Las habitaciones del Cardenal Michael Denney daban al Cortile di San Damaso, el extenso jardín privado que se ocultaba al mundo tras el muro occidental de la plaza de San Pedro. El Vaticano no se había construido como residencia, y el apartamento de Denney era uno de los doscientos aproximadamente que había en el palacio, cuyo extremo más alejado ocupaba la residencia de la Guardia Suiza. En su ala, los empleados más veteranos del Vaticano peleaban por conseguir la mejor vista del jardín, y entre sus vecinos se encontraban algunas de las figuras más poderosas de la Santa Sede. El camarlengo, que era el mayordomo del Papa y que sería el regente temporal en caso de muerte del pontífice, tenía sus habitaciones en el mismo corredor. Apenas hablaban últimamente. Sabía bien que se había convertido en persona non grata, un prisionero en celda de oro. A veces se pasaba horas contemplando los cuadros, los candelabros de Murano y los espejos que ocupaban la pared desde el suelo hasta el techo mientras esperaba que el funcionario, aun el más insignificante, le devolviera la llamada. Todo eso tenía que cambiar si no quería volverse loco en semejantes circunstancias.
Los agentes de ese cambio estaban reunidos en aquel momento en torno a la mesa de caoba emplazada ante las altas ventanas del siglo dieciocho que se abrían al jardín. Le había costado semanas convencer a aquellos tres hombres de que debían reunirse en Roma. Entre los tres representaban una poderosa trilogía de intereses que podrían, con un poco de persuasión y los incentivos adecuados, hacer resucitar algo de la maltrecha Banca Lombarda y, con ella, una parte de su reputación perdida. Suficiente, o al menos eso esperaba él, para poder volver a su casa y vivir el resto de sus días en una digna oscuridad.
A dos de los presentes creía poder manejarlos: Robert Aitcheson, un abogado norteamericano de cara rancia encargado de los asuntos corporativos del banco fuera de su sede en Bahamas, y que tenía tantas razones como Denney para querer aclarar todo aquello. Ya tenía a los federales echándole el aliento en la nuca, siguiendo la pista a una chapuza monetaria que salió a la luz al hilo de las investigaciones sobre el blanqueo efectuadas tras el once de septiembre. Tenía que huir de la quema.
Arturo Crespi era el segundo y navegaba en el mismo barco. Crespi era un chupatintas del banco que supervisaba los movimientos de capital que entraba y salía de la red de fondos que respaldaba el banco. El Ministerio de Economía se hacía ya demasiadas preguntas. A todos los efectos era el presidente del banco, aunque todo pasaba por las manos de Denney, que era quien había montado pieza a pieza y paso a paso la compleja red de fondos depositados en paraísos fiscales a partir de lo que antes era una empresa financiera legítima y respetable. En resumen, había sido el hombre de paja de Denney, manejable y respetado. Le habían acusado de pagar intereses excesivos a quienes invertían en sus productos financieros, y era posible que fuera así, pero cuando todo aquello comenzó, habían encontrado poca oposición legal a sus transacciones.
El tercer hombre estaba junto a la ventana, mirando hacia el jardín, y debía tener un constipado de verano porque no dejaba de sorber por la nariz. Emilio Neri medía más de dos metros, rondaba los sesenta y cinco años y había empezado a engordar. Aquel gigantón tenía los ojos grises y sin vida, mandíbula prominente y el pelo también gris y de corte perfecto. Llevaba como siempre un traje caro de seda clara con unas manchas de humedad bajo los brazos. Pocas veces sonreía y hablaba sólo cuando tenía algo que decir. Por su aspecto se diría que era un importante empresario romano. Poseía una casa palaciega en la Vía Julia, una esposa joven y guapa, tres casas de campo y un apartamento en Nueva York. Su nombre figuraba en el consejo del teatro de la Fenice de Venecia, desde donde ayudaba a recaudar fondos para su reconstrucción, y en un buen número de organizaciones caritativas que trabajaban con los católicos más desfavorecidos.
