Capítulo 14

Había dos posibilidades: que Falcone se entusiasmara con la idea o que se cogiera un cabreo de mil demonios, a menos que hubiera resultados. En ese caso, su jefe le perdonaría casi todo.

La cola para entrar en el museo debía ser de unos cincuenta metros, a pesar de que la institución cerraría sus puertas en una hora, de modo que Nic Costa decidió utilizar su placa para saltársela y sacar discretamente una entrada sin tener que esperar. Entró en la biblioteca, volvió a mostrarle la placa a un aburrido conserje que vigilaba la puerta y accedió a la sala de lectura.

La luz amarillenta y áspera del sol de la tarde entraba desde el jardín y se derramaba sobre un mar de mesas vacías. Alguien debía haber estado limpiando porque olía mucho a desinfectante. Costa se acercó a la mesa en la que el día anterior la piel de Hugh Fairchild había estado extendida como si fuera un trofeo de caza y reparó en que el conserje llamaba a alguien por teléfono. Sólo había un libro sin guardar, un volumen de título incomprensible para él escrito en una oscura lengua medieval, a una distancia de tres mesas respecto a la que había ocupado Sara Farnese. Aquella biblioteca era un lugar reservado sólo a una determinada clase de seres humanos, y estaba a punto de cerrar para todo el fin de semana.

Recorrió los pasillos entre las mesas, revisándolo todo. Como era de esperar, la sala estaba controlada por cámaras de seguridad, unos ojillos mortecinos que le enfocaban desde discretas cajas metálicas colgadas del techo, de las ventanas, en los rincones, y no hacía falta ser académico para entender por qué. Los fondos de aquella biblioteca tenían un valor incalculable. El único modo de acceder a ella era mediante un permiso especial, un visado que ni siquiera un profesor como Stefano Rinaldi podía conseguir con facilidad. Aquello era un depósito de tesoros irreemplazables que se prestaban sólo a unas cuantas manos privilegiadas para que los tocaran, los admiraran y los devolvieran, y tanto riesgo requería un gran cuidado. Cada entrada a la sala, cada préstamo, cada momento en que una obra estaba en manos de un lector quedaban grabado. Quienquiera que tuviera aquellas cintas sabría cómo era Stefano Rinaldi, cómo se había comportado desde el momento mismo en que entró en la planta baja del edificio.

¿Sería esa la razón de que hablara en voz baja, o habría alguien en aquella estancia a quien temía? Fuera como fuese, las grabaciones poseían la clave. Aun así, la pregunta de Falcone le venía una y otra vez a la cabeza: ¿por qué? Obviamente porque Rinaldi quería dejarle a Sara la tarea de salvar a su mujer, y temía que no pudiera hacerlo si alguien que estaba en la habitación o que tuviera acceso a las cintas, presenciaba lo que estaba ocurriendo. ¿Habría dejado a su mujer de pie en la silla que habían encontrado en la torre sabiendo que si perdía apoyo acabaría ahorcándose? ¿Sería posible que en algún lugar entre la isla Tiberina y el Vaticano hubiese cambiado de opinión y hubiera decidido pedirle a Sara que la rescatara?

Estaba yendo demasiado lejos con la teoría de la locura, una teoría que, por otro lado, no proporcionaba la necesaria conexión entre los actos de Rinaldi y las instrucciones que le había dado a Sara a media voz. Si verdaderamente hubiera cambiado de opinión, él mismo podría haber vuelto y haberla desatado. Empezaba a comprender las dudas de Falcone. La lógica rudimentaria que reducía lo ocurrido a un simple acto de venganza sangrienta empezaba a fallar cuando se analizaban los detalles. Había una posibilidad, eso sí, una sola posibilidad que podía explicarlo todo. Una posibilidad tremendamente inquietante.

¿Y si Rinaldi no era un asesino solitario, sino un cómplice de alguien? Incluso podía ser él también una víctima. ¿Y si había llegado hasta allí desesperado, sabiendo que había alguien más en la torre, alguien que le había metido en una trampa a él, a su mujer y al pobre desgraciado de Fairchild? Alguien que había utilizado sus deudas para concertar el encuentro inicial; alguien que había asesinado al inglés delante de ellos, que luego había puesto la soga al cuello de Mary Rinaldi para decirle a su marido que la encontraría muerta a menos que consiguiera que Sara Farnese acudiera allí de inmediato. Alguien que le había enviado a cumplir aquella misión con la piel de Hugh Fairchild en una bolsa de supermercado, con instrucciones de extenderla sobre la mesa y pronunciar aquellas descabelladas palabras, sabiendo que los guardias armados creerían que se les había colado un loco homicida.

Y una cosa más: alguien que tenía medios para saber si se habían cumplido todas sus instrucciones, bien porque tenía un cómplice allí, bien porque tenía acceso a las cintas incluso antes de que Rinaldi pudiera volver a la torre. Nic rechazó aquella última idea porque sólo era posible si alguien del Vaticano estaba en contacto directo con el hombre de la torre, y eso era ir demasiado lejos.

No. Las condiciones que el asesino le había impuesto —el arma, la bolsa con la piel de Fairchild y sus locas declaraciones—, tenían por objeto invitar a los guardias armados del Vaticano a intervenir con toda su fuerza, dada la naturaleza del peligro que percibían. Esa debía ser la intención: asegurarse de que Rinaldi, y quizás también Sara Farnese, morían en la biblioteca.

