Diez minutos más tarde, la puerta del edificio de la calle Vicolo delle Palline se abrió y el enjambre que esperaba fuera se volvió loco. A pesar del calor, la mujer que salía del edificio llevaba una gabardina larga, gafas oscuras y un pañuelo tapándole el pelo. Apartó el bosque de micrófonos que le metían en la cara y no dijo nada. Mantuvo la cabeza baja y no reaccionó ante ninguna de las llamadas de atención de los periodistas.
Los fogonazos de las cámaras eran incesantes. Brazos y codos se empleaban a fondo para obtener la mejor posición. El enviado de una de las más conocidas revistas de prensa amarilla cayó al suelo al clavarle alguien un codo en las costillas. Otro gritó al recibir un empujón que le hizo perder su sitio. Uno de los buitres más grandes se lio a puñetazos con un cámara de televisión que intentaba quitarle de en medio. La figura que había quedado en el centro de la melé no podía evitar a los fotógrafos, pero avanzaba en silencio, con la cabeza baja y las gafas oscuras cubriéndole los ojos.
El centro de gravedad cambió de pronto al abrirse paso la mujer entre la última barrera de cuerpos y quedar libre en la calle adoquinada. El clamor del enjambre menguó. Aquello no era normal. Las víctimas solían rendirse mucho antes. Ofrecían una imagen, o unas palabras arrancadas por el poder del grupo. No solía ocurrir que consiguieran rechazar los avances del enjambre tan frontalmente. Algunos periodistas se miraron sorprendidos, pero no hubo tiempo de reaccionar.
Sara Farnese echó a correr. Los brazos de la gabardina acompañaban el movimiento y comenzaba a alejarse a paso rápido, deliberado y firme, saliendo de Il Pasette para tomar una amplia y turística avenida, invitándolos a seguirla.
El rebaño salió tras ella, sin tiempo para sorprenderse de lo inusual de aquella situación. Muy cerca de un puesto de helados de la Vía dei Corridori estuvieron a punto de alcanzarla, pero volvió a cobrar velocidad. Justo entonces los semáforos de la Piazza Pia dejaron paso libre a una riada de coches que, haciendo sonar los cláxones, unos conductores chillando a los otros, le bloquearon el paso.
La figura se volvió y vio cómo le daban caza, jadeando, extrañados ante aquella situación, decididos a hacerle pagar el esfuerzo atacándola en público, obligándola a quitarse el disfraz, gritándola hasta que dijera algo, cualquier cosa con tal que explicara por qué la gente moría por ella y de un modo tan aberrante.
El primer buitre, algo adelantado respecto a los demás, la sujetó por un hombro. Craso error. Un puño fue a hundírsele en las costillas y le dejó sin aliento. Lo único que pudo hacer fue escupir entre dientes una obscenidad.
El tráfico era un completo caos en la plaza, una masa compacta de vehículos recalentados en aquel calor húmedo de más de cuarenta grados. El resto de la manada se acercaba ya, y ella, de un salto, se subió al capó de un Lexus y saltando de coche en coche, cruzó la calle.
Los periodistas la miraron desolados. Estaban sin resuello. Los fotógrafos apenas tenían energía para levantar las cámaras. Los de la tele todavía seguían corriendo, preguntándose qué estaba pasando.
Sara Farnese, que según sabían ellos era una apacible profesora universitaria, corría como una atleta de maratón, más rápido de lo que lo había hecho en la Vía dei Corridori, como si aquel ritmo le fuese más natural que el de andar, y desapareció al doblar la esquina del magnífico Castillo de Santo Ángel moviendo los brazos rítmicamente, pisando con fuerza el suelo, la gabardina volando a su espalda.
Cinco minutos después, una joven madre kosovar, asustada, muy delgada y con un bebé en brazos, se sentaba a la puerta de la improvisada tienda de campaña que era su hogar en la orilla del Tiber, cerca del puente Cavour. Se quedó muy sorprendida al ver acercarse a un hombre delgado, vestido con una gabardina de mujer, que sonreía y que llegaba con la respiración alterada.
Apretando al bebé contra su pecho, se refugió en el interior de la maltrecha tienda. Por lo menos estaba segura de que no era un policía que viviera a desalojarla otra vez. Los policías no llevaban ropa de mujer, ni sonreían así, como si aquella sonrisa naciera de una especie de felicidad interior.
Se detuvo junto a ella y con las manos apoyadas en las rodillas, miró al bebé, se quitó la gabardina y envolvió en ella unas gafas de sol de marca y un pañuelo.
—¿Lo quiere? —le preguntó.
Ella asintió.
Luego sacó del bolsillo un billete de cincuenta euros. Era un montón de dinero.
—¿Qué quiere? —le preguntó ella en un italiano bastante deficiente—. Yo no…
—No se preocupe. Es una costumbre de familia. Mi padre siempre me dice que hay que hacer dos buenas obras al día —sonrió.
Ella no podía apartar la mirada del billete que su niño tenía en la mano. Era más dinero del que había visto en las dos últimas semanas.
—Mucho dinero —dijo.
—Ya se lo he explicado. Dos veces al día. Esta mañana he estado ocupado y me he perdido la primera. Hoy es su día de suerte. Se lleva las dos.
Ella sonrió con cierta desconfianza.
—Me gusta tener suerte.
Nic se preguntó qué edad tendría. No más de diecisiete, seguramente.
—Prométame una cosa —le pidió, escribiéndole algo en un papel que arrancó de su libreta.
—¿El qué?
—Vaya a esta dirección. Es un hostal. Allí podrán ayudarla.
—Bien —contestó no muy convencida.
—No suelo venir por aquí, así que no pierda la dirección.
Y se alejó por la escalera que ascendía al nivel de la calle, hacia el puente que conducía al Vaticano.
Estaba todavía en uno de los peldaños de piedra cuando sonó su móvil.
—Estoy en deuda con usted, señor Costa —dijo Sara Farnese.
—Me llamo Nic. Y no ha sido nada. Pero he perdido la gabardina y lo demás. Lo siento.
Ella se echó a reír. Era la primera vez que la oía reír con desenfado, como si fuera la verdadera Sara Farnese quien lo hiciera, y no la fachada que mostraba al mundo.
—Ha merecido la pena, esa y otras diez más que tuviera. Ha sido genial ver cómo le perseguían… Nic.
—¿Has conseguido escapar?
Hubo un silencio. La pregunta había sido natural, dadas las circunstancias, pero a lo mejor se estaba preguntando si era personal o profesional. Él mismo no lo sabía con seguridad. Sentía curiosidad por saber adonde se iría dadas las circunstancias, y se maldijo por su falta de previsión. Debería haber organizado el seguimiento.
—Llámame otro día, Nic. Si quieres.
Colgó.