Capítulo 6

Los Rinaldi vivían en un amplio apartamento en un edificio restaurado del siglo diecinueve de la vía Macenate, una calle residencial que daba al parque y que partía de la vía Merulana y discurría en dirección al Coliseo. El barrio era de lo mejorcito de la ciudad. Quedaba sólo a unos minutos andando de la zona más de moda de la colina Celia. La Casa Dorada de Nerón quedaba a unos cientos de metros del bloque, bajo un césped agostado por el calor. El piso estaba bien decorado, en un estilo moderno y sin estridencias, era de proporciones generosas, y muy tranquilo puesto que daba al enorme jardín interior del edificio, y no a la calle. Aun así, Nic tenía la impresión de que los Rinaldi no andaban precisamente boyantes. La vía Merulana no era un lugar en el que se pudiera pasear con tranquilidad por las noches. La estación de Termini, impresionante foco de miseria, quedaba muy cerca. Fijándose un poco las pruebas saltaban a la vista: jeringuillas y preservativos por los rincones, y durante la noche, el parque se convertía en un escaparate de chicos de alquiler. Un profesor de universidad preferiría vivir en otro sitio. Aquel era uno de esos barrios sumidos en un eterno resurgir que nunca acababa de llevarse a término.

El piso ya había sido revisado concienzudamente. En el informe preliminar se detallaba lo encontrado: algo de cannabis, ningún mensaje en el contestador, nada de cartas incriminantes, nada tampoco en el portátil barato que había en el minúsculo estudio que había junto al dormitorio. ¿Por qué pensaría Falcone que iban a encontrar algo ellos?

Rossi sacó los extractos de la cuenta bancaria de los Rinaldi de un cajón del escritorio. Las sospechas de Costa eran acertadas. Tenían cuentas separadas y ambas estaban en números rojos; en el caso de Stefano Rinaldi, por un importe de un cuarto de millón de euros. También había cartas del banco en las que se les avisaba de que si no satisfacían sus deudas, perderían incluso aquel modesto apartamento.

¿Bastaría aquello para que alguien como Stefano Rinaldi se transformara en un asesino en serie? Falcone nunca aceptaría una conclusión tan traída por los pelos. ¿Dónde estaban las pruebas? Tendrían que volver a interrogar a los vecinos porque en el informe preliminar había muy poca información. Sólo lo habitual sobre una pareja tranquila, algo solitaria y con pocos amigos. Nadie había visto a Mary Rinaldi con un ojo morado. Nadie la había oído quejarse del comportamiento de su marido. Eran, al parecer, un matrimonio sin hijos y sin graves problemas a los que les costaba bastante llegar a fin de mes. Falcone tenía razón: debía haber más. Los extractos y las cartas del banco eran síntomas, sin duda, de una enfermedad grave en la vida de Rinaldi.

Había otra cosa que tampoco cuadraba. Mary Rinaldi, según decía el informe, no trabajaba, pero su marido debía ganar un buen sueldo en la facultad. Deberían haber podido vivir sin apreturas, y sin embargo arrastraban una deuda considerable. ¿Adonde iba a parar el dinero?

Al volver a examinar los extractos del banco, descubrieron la respuesta: el dinero se retiraba en efectivo. El salario de Rinaldi en la universidad ascendía a casi seis mil euros una vez deducidos los impuestos. Aun pagando una hipoteca, debería bastarles para ir tirando. Pero los extractos contaban una historia bien distinta: Rinaldi transfería todos los meses un cuarto de su salario a la cuenta de su esposa, efectuaba pagos que sumados a ese cuarto consumían la mitad del salario y el resto desaparecía en cargos de tarjeta de crédito y en importantes sumas retiradas de la cuenta en efectivo. A veces salían incluso mil euros a la semana.

Nic llevaba siendo policía el tiempo suficiente para saber que había multitud de razones por las que un hombre podía querer disponer de esa cantidad de dinero en efectivo, y las principales eran mujeres, bebida y drogas. Quizás Sara Farnese le resultara cara de mantener, pero parecía poco probable. Le había dado la impresión de que era una mujer demasiado independiente como para confiar en que Rinaldi la proveyera de dinero. A lo mejor la había sustituido, pero en ese caso ¿por qué iba a estar tan furioso con ella como para querer matar a su novio actual?

