Jay Gallo estaba sentado en el césped abrasado de la colina Esquilme, cerca de la Vía Mecenate, comiéndose una pizza calzone que había comprado en la pizzería de la esquina: Aromático Zucchini y anchoas saladas envueltas en mozzarella. La excavación estaba en su cuarto día y había vuelto a detenerse. En cuanto cualquiera de los productores de Nueva York se enterara de cómo iban las cosas, cerraría el grifo y él volvería a encontrarse sin trabajo y sin vales de comida. De todos modos, estaba deseando dejar aquel trabajo. Podía ganar bastante más trabajando de guía para grupos de turistas ricos contándoles de vez en cuando alguna que otra historia picante. No soportaba a los de la televisión. Se creían el ombligo del universo. Su incompetencia organizativa era insufrible. Pero sobre todo, no podía tragar su falta de integridad. Antes de que el alcohol y las drogas tomaran las riendas de su vida y la lanzaran en otra dirección, Gallo había sido un prometedor investigador de Harvard. Conocía bien su especialidad: los últimos años de la Roma imperial, un tema que había ampliado considerablemente para satisfacer las necesidades de su trabajo como traductor y guía turístico. Para él ver cómo se montaba aquella farsa en torno a la excavación de lo que podía o no ser un pedazo sin mayor importancia del Domus Aurea, La casa Dorada de Nerón, y presenciar cómo se atribuía una falsa importancia a cada resto de barro, a cada clavo oxidado con dudosa conexión con el pasado, era una pura agonía. Porque Gallo, a pesar de sus problemas personales, comprendía lo que era el rigor intelectual y sabía cuándo se disfrazaba por el bien de los beneficios económicos.
Scipio Campion —incluso el nombre le daba dentera— era la encarnación de aquel pecado. Profesor de segunda fila de Oxford, con un rostro casi sin barbilla y un acento que podía cortar el cristal, había nacido con aquella pose académica británica que a la televisión norteamericana tanto le gustaba. Según se decía en el programa, había encontrado, en un solo día de trabajo, el campo desde el que el ejército de Espartaco divisó Pompeya; otra sesión le había bastado para hallar los restos de un palacio en Glastonbury, con sus pinturas murales y todo, que decía ser el posible emplazamiento de Avalon; y, a las afueras de la moderna Alejandría, había descubierto la tumba de Cesarion, el hijo de Julio César y Cleopatra, con su esqueleto decapitado. Qué poca vergüenza. Viendo las evoluciones de Campion ante la cámara, sabía que podía hacerlo mejor si le daban la oportunidad, pero la productora, la muy cerda, se le había reído en la cara cuando se le ocurrió proponérselo.
Terminó su calzone mientras Campion, la productora y el equipo de cámaras discutían por enésima vez, en aquella ocasión sobre cómo debía iluminarse a la estrella.
—Imbéciles —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular. Ojalá no estuviera de tan mal humor. Las cosas no le iban bien últimamente. Había tenido que rebajarse a trabajar de chico de los recados para una gente que no le gustaba un pelo, entregando paquetes que Dios sabe lo que contenían en direcciones a las que nunca querría tener que volver, pero andar metido en las bambalinas de un pésimo programa de televisión siempre era mejor que estar en la cárcel. Su móvil vibró en el bolsillo de la camisa, lo sacó con un gesto de cansancio y se alejó de allí para que no pudieran echarle la bronca por hablar en el rodaje.
—¿Señor Gallo? —le interpeló una voz de hombre—. Me llamo Delgado, y trabajo para una empresa turística del Borgo. No creo que nos conozca. Verá, es que tengo un asunto inesperado. ¿Está usted ocupado?
—Mucho.
Era la respuesta que siempre daba a los clientes de última hora. Tenía que conseguir que le estuvieran muy agradecidos por sus servicios y que, a cambio, fueran muy generosos.
—Vaya. Lo siento. En otra ocasión quizás.
—No he dicho que no pueda trabajar para ustedes. Sólo que estoy muy ocupado.
—Es que necesitamos a alguien para ahora mismo. Uno de mis colaboradores me ha dejado tirado, y vamos a recibir un grupo muy importante de personas que quieren visitar Ostia. Tengo que encontrarles un traductor para dentro de una hora.
—¿De qué va el asunto?
—¿El qué?
—Que de qué se supone que tengo que hablar.
—De los últimos hallazgos de la Roma imperial. Del puerto. Nada importante.
Gallo sonrió por primera vez en lo que iba de día.
—De ese tema puedo hablar todo lo que quiera. Trabajé en ello en Harvard.
El hombre dudó.
—Eso tengo entendido. Entonces, ¿está usted disponible?
Gallo supo que era el momento de atacar.
—Voy a ser sincero con usted. Tengo un asunto personal del que ocuparme, y si me veo en la necesidad de cancelarlo, tendré que cobrarle el doble de mi tarifa habitual. Seiscientos dólares día.
Hubo otra pausa.
—Es mucho dinero.
No podía decir que no, estaba claro, y no es que le gustara dejar colgado a nadie, pero sólo quedaba un día de filmación y le habían pagado por adelantado. Y en aquella ocasión en concreto, iba a ser un gustazo.
—Lo toma o lo deja.
—¿Dónde podría recogerle dentro de treinta minutos?
—En el bar del Ostería Capri, en Labicana. Al final del Coliseo.
—¿Tomando café?
—Tomando café —repitió, sorprendido. ¿Qué andarían diciendo de él por ahí?
—Allí estaré —concluyó el hombre y colgó antes de que pudiera preguntarle cómo iban a reconocerse.
Volvió al rodaje. Estaban grabando. Campion tenía en la mano un trozo de vasija y se preguntaba si no pertenecería a alguna jarra de vino que el mismísimo Nerón hubiera tenido alguna vez en la mano.
Gallo se plantó delante y le quitó de la mano aquel pedazo de barro tosco y sin pulir.
—Permítanme aportar un hecho entre tanta imaginación —dijo, sonriendo a la cámara—. Nerón vivió aquí, como mucho tres años antes de que ordenada a su esclavo que lo matase para impedir que los romanos lo desmembraran. Los emperadores no eran campesinos del Mediterráneo. Comían en platos de la mejor porcelana y bebían en las más hermosas copas de cristal. Esto jamás habría salido de la cocina. Incluso un esclavo se habría avergonzado de tener algo así. Has encontrado los Tupperware de la roma imperial, majete, y no deberías decirle a la buena gente que ve tu programa desde sus casas otra cosa.
Jay se sintió bien. Incluso a lo mejor se tomaba una cerveza antes de que llegara el hombre de la agencia.
La productora, una mujer pequeña de piel oscura y expresión malévola, le empujó por el brazo con un solo dedo.
—Está usted despedido.
—¡Ay, qué calamidad! —exclamó Gallo sonriendo, y echó a andar colina abajo, tan contento que comenzó a silbar.
Tuvo tiempo de tomarse dos cervezas antes de que llegara el hombre al que esperaba. Lo recibió con una alegre sonrisa en la cara. Podía hacer un buen trabajo cuando se sentía así. El mundo entero estaba lleno de gente que lo quería.
Salieron y se subieron a un Mercedes grande y negro con placas vaticanas.