La bandada de cuervos seguía arremolinada delante de la puerta de su casa con cara de pocos amigos. En conjunto su estampa parecía decidida, pero también ridícula.
—No puedo creer que me hayas convencido de venir aquí —murmuró Luca Rossi frunciendo el ceño.
—Era el trato, ¿recuerdas?
—Exacto. El trato era que viniera y aquí estoy. Ahora ya puedes entrar tú solito y hablar con esa mujer. Además no me soporta, y seguramente adelantarás más si estás solo.
—¿Has vuelto a beber?
—Muy gracioso. Conozco a uno de estos periodistas. A veces me ha resultado útil hablar con él porque se enteran de cosas que nosotros ni olemos. Voy a ver.
Costa se encogió de hombros. No tenía claro si Rossi le decía la verdad. En el apartamento de los Rinaldi había tenido un comportamiento extraño. Se quedaba absorto, como ido, pero había preferido no preguntarle nada.
—Si eso es lo que quieres.
—Volveré a casa por mi cuenta. No te preocupes por mí. Ya hablaremos luego durante la cena.
Qué poca gracia le hacía lo de la cena.
—Teresa está loquita por ti, Luca. Estoy seguro.
—Oye, pues podría ser mucho peor. Teresa la loca no está tan mal.
—Claro que no; si lo que no quiero es robarte protagonismo. Como yo soy un tío guapo, joven, delgado…
Rossi le dio unas palmaditas en la cara.
—Es un sitio nuevo en Testaccio. Calígula, se llama. En el número trece de Alberoni a las ocho. No llegues tarde, que pago yo.
—Genial.
Y Rossi desapareció entre la gente. Lo vio mirar a un tipo que le resultaba conocido y pensó que pronto estarían tomándose una cerveza en el bar de la esquina. Quizás tuvieran algo de qué hablar, pero le parecía poco probable. Entonces le vino a la memoria su conversación con Falcone: busca una explicación más sencilla. Su compañero no quería ver a Sara Farnese. Eso era todo.
Aquella idea suya le pareció todavía más descabellada cuando ella le abrió la puerta. Llevaba una camisa de color rojo oscuro y unos vaqueros desgastados pero de diseño. Se había recogido el pelo en una coleta y sus hermosos e inteligentes ojos verdes brillaban con una luz nueva para él. Era casi de su misma estatura y tan delgada como él, y se movía con una gracia lenta, como si pensara cada movimiento antes de ejecutarlo.
El apartamento estaba decorado con un buen gusto que Nic asociaba a una mujer de mediana edad y abultada cuenta corriente: reproducciones de muebles de época, una hermosa mesa de comedor en el centro y cuadros por todas partes. Paisajes, retratos medievales y algunos trabajos abstractos que increíblemente no desentonaban en absoluto. Las paredes estaban empapeladas con un papel grueso, de esos que se ven en los hoteles caros y había libros por todas partes. Estanterías y estanterías repletas de libros y no precisamente ediciones de bolsillo; incluso los había encuadernados en cuero. Lo que no vio por ninguna parte fue la televisión. Sólo un equipo de música con pinta de ser muy caro y un montón de compactos de música clásica. Aquello carecía de sentido. Aparte de los vaqueros y el magnetismo de su propia persona, era como si aquella mujer, que no podía tener más de treinta años, llevara la vida de una solterona rica de cincuenta.
Hizo un gesto con la cabeza hacia los periodistas, aunque no se los veía a través de aquella ventana.
—El acoso está penado por la ley. Si quiere, puedo llamar a los municipales.
Ella se sentó en un bonito sillón de respaldo alto que tenía pinta de ser bastante incómodo.
—Ya se marcharán. Sigo sin entender qué es lo que quieren.
Una fotografía. Eso querían. Querían ocupar las primeras páginas con su belleza y decir: esta es la mujer por la que se volvió loco un catedrático y se suicidó, pero asesinando antes al novio de ella y a su mujer. Y por algo que no era amor.
