Si tenían que ir a un bar estando de servicio, Costa quería que fuese uno que él conociera. Rossi contemplaba pensativo la pequeña copa medio llena de un vino de color pajizo que tenía ante sí. Lo olió, lo probó, hizo una mueca y se llevó a la boca un trozo de pan con algo de queso. Las migas cayeron por todas partes. Estaban sentados en los pequeños taburetes de una bodega a la que Costa iba de vez en cuando y que quedaba cerca de su casa en el Campo dei Fiori. El establecimiento estaba vacío, a excepción de ellos dos y de una mujer que había dejado de fregar el suelo para servirlos.
—¿Por qué no podemos ir a un bar de verdad y beber cerveza como la gente normal? —se quejó Rossi—. ¿Es que no sabes echar cuentas? ¿Por qué tengo que pagar el doble por este sándwich, que encima tengo que hacerme yo mismo, cuando puedo tomarme uno tres veces más grande y pagando la mitad a la vuelta de la esquina, donde además tienen cerveza?
Costa le dio una palmada en la tripa. La suya era una tripa colosal y aquel era un gesto que implicaba cierta intimidad. Rossi se lo permitió sin estar demasiado convencido, como un león que permitiera que su domador le acaricie la cabeza.
—La cerveza engorda. Y no sólo en kilos. También en gases. Confía en mí. La dieta es importante, tío Luca, sobre todo para un hombre de tu edad y… condición.
—Estoy perfectamente satisfecho de mi condición. Y no soy tu tío, ¿vale? Además, ¿se puede saber por qué vives aquí? Eres un esnob. Los policías no vivimos en sitios como este. Y encima tengo que aguantar que me traigas a un sitio tan cursi como esta dichosa enoteca.
—No soy un esnob, y este sitio me gusta, sin más.
—¿Para poder hacértelo con las turistas cuando se han tomado una copa de más?
—No. Porque me gusta y punto.
—No hay quien te entienda. Anda, dime dónde está el cuadro que te gusta.
—Hay demasiados para quedarse sólo con uno.
Su compañero lo miró como si acabara de darle la clave de su extraño gusto por vivir allí.
—No sabía lo de tu accidente, Luca. Lo que te pasó. Lo siento.
—He visto cosas peores —contestó bajando la mirada—. Y tú también ayer. Son cosas que pasan. Te dices: no hay problema. Puedo superarlo. Y luego, te tropiezas un buen día con algo que te hace darte cuenta que esas cosas siempre han estado ahí, y que tú te habías limitado a mirar hacia otro lado.
—Hay un cuadro aquí cerca que va de eso. Puedo enseñártelo si quieres.
Rossi casi se echa a reír.
—¿Yo, viendo cuadros?
—Sí. ¿Por qué no?
—Sólo si no se lo cuentas a nadie. En la comisaría más de uno se moriría de risa.
—Vale. Pero antes quiero que me hables del Cardenal Denney.
Rossi le agarró por un brazo.
—¡Baja la voz, Costa!
Costa lo miró sorprendido. Allí no había nadie más que la mujer que seguía limpiando, lejos de ellos.
—Nunca se sabe —añadió Rossi a la defensiva.
—¿El qué?
—Nunca escuchas los chismorreos de la comisaría, ¿verdad?
—Estoy demasiado ocupado trabajando.
—Vaya por Dios. Me ha tocado el santo. A ver: ¿has oído hablar de la Banca Lombarda?
—Claro. He leído por ahí que está en crisis. Parece ser que por inversiones equivocadas. Están teniendo problemas con las autoridades, y se dice que puede haber dinero de la mafia de por medio. Pero de la mafia norteamericana.
—Chico listo. Pues bien: tuve un compañero hace tiempo al que le gustaba mucho largar. Seguramente hasta hablaba en sueños, y lo curioso es que merecía la pena escucharle. Había trabajado de apoyo con los de delitos fiscales del Ministerio de Hacienda y al tío le encantaba hablar de las operaciones encubiertas que habían organizado, y se sabía todos los nombres de esos políticos que tienen carita de buenos y que en realidad están pringados hasta las cachas. Sabía quiénes manejaban los hilos en la sombra. ¿Y sabes qué? Pues que uno de esos tíos llevaba birrete cardenalicio. Y todavía podría seguir llevándolo si quisiera. Es Michael Denney, y de no ser porque se esconde donde tú ya sabes, lo tendríamos encerrado hace tiempo.