Era una hipótesis que a Nic le costaba respaldar. Los años que llevaba ya en la policía le habían enseñado que las soluciones más simples solían ser las correctas. Las cintas de las cámaras de vigilancia eran la clave, se estaba diciendo cuando sintió una mano firme en el hombro. Al volverse se encontró, tal y como esperaba, con la mirada fría y reumática de los ojos de aquel tal Hanrahan, que seguía llevando el mismo traje negro con la misma cruz prendida en la solapa.

Costa sonrió. La cosa se ponía fea.

—Esto ya empieza a resultar molesto —dijo Hanrahan, que le bloqueaba el camino a la salida y que no parecía enfadado, sino más bien cansado, incluso curioso—. ¿Es que no conoce el protocolo que rige nuestra forma de trabajar?

Su voz era pastosa y áspera, y en cierto modo le resultaba familiar. Nic había jugado durante un corto espacio de tiempo en el equipo de rugby de la policía antes de llegar a la conclusión de que correr, un deporte bastante más solitario, iba mejor con su carácter. El entrenador del equipo era irlandés, y hablaba como aquel hombre. Incluso sus facciones eran tan toscas como las suyas.

—Se me ha olvidado presentarme.

Sacó la cartera y le entregó una tarjeta de la policía que Hanrahan leyó y se guardó en el bolsillo.

Nic, con un movimiento de la cabeza, le señaló la cara.

—Pero puedo decirle dónde se hizo eso —aventuró, refiriéndose a la nariz, que debía haberse roto—. Juega usted al rugby, ¿verdad?

—Hace tiempo ya. Cuando era más joven y creía que nada en el mundo podía hacerme daño.

—Yo también he jugado un poco.

Hanrahan lo miró con escepticismo.

—Medio apertura —especificó—. Y no lo hacía mal, aunque esté feo que lo diga yo.

—Falcone me dijo que le gusta correr. Que es una de sus habilidades.

Costa asintió.

—Es más —continuó él—, creo que dijo que era su única habilidad.

—Muy propio de él.

—Me lo imagino corriendo, señor Costa. Y haciéndolo bien. Pero en algún momento me imagino que también tendrá que pararse y pelear. ¿Qué tal se le da eso?

Costa se echó a reír.

—Pues seguramente no tan bien. Es cuestión de tamaño.

—No, no lo es. ¿Qué es lo que quiere?

Costa señaló al techo.

—Echarle un vistazo a la grabación de seguridad. Deben tener grabado al profesor desde que entró en la biblioteca y me gustaría verlo.

Hanrahan movió despacio la cabeza. Parecía sorprendido.

—¿Usted quién se cree que es?

—Sólo un policía que intenta comprender por qué han muerto tres personas. ¿Y usted, quién se cree que es?

Hanrahan tardó un momento en reaccionar. Luego sacó también una tarjeta.

—Soy consultor de seguridad en el Vaticano, pero no tengo potestad para darle esas cintas.

—Entonces, presénteme a quien la tenga.

—¿Por qué?

Costa estaba empezando a impacientarse.

—¿Es que le parece que no es su obligación ayudarnos a aclarar este asunto? Hay tres cadáveres, Hanrahan. Sé que ninguno de ellos era ciudadano vaticano, pero eso no importa.

—No me venga con idioteces —espetó, haciendo un gesto con la mano—. Nosotros somos otro país, y esto no es trabajo para la policía, sino para la diplomacia —su mirada se agudizó—. Si hablo con la persona que puede darle esa cinta, ¿qué me ofrece a cambio?

Nic sabía lo que Luca Rossi diría si estuviera allí: nunca hagas tratos con esa gente ni se te ocurra pensar que puedes llegar a un acuerdo, porque siempre hay alguna cláusula, alguna restricción de la que no sabías nada hasta que es ya demasiado tarde.

Pero Rossi no estaba, y la única información que podía servir de algo estaba allí, encerrada en aquel diminuto país que existía dentro de sus propias murallas, en el corazón de Roma. Y si no conseguía llegar a un acuerdo, esa información no saldría jamás a la luz.

Además, su intuición le decía que tenía una oportunidad, un momento para tirar una piedra al estanque y esperar a ver las ondas concéntricas que aparecerían en la superficie del agua en cuanto la piedra la tocase. A veces había que correr riesgos.

Sacó su libreta y anotó el número de teléfono que había encontrado en el ordenador de Stefano Rinaldi aquella mañana arrancó la hoja y se la entregó a Hanrahan, que se quedó mirándola con expresión inescrutable.

—Alguien de aquí, del despacho de un tal cardenal Denney, estuvo en contacto con Rinaldi por teléfono el día de los hechos.

La sorpresa de Hanrahan parecía auténtica.

—¿Y sabe para qué?

—A lo mejor debería preguntárselo al Cardenal.

Hanrahan se echó a reír con tales carcajadas que, de haber durado más, le habrían hecho llorar.

—Eres un tío divertido, Costa —le dijo, dándole una palmada en el hombro—. Lo que pasa es que no estoy de humor para llamar otra vez a Falcone, pero hazme un favor, ¿quieres?

—¿Qué favor?

—Que te largues de aquí. Y que remates esto como te dé la gana. Los dos sabemos de sobra lo que ha pasado: una tragedia personal que ha tenido que ver con una joven guapa de moral bastante relajada. Deja de meter el dedo en todos los agujeros, que a veces hay bichos dentro de los que pican.