar por la grasa que había bajo la gruesa epidermis. Luego tiró, pensando que iba a poder separarla, pero le fue imposible. Incluso siendo un hombre fuerte como era.
—Es que hay mucha grasa —protestó—. Las personas no tenemos tanta.
—Depende —contestó ella—. Te sorprendería la cantidad de grasa que puede acumularse en un cuerpo, pero tienes razón: no es exactamente igual, aunque se asemeja bastante. Lo que intento deciros es que no es tarea fácil. He estado buscando información sobre ese tal Bartolomé en Internet. Casi todos los cuadros lo reflejan a punto de sufrir el martirio, y todos los artistas tuvieron la misma idea: la persona que tiene que hacerlo está mirándolo, preguntándose por dónde empezar o cómo hacerlo. No es fácil.
Costa recordó el cuadro de la iglesia. Era exactamente esa la idea: despellejar a un hombre requiere algo más que fuerza y determinación. Se necesita poseer cierto conocimiento del cuerpo para empezar.
—Entonces ¿cómo lo hizo? —preguntó.
Teresa le quitó a Rossi el cuchillo, se levantó y le hizo alzar los brazos por encima de la cabeza.
—Yo creo que empezó haciendo una incisión alrededor del cuello para hacerse una idea de a qué profundidad debía cortar, pero sin intentar quitar nada desde allí.
Rossi bajó los brazos. Se sentía un poco ridículo.
—¿Quieres decir que le cortó el cuello?
—Pero no para matarlo. Esa no era la idea. Todos los trabajos que he consultado dejan muy claro que es muy importante que la víctima permanezca consciente cuanto sea posible. Algunas culturas norteamericanas se enorgullecían de lo hábiles que eran para quitarle a un cuerpo toda la piel sin dañarla y enseñársela después a la víctima antes de que muriera.
—¿Y cómo lo hizo? —preguntó Costa.
—He intentado descubrir cuál fue la secuencia de los acontecimientos, pero me ha resultado imposible, de modo que son sólo conjeturas. Supongo que lo colocó de lado, cortó la espalda sobre la espina dorsal, apartando un poco los bordes, y luego fue abriéndola gradualmente primero hasta los hombros, luego hasta la cintura, hasta que dejó al descubierto prácticamente toda la espalda.
El grupo que cenaba en la mesa de al lado se levantó y protestando en voz baja, se fue a la caja a pagar.
—¿Y seguiría vivo?
Ella se encogió de hombros. Todo eran hipótesis.
—Con un poco de suerte, habría perdido el conocimiento, pero seguramente sólo de modo temporal. Después el corte habría seguido por los genitales y los brazos para pasar a la parte delantera. Muy despacio, eso sí, para poder ir desprendiéndola toda hasta llegar al pecho.
Rossi apartó el plato que tenía delante.
—¿Cuánto tiempo le habría costado todo eso? —preguntó Costa.
—Una hora, o quizás más. Y no sólo necesitas tener estómago para hacer algo así, sino también mucha fuerza física. El tal Rinaldi estaba hecho una pena: comía fatal y bebía demasiado. Tenía el hígado de una oca francesa. Pero… no sé. También podría estar completamente equivocada.
Costa y Rossi esperaron. Teresa la loca estaba a punto de decirles lo que pretendía decir desde un principio.
Apoyó los antebrazos en la mesa y se acercó a ellos bajando la voz.
—Mi teoría es la siguiente: un cirujano normal no tendría la fuerza suficiente. Alguien que trabaje en un matadero, quizás sí. Alguien que hubiera presenciado algún procedimiento similar en un hospital, también. Pero no un profesor de universidad, fofo y apoltronado. La pena es que no puedo proporcionaros hechos desnudos que podáis incluir en un informe, pero no me lo creo. De ninguna manera. Lo siento. Sé que creíais tenerlo zanjado.
Los dos hombres se miraron.
—Pero también debéis tener en cuenta que soy Teresa la loca.
Rossi abrió los ojos de par en par y puso una mano en su brazo.
—¿Qué es eso de Teresa la loca?
Ella volvió a llenarse la copa.
—Me parece que es el mote que me han puesto ahora.
—¿Quién? ¡Dímelo! ¿Quién ha sido?
Costa no dijo nada. Ojalá no tuviera que conducir y pudiera tomarse otra copa de aquel vino tan bueno.
—Trabajamos en una comisaría, no en el patio de un colegio —continuó Rossi.
Nic alzó la copa en honor de las palabras de su compañero.
—Eres un encanto —le dijo Teresa—. Perdonadme un momento, chicos —anunció satisfecha.
Y la vieron abrirse paso entre la gente hasta llegar al pasillo.
—Creo que has encontrado a tu compañera perfecta, tío Luca —dijo Costa—, puede beber, fumar y comer al mismo tiempo.
A Rossi no le gustó el comentario.
—Es una buena mujer, Nic, y no se te ocurra decir lo contrario. Y como habrás visto, de loca, nada.
Nic empuñó el cuchillo y lo clavó en el pedazo de carne cruda que había sobre la mesa. Estaba duro. Teresa tenía razón.
—¿Ha terminado con esto, señor? —le preguntó a Rossi la camarera, mirando también el trozo de cerdo—. ¿Quiere que se lo ponga en una bolsa para llevar? Como lo van a pagar…
Rossi suspiró mientras recogía la mesa, y cuando se alejó, miró a Costa a los ojos.
—¿Qué opinas?
—Que Dios quiera que se equivoque.
—Sí —asintió—. Tanto trabajo y el coñazo de Falcone…
—No me refería a eso.
—¿A qué entonces?
El cambio que había experimentado su relación laboral parecía ya permanente. Por alguna razón, su compañero le había cedido la dirección del equipo. Quizás, a pesar de su mayor experiencia, se sentía perdido en aquellas complejidades.
—Si ha sido otra persona, Luca, no tenemos ni idea de cuál puede haber sido su motivación. Y si no sabemos por qué lo ha hecho, tampoco podemos estar seguros de que no vuelva a hacerlo.
Nic no supo si continuar o no. Rossi se estaba quedando muy serio.
—Lo único que tenemos —continuó con cuidado—, es ese número del Vaticano.
Teresa Lupo volvía del lavabo sonriendo, feliz, y pidió grappa en el bar. Rossi tenía razón. Era una mujer inteligente, y de loca, nada. Su análisis había sido impecable, y estaba en lo cierto. Su instinto le decía que era así.