Su imagen de ciudadano irreprochable se había visto comprometida sólo en una ocasión: a mediados de los años setenta, cuando en la ciudad existía un sector radical de la prensa que no se dejaba manipular por los partidos políticos. Un reportero había publicado en un periodicucho que desapareció enseguida la historia de Neri a partir de lo que se decía de él en un informe policial. Era una historia que muchos reconocieron pero a la que muy pocos quisieron prestar oídos. En el artículo se hablaba de que Neri se había criado en Sicilia como hijo de uno de los mandamases de la mafia, que había hecho su aprendizaje en el mercado negro del tabaco y de la prostitución y que después había emergido como figura clave de la relación entre los gobiernos corruptos, la iglesia y las organizaciones criminales que vivían entonces, y seguían haciéndolo en el presente, tras la fachada mundana de la sociedad italiana. En el artículo no se le acusaba de actividades delictivas. En cierta medida podía considerarse incluso un tributo al hombre que se había convertido en un amante del arte que asistía a todas las exposiciones importantes y al que siempre se podía encontrar en su palco en la temporada de ópera y de ballet.
Tres semanas después de la publicación del artículo, el autor fue encontrado en un coche aparcado cerca del aeropuerto de Fiumicino. Le habían sacado los ojos, seguramente con las manos, le habían arrancado la lengua y cortado los dedos por la primera falange. Sobrevivió ciego, mudo e incapaz de comunicarse, o al menos sin voluntad de hacerlo. Circulaba el rumor de que el mismo Neri se había ocupado personalmente de llevar a cabo aquella venganza en un almacén que poseía en el perímetro del aeropuerto. Un rumor que, según descubrió Denney, era enteramente cierto. Luego, delante del hombre al que había torturado, se había cambiado de ropa y con su esmoquin perfecto tomó su avión particular para irse a Venecia a ver a Pavarotti en una nueva versión del Turandot y asistir después a una cena de gala en la que él era el invitado de honor.
Denney, que lo conocía bien, se preguntaba por qué se habría tomado tantas molestias. Emilio Neri era capaz de dejar a alguien seco con tan sólo mirarle. Aun así, los periódicos no volvieron a hablar de él como no fuera para informar sobre sus actividades benéficas.
En aquel momento seguía junto a la ventana de espaldas a ellos, y Denney se preguntó qué se le estaría pasando por la cabeza. Neri le había dicho sólo una cosa: que quería los intereses del dinero que había puesto en sus manos. Una vez solventado ese asunto, volverían a ser los mejores amigos.
La puerta de la estancia se abrió y Brendan Hanrahan entró con un servicio de café. Neri se volvió metiéndose un caramelo de menta en la boca.
—¿Ya no tienes personal de servicio, Michael? —preguntó.
Fue Hanrahan quien contestó.
—Esta reunión es privada, caballeros. Imagino que ninguno de ustedes quiere que se sepa que están aquí.
—Como si en este lugar pudiera haber secretos —espetó Neri, y tras echar un último vistazo por la ventana, miró a Denney—. Me sorprende que sigas disfrutando de una de las mejores vistas. La iglesia se está volviendo blanda.
—¿Empezamos con el asunto que nos ocupa, caballeros? —se quejó Aitcheson—. Quiero tomar el avión de las diez.
—De acuerdo —contestó Crespi.
Neri se sentó frente al banquero y con una sonrisa le preguntó:
—¿Ha reemplazado ya a ese empleado suyo? Me refiero a ese que hablaba tanto que le costó la vida.
El banquero se quedó pálido.
—Mi gente es de plena confianza. Todos y cada uno de ellos. Va en ello mi palabra.
—En ello le va mucho más que su palabra, amigo mío, pero dejemos ese tema. Todos conocen mi posición y mis responsabilidades. Hablen ustedes. Díganme por qué estamos aquí.
—Para salir de un agujero —dijo Hanrahan, y le entregó a cada uno de los presentes un ejemplar de un documento.
Neri lo leyó por encima.
—Aquí no dice cuándo voy a recuperar mi dinero.
—Emilio —contestó Denney con toda la amabilidad que le fue posible—, magia no puedo hacer. Todos queremos recuperar nuestro dinero, y creo que podemos conseguirlo. Pero no va a caernos del cielo. Tenemos que reorganizarnos.
Aitcheson no había estado escuchando, sino leyendo el documento.
—¿Esto es todo lo que queda? ¿Por qué no he sido informado antes?
Crespi levantó las manos.