Él se acomodó en un sofá bajo. Se sentía extraño y fuera de lugar en un entorno como aquel.
—Quieren fotografiarla. Eso es lo que esperan.
—Pues van a tener para largo. La compra me la traen a casa de mi vecino de abajo, que luego me la sube, y no pienso volver a la universidad hasta que termine esta locura. Por mí pueden acampar ahí fuera si quieren, que no van a conseguir nada.
Eso era fácil de decir. No sabía lo pronto que la gente se venía abajo siendo el centro de tanta atención, y eso era lo que estaban esperando.
—No me ha dicho cómo se llama.
—Costa. Nic Costa.
—¿Qué quiere usted, señor Costa?
—Un poco de información rutinaria —contestó, sacando una libreta—. Algunos detalles personales, si no tiene inconveniente.
—Bien.
En unos cinco minutos, Sara Farnese le relató escuetamente los hechos. Tenían la misma edad: veintisiete años. Era un poco más joven de lo que él se había imaginado. Tenía nacionalidad italiana e inglesa, que era la de sus padres, y ocupaba un puesto de profesora en la universidad. Su relación con Rinaldi había durado escasamente unas semanas. Nunca había mencionado la visita de Hugh Fairchild en presencia de Rinaldi, aunque también era posible que él la hubiera oído hablar de ello con alguna otra persona. No tenía ni idea de los problemas económicos ni de la adicción de Rinaldi, y ambas cosas fueron una sorpresa, seguramente verdadera, para ella.
Recitó de memoria el párrafo que contenía lo que se habían encontrado escrito en la pared sobre la sangre de los mártires, pero no podía decirle qué relevancia podría tener. Sólo por curiosidad, Costa le leyó la adivinanza completa que aquella misma mañana les había leído Falcone.
—Así que sólo es una adivinanza —murmuró, admirada.
—¿No quiere hacer las operaciones?
—¿Por qué iba a hacerlas? La respuesta es obvia: sólo el hombre iba a Saint Ivés. El resto iba a otro sitio.
Empezaba a comprender la incomodidad de Rossi en presencia de aquella mujer. Era demasiado lista, demasiado fría, demasiado distante, tanto que le hacía sentirse pequeño y estúpido, y no porque ella hiciera deliberadamente algo para hacerle sentir así, sino por su mera presencia, por su forma de hablar. Pero todo ello era accidental. Había también un aire de soledad en ella que resultaba más evidente en aquel lugar aséptico y recargado que llamaba su hogar.
—¿Conocía a mucha gente en el Vaticano el profesor Rinaldi?
—A los que conocemos todos: a los académicos. Son los que controlan el acceso a la biblioteca.
—Imagino que se necesita un pase para poder entrar, ¿no? Algo que te permita traspasar la puerta sin tener que hacer cola junto a los turistas.
Abrió un pequeño bolso azul de piel que estaba junto a la silla, un bolso que, al igual que todo lo demás en aquella habitación, era demasiado maduro para ella, y sacó una pequeña tarjeta plastificada con su nombre y su foto.
—Claro. La biblioteca posee más material sobre los albores de la cristiandad que cualquier otra biblioteca del mundo. Por eso vine a Roma.
Costa examinó detenidamente la tarjeta.
—Pero esta tarjeta sirve para acceder al Vaticano en sí, no a la biblioteca.
—A veces —contestó tras un ligero titubeo— tienes que consultar archivos que están fuera de la biblioteca, y con esta tarjeta se gana tiempo.
No conocía a nadie, aparte del personal que trabajaba en el Vaticano, que tuviera una tarjeta como aquella.
—¿Stefano también tenía una?
—No lo creo. La había solicitado, pero aún no se la habían concedido. A lo mejor por eso se formó tanto jaleo cuando quiso entrar.
Aquello no tenía sentido. Ella llevaba tres años en la universidad y ya tenía uno de aquellos valiosos pases. Rinaldi, que llevaba en su departamento más de veinte, tenía que hacer cola como un japonés más.