—¿En el Vaticano?
—¿Dónde si no? —Rossi esperó a ver si Costa era capaz de continuar la historia—. No te enteras de nada, Costa. El banco era sólo una fachada. Denney utilizó una de las empresas del Vaticano sin decírselo a nadie para una historia personal suya —se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago—. Y ahora el tinglado se le está yendo al garete. Tiene problemas de liquidez, y nadie sabe lo que va a pasar. ¿Te suena?
—Sí. He leído algo sobre el tema.
—De lo que hayas leído, no te creas ni una palabra. Ese tal Denney ha estado metiendo mano en cosas que nadie debería tocar, y menos un miembro de la iglesia. Tenía fondos invertidos en países en los que no es posible tener esas cantidades de dinero. Lugares a los que se puede llevar el dinero sin que nadie se dé cuenta: ni los de Hacienda, ni los de Inteligencia. Hay un montón de gente esperando poder hablar con él sobre el asunto: nosotros, el Ministerio de Justicia, el FBI, y seguramente la mafia también. Les gusta que su dinero quede como los chorros del oro. Tiene suerte de poder esconderse tras las sotanas mientras intenta convencernos de que está amparado por la inmunidad diplomática —hizo una pausa—. ¿Te acuerdas de lo que dijo Falcone sobre Rinaldi?
Sí que se acordaba. Rinaldi había sido llamado a declarar en un juicio como experto en ese asunto.
—¿Tú crees que Denney le estaba pagando para que se pusiera de su lado?
Rossi volvió a mirar a su alrededor para asegurarse de que no había entrado nadie.
—Pues si era así, no le funcionó. A lo mejor por eso Denney se cabreó con él. Hace años que dejó la curia para trabajar en las finanzas. Si quería ser diplomático, tendría que haberlo dicho mucho antes. Demasiado tarde para arrugarse cuando falta ya un montón de dinero.
Costa intentaba comprenderlo todo.
—¿Por qué un hombre así iba a robar tanto dinero?
—Porque lo lleva en la sangre. Denney proviene de una familia de origen irlandés afincada en Boston. Al principio se dedicaron al contrabando a gran escala, y fueron secuaces de Joe Kennedy durante un tiempo. De ahí pasaron a la política, a las finanzas… ya sabes. Pero nunca han dejado de tener un pie en la ilegalidad. Deben llevarlo en los genes. A él lo metieron en la iglesia mientras el resto se quedaba al frente de los negocios de la familia, y Denney se dedicó a eso durante un tiempo, bastante bien por cierto. Se labró una buena reputación trabajando en los barrios irlandeses de Boston. Un tío con don de gentes. Luego empezó a subir, vino a Europa. A los treinta, estaba ya en Roma. A los cuarenta se ciñó el birrete púrpura y de pronto se cansó de escuchar a los paisanos confesar las guarradas que le hacían al vecino. Se metió en el negocio, y dirigiendo el banco metió el dinero del Papa por todas partes. En IBM y General Motors, por ejemplo. Después, en empresas ficticias. Y luego, de pronto se descubre que no es sólo el dinero del Papa, sino montones de pasta que llegan de todas partes, a la que se le ha lavado la cara Dios sabe dónde —Rossi miró su vaso vacío—. ¿Por qué demonios te contaba yo todo esto?
—Porque querías ponerme al día de los rumores.
—Ah, sí. En fin, que según me dijo el tipo ese con el que trabajé, llega el nuevo milenio y al banco de Denney empieza a irle como a todos los demás: regular. Así que invierte en esas historias de última tecnología, en compañías aéreas y en telecomunicaciones. En resumen: que empieza a perder olfato. Un día del mes de septiembre enciende la tele y ve dos aviones estrellarse en unos rascacielos, ¿y qué pasa? Pues lo que ya era malo se vuelve todavía peor, y llega el desastre. Si todo saliera a la luz, Denney estaría acabado y con el traje a rayas, lo cual no le gustaría nada ni a él ni a los que le confiaron el dinero pensando que invertían en algo que llevaba el sello sagrado en la cubierta. A nadie le gusta perder su dinero, y a esa gente, menos.
—Ese amigo tuyo sabe mucho —observó Costa.
—Era un tío listo. Bueno, era, no: es.
—Además tiene su aquel cómo lo cuenta. ¿Dónde está trabajando ahora?