—Llevamos dieciocho meses liquidando activos. Sin hacer ruido. Sin que se sepa. A veces sin saber si nos iban a pagar. No quería dar vanas esperanzas a nadie. Es un proceso muy complejo, caballeros. Teníamos tantas cuentas en tantos lugares que ni siquiera yo podría darles detalle de todas. Los mataría de aburrimiento, ¿y para qué? Ustedes sólo quieren saber de beneficios, no de dónde provienen —miró brevemente a Neri—. Eso era lo que querían todos, y es una de las razones por las que estamos en este lío.
Neri parecía interesado de pronto en el documento.
—¿Quién más sabe de este dinero? ¿Dónde está exactamente?
—Nadie fuera de esta sala —contestó Hanrahan, mirando a Neri a los ojos—. No se ofenda, pero ya hemos sido demasiado confiados con nuestras interioridades. Dónde está es sólo asunto mío.
Cerca de tres mil millones de dólares habían ido a parar a manos de las autoridades norteamericanas tras ser condenados por evasión de impuestos y blanqueo de capitales. De no haberse descubierto aquello, aún habría podido capear el temporal. La arriesgada idea de Crespi de vender todos los activos disponibles y transferir los fondos a una cuenta nueva, limpia y oculta, al menos le ofrecía un resquicio de salvación… si pudiera convencer de ello a Neri y a Aitcheson.
—Así que no estamos en la miseria —se burló Neri—. Y yo que había llegado pensando que el dinero había desaparecido, y ahora resulta que hay… ¿cuánto? ¿Sesenta o setenta millones con los que podemos contar? ¿Cómo es posible?
—Mejor que no lo sepa —contestó Hanrahan frunciendo el ceño.
—Hemos trabajado muy duro, Neri —añadió Denney—. Hemos tenido que convencer a mucha gente, conseguir que cambiaran de opinión, hacerles entender nuestro punto de vista. No ha sido fácil.
—Ya he oído que habéis gastado mucho dinero. El precio de las putas en Roma ha subido un diez por ciento en los últimos seis meses, Michael. ¿Es cosa tuya?
—Vamos, Emilio…
—¿Y no has conseguido nada para ti? No sé… un salvoconducto para salir de aquí y volver a América quizás.
Denney se inclinó hacia delante y apoyó la mano en el brazo de Neri. Este lo miró blandamente.
—Emilio —le dijo—, he hecho todo esto por nosotros. Podemos volver a meternos en el negocio. Buscar gente nueva. Dejar que sean ellos quienes hablen con las autoridades, quienes corran los riesgos mientras nosotros nos quedamos entre bambalinas, manejando las cuerdas, como deberíamos haber hecho desde un principio. Esta experiencia nos ha servido para aprender. Ahora somos más fuertes, más ricos, más poderosos. Y en cuanto a lo que me preguntabas te diré que sí, que podré salir de aquí y volver a América siendo un hombre libre porque tendremos todo un equipo de gente nueva trabajando para nosotros.
Neri sonrió y miró a Aitcheson.
—¿Qué te parece? Vamos a construir un banco nuevo con sólo sesenta o setenta millones de dólares.
—No es suficiente, y tú lo sabes —contestó este.
No habían dicho que no, lo cual significaba que estaban interesados. Lo intuía. Tenían el brillo de la codicia en la mirada.
—Reuniremos más. Aún tenemos los contactos adecuados, y ellos siguen teniendo la necesidad. Nosotros no somos responsables del fracaso de la Banca Lombarda, sino que hemos sido las víctimas de unos mercados y unas leyes que ni siquiera existían cuando entramos en el negocio. Lo dejamos todo limpio, volvemos a empezar y nos mantendremos siempre un paso por delante de los demás —hizo una pausa para darle más efecto a sus palabras—. Tendremos que hacer algunas inversiones. Yo voy a poner todo mi dinero en juego. Todo. Y es bastante. Lo que vosotros estéis dispuestos a poner es cosa vuestra. Conocemos el negocio, caballeros, y somos buenos en él. Los mejores. Nos necesitan.
Neri soltó una carcajada profunda y sonora.
—Hablas en serio, ¿verdad, Michael? —le preguntó, dándole una palmada en la espalda—. Estamos otra vez en el negocio. Qué vendedor eres. Increíble.
El teléfono de Hanrahan sonó y contestó. Su expresión se volvió oscura y excusándose, salió de la habitación.
—¿Bueno, qué os parece? —preguntó Denney, y no se pudo resistir a mirar por la ventana pensando en el mundo que le aguardaba ahí fuera.