—¿Y cómo es que Rinaldi no la tenía, si es algo tan útil?
—Pues no lo sé, lo siento. Trabajábamos en el mismo departamento, pero no en la misma materia. A lo mejor para él no era tan necesaria. Ahora se puede conseguir mucho material a través de Internet. Yo prefiero consultar la fuente. Me parece más… propio.
—¿Y por qué cree que él podía no pensar lo mismo que usted?
—Ya se lo he dicho —insistió—. No lo sé. Tuvimos una breve aventura, pero no puedo decir que lo conociera bien.
Sin embargo, Stefano Rinaldi creía conocerla lo suficientemente bien como para suicidarse delante de ella confiando en que hiciese… ¿qué? ¿Salvar a su mujer a cambio de la muerte de su amante?
Un retazo de la conversación que habían mantenido el día anterior le volvió a la memoria.
—Señorita Farnese, ayer me dijo que Rinaldi le habló en dos voces distintas.
Era obvio, por la sorpresa de su cara, que lo había olvidado.
—Sí. Al citar a Tertuliano, lo hizo en voz alta y firme, casi como si fuera un pronunciamiento, algo que todo el mundo tenía que oír —tardó un instante en continuar—. Pero cuando me habló de Mary, lo hizo en voz mucho más baja. Para que sólo le oyera yo.
Costa empezó a darle vueltas.
—¿Había alguien más en la sala que conocieran, aparte del guardia que le disparó?
—No. Todos eran desconocidos.
—Pero si pronunció unas palabras en voz alta y luego otras en voz baja tenía que ser por algo. Es como si alguien lo estuviera observando, alguien que tuviera que oír la primera parte pero no la segunda. Por favor, intente recordar.
Ella se quedó pensativa.
—Stefano entró en la habitación precipitadamente y cuando pronunció esas palabras por primera vez, estaba ya lejos de las demás personas que había en la sala. Aun hablando alto no podrían oírle. La segunda vez fue diferente, pero…
Nic pensó en la cantidad de dinero que debía gastarse el Vaticano en seguridad y sintió la necesidad de volver al lugar donde había visto la piel de Hugh Fairchild sobre una mesa de caoba.
—Comprendo. Lo siento. Deben parecerle preguntas absurdas.
—En absoluto. Todo lo contrario. Dadas las circunstancias, son las preguntas más inteligentes que se podrían hacer. Ojalá pudiera ayudarle más.
Rossi tenía razón. Habría sido muy incómodo estando los dos en la habitación. Sara Farnese era una extraña mezcla de fuerza y timidez, y cuanta más gente hubiera alrededor, menos diría.
Se guardó la libreta y se levantó.
—¿Quiere tomar un café, señor Costa?
—Gracias —contestó, sonriendo—, pero tengo otra cita.
—¿Tendremos que volver a vernos?
—Espero que mañana quede todo terminado. No creo que haya necesidad de hacerle más preguntas.
Sacó una tarjeta y le anotó su número de teléfono particular y el del móvil, y señalando la ventana, se la entregó:
—Recuerde lo que le he dicho del acoso. Llámeme y haré que alguien hable con ellos.
Leyó la tarjeta y la guardó en el bolso.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
—Bien. Ah… —era un viejo truco, pero a veces funcionaba—. Casi se me olvida. Quería preguntarle si conoce a una persona en el Vaticano… un tal Cardenal Denney.
Ella negó con la cabeza y le dedicó la sonrisa más clara que le había visto desde que la conocía.
—Lo siento, pero no conozco a nadie por ese nombre.
—De acuerdo.
Sara Farnese volvió a mirar a la ventana con tristeza.
—¿Está segura de que no quiere salir un poco? —le preguntó Costa—. A dar un paseo. No puede quedarse encerrada aquí para siempre.
Ella frunció el ceño.
—Es que no estoy segura de poder enfrentarme ahora a todo eso.
El se quedó mirándola un instante y luego murmuró:
—A lo mejor…