—Seguramente con algún mocoso imberbe que no se cree ni una palabra de lo que le cuenta.
—¿Ha podido arrestar a alguien?
—¿A quién? La Banca Lombarda no está todavía intervenida oficialmente. Sólo suspendida. Toda la pasta pasaba por sitios como Liechtenstein y Gran Caimán. Como para seguirle la pista. Los de la policía fiscal tenían a uno de sus empleados contra las cuerdas y pensaron que hablaría si le ofrecían inmunidad. Cuantío fueron a buscarlo lo encontraron flotando boca abajo en la bañera de su piso en Testaccio. Un infarto, dijeron. Muy conveniente. ¿Quién sabe? A lo mejor fue cosa de Denney. Puede que ahora que le ha cogido el gustillo, se esté cargando a los que les haya prestado dinero y no hayan pagado la deuda.
—Pero Rinaldi si pagó. Le dijo al Vaticano que Denney tenía razón.
—Pero no funcionó, ¿verdad? Denney tiene contactos a todos los niveles, pero a mí me da en la nariz que no están muy contentos con él últimamente, lo cual le proporciona todavía más motivos para quedarse tras esos muros, donde nadie puede tocarlo. Al menos hasta que el Vaticano decida lavarse las manos y entregar la oveja negra a los lobos. Y eso es lo que debería pasar, pero no va a ser así.
Costa estaba boquiabierto.
—¿Por qué? ¿Por qué iba a tolerar algo así la iglesia?
Tuvo la sensación de que era el mismísimo Falcone quien le miraba a la cara en aquel momento. Rossi tenía una expresión que decía no seas tan burro, chaval.
—Esto no tiene nada que ver con la iglesia, sino con el Vaticano, con otro país que como ya te dije en otra ocasión, para nosotros queda tan lejos como Mongolia. A menos que les sirva a ellos de algo, no van a darnos nada. Puede que tengan a Denney en cuarentena hasta que se vea en qué para todo esto, pero también puede ser que no hagan nada. A nosotros lo mismo nos da. Lo que está claro es que no va a poner un pie fuera del Vaticano. Sabe que lo arrestaríamos inmediatamente. Y también sabe que algunos de sus amigos que se ocultan en las sombras querrían tener también unas palabritas con él. Son demasiado meticulosos ahí dentro como para colgar sus trapos sucios al sol. Pero a mí me da la impresión de que ese tipo no puede estar contento con su reclusión. Estaba acostumbrado a alternar con presidentes, y tal y como van las cosas, se va a hacer viejo encerrado en esa cárcel de oro, a menos que le entre un ataque de conciencia y nos lo cuente todo, lo cual me parece bastante poco probable, la verdad.
—Tenemos que investigarlo —declaró Costa.
—¡No! —respondió con vehemencia Rossi, señalándole con un dedo—. ¿Es que no te lo ha dejado Falcone bien clarito? Ni siquiera debería haberte contado todo esto. No vas a volver a entrar ahí, ¿entendido?
—Tú mismo has dicho que circulan muchos rumores. Puedo haberme enterado en cualquier otro sitio.
—¿Qué pasa con el cuadro? —le preguntó, intentando cambiar de tema.
—¿Sigues queriendo verlo?
—Tengo la copa vacía y no me llega la camisa al cuerpo. Por supuesto que quiero verlo.
Salieron del bar y cruzaron la calle principal para adentrarse en el laberinto de calles que se extienden entre el Panteón y la Piazza Navona. Rossi siguió a Nic y ambos entraron en una iglesia anónima de una de las calles laterales.
—¿Quién iba a colgar una obra maestra en un chozo como este? —preguntó Rossi en el lóbrego interior—. He visto iglesias mejores en Nápoles.
—Esta es la iglesia de San Luis de los Franceses, Luca. Aquí están dos de las mejores obras de Caravaggio, y es exactamente donde él quiso que estuvieran, porque las colgó él mismo.
—¿Vamos a ver las dos?
No parecía entusiasmado ante la perspectiva.
—De una en una —contestó Costa, y se adelantó para depositar unas monedas en la caja y que se encendiera la luz. Unos focos iluminaron la zona y Rossi parpadeó varias veces para poder ver la tela que tenía delante. La mayor parte de la acción transcurría en la penumbra: un grupo de hombres vestidos a la usanza medieval sentados a una mesa, contando dinero. Tres de ellos se habían vuelto para mirar a dos figuras que quedaban a la derecha de la escena. Desde el fondo entraba un haz de luz que iluminaba casi violentamente los rostros de los que estaban allí sentados, sorprendidos ante la llegada de aquellas otras dos personas.
—La vocación de San Mateo —dijo Costa—. Es el que está en el centro, señalándose, como si quisiera decir: ¿Quién? ¿Yo?
—¿Y quiénes son los de la derecha?
—Jesús, con la mano extendida, indicándole a Mateo que ha sido elegido como apóstol. Y a su lado Pedro, que simboliza la Iglesia que será construida sobre el evangelio de Mateo.
—¿Y esto qué tiene que ver con que yo perdiera los papeles en aquel accidente? Porque supongo que te referías a eso, ¿no?
Costa asintió. No era tonto su compañero.
—Fíjate en las ropas. Los hombres que están sentados a la mesa van vestidos con lo que eran ropas de la época, pero Jesús y Pedro es como si acabaran de salir de una escena bíblica. A Caravaggio le encargaron que plasmase una escena específica, pero él adoptó una perspectiva más amplia. Se trata del momento de la revelación, de un momento en el que Mateo se da cuenta de que la vida es más que contar dinero en una mesa.
—Pareces un cura —renegó Rossi.
—Lo siento. No era mi intención.
—¿Y esto… —le preguntó, señalando el cuadro con un gesto de la cabeza—, …es lo que a ti te da fuerzas?
—Yo no lo expresaría así exactamente —contestó, pensativo—. Se trata de buscar un sentido, una razón para seguir vivo, para no limitarse a pasarse la vida trabajando y a darse por satisfecho con llegar al día siguiente.
—A mí me basta.
—Claro. Hasta que ves algo que te hace cambiar de opinión. Y entonces acabas trabajando conmigo.
Rossi suspiró. Estaba claro el mensaje. No necesitaba más explicaciones.
—¿Eres católico, entonces? ¿A pesar de todo lo que se dice de tu padre?
—No, en absoluto. Es sólo que me gusta buscar el significado de las cosas. Digamos que es una afición.
Un par de turistas encendieron la luz del cuadro de al lado. Era también un juego de luces y sombras, pero en aquel había más acción. Un hombre mayor estaba tirado en el suelo, agonizando, y un demente estaba echado sobre su cuerpo blandiendo una espada ensangrentada. Había algo muy inquietante en aquel trabajo. Era intenso, palpitante, salvaje. Una historia al borde de la locura.
—El martirio de San Mateo —dijo Costa—. Otra historia para otra ocasión.
—Nunca he comprendido por qué una religión basada en el amor y la paz ha necesitado siempre de tanta sangre —comentó Rossi en voz baja—. ¿Conoces tú la respuesta, o hay que ser católico para comprenderlo?
—Es el martirio en sí. Sacrificarse uno mismo por algo superior al ser humano. Podría ser la Iglesia. Para mi padre, era la hoz y el martillo.
—Me parece una estupidez —respondió, y se pasó la manga por los labios.
Costa sabía lo que quería decir ese gesto: que quería tomar una cerveza, así que salieron de la iglesia.
—Oye, Costa —dijo Rossi, entornando sus ojos acuosos—, si quieres saber más de todo esto, tengo una idea.
—¿Ah, sí?
—Cenemos los dos con Teresa la Loca. Podría sernos útil.
—¿Vamos? ¿Es que los dos tenemos una cita con ella?
Rossi lo miró como si no entendiera su reticencia.
—Es que apenas nos conocemos —objetó.
—Todo el mundo conoce a Teresa.
—Me refiero a nosotros dos.
—Mira chaval —replicó, ofendido—, sé que no hemos empezado con buen pie, pero estoy intentándolo. Además, ella quiere hablar. Sé que los rumores vuelan, y hay algo de cierto en ellos, pero no hemos llegado tan lejos como dicen por ahí. Además, no quiero cenar solo con ella. Esta noche, no.
Costa no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Y por qué tengo que ir yo?
—Porque me lo ha sugerido ella, pero no me preguntes porqué. Supongo que es sólo cuestión de cortesía. Por las buenas relaciones entre departamentos y todo eso.
—Genial.
—¿Vienes entonces?
—Depende —la verdad es que no tenía nada mejor que hacer. Además, a lo mejor fuera del trabajo, Teresa la loca era diferente—. ¿Vamos a seguir investigando?