Tenía que haber una respuesta más sencilla. Mientras Rossi revisaba el contestador, él entró al baño. Era pequeño, estaba cubierto de espejos y tenía sólo un retrete, un lavabo, un armario corriente colgado de la pared y una ducha en el rincón. Abrió la puerta del armario: una maquinilla de mujer, analgésicos, un laxante y dos filas de cajitas de plástico blancas de una de esas tiendas de medicina natural. Leyó las etiquetas: aceite de prímula y ginseng, gingko biloba y selenio. Había ocho preparados distintos. Uno de los Rinaldi, o los dos, debía ir cargado de pastillas al salir de casa por las mañanas.

Abrió la caja más grande de todas, que era la que contenía el aceite de prímula, la abrió y miró las cápsulas amarillas, redondas y brillantes. Quedaban unas diez en una cama de algodón. Esa clase de comprimidos de gelatina venían siempre embalados, y a él el algodón le daba dentera. Tocarlo le provocaba la misma reacción que a otras personas pasar las uñas por una pizarra. Además, le parecía absurdo su uso en una caja de píldoras de gelatina flexible, que difícilmente se iban a romper. Debía ser para evitar que sonaran. Volcó la caja y vació el contenido en el lavabo. Luego, apretando los dientes, sacó con cuidado el algodón.

Debajo había una bolsita de plástico transparente que contenía un polvo blanco. Menudos incompetentes los del primer registro. No le hacía ninguna gracia buscarle líos a los compañeros, pero en aquella ocasión no iba a tener más remedio. Sacó la bolsita, la abrió y probó el contenido para asegurarse de que era cocaína. La raíz del problema del dinero que tenía Rinaldi estaba allí. A lo mejor la droga había sido la responsable del estado de excitación de Stefano. Pero en la autopsia no habían encontrado rastro de estupefacientes.

De todos modos, era todo lo que tenían por el momento.

Salió al salón y le mostró la droga a Rossi.

—Y se suponía que eran personas inteligentes —comentó Rossi—. ¿Por qué terminarán metiéndose en estas cosas?

—No tenían familia —le contestó.

Era sorprendente lo mucho que ese factor aparecía como condicionante en los casos que había investigado. Pero todo consumidor tenía un sustituto de esa familia que le faltaba: la persona que satisfacía su necesidad de droga. En la clase media, esa necesidad se satisfacía regularmente, como quien va al médico. Esas retiradas de fondos semanales y en efectivo así lo confirmaban. En algún punto de la ciudad estaba el traficante que los conocía; seguramente un traficante que trataba sólo con profesionales, que nunca corría riesgos y que seguramente también era inteligente; dispondría sin duda de toda una batería de razones filosóficas para justificar lo que hacía.

Costa y Rossi se pasaron una hora revisando la agenda de Mary Rinaldi, llamando a todos los números que encontraron en ella, hablando con peluqueros, médicos, conocidos y un par de agencias de viajes. Cualquiera de ellos podía ser su proveedor. Luego hicieron lo mismo con los nombres que encontraron en el ordenador de Rinaldi. Era una lista de unos cuarenta individuos, principalmente contactos académicos. Más tarde le entregarían esa misma lista a los de narcóticos, a ver si les sonaba alguno de aquellos nombres.

Rinaldi usaba mucho el ordenador. Estaba lleno de ensayos y cartas, principalmente dirigidas al banco y además estaba conectado a la línea telefónica. Costa entró en su correo electrónico esperando encontrárselo protegido por alguna contraseña, pero curiosamente aparecieron tres mensajes en su bandeja de entrada, fechados los tres dos días antes. Uno de ellos era publicidad y otro una invitación para una convención que se celebraba en Florida.

El tercero era muy breve. Decía simplemente el dinero no es problema. Quedamos allí a las diez. No había remitente, ni dirección de correo, pero aparecía un número de teléfono de Roma al pie de la pantalla.

Rossi lo miró sorprendido.

—¿Y se han pasado esto por alto? Falcone se va a poner hecho una fiera.

Costa descolgó el teléfono y marcó. Una voz de mujer contestó.

—¿Despacho del Cardenal Denney?

—Perdón. Me he equivocado.

Rossi no dejaba de mirarle.

—¿Y bien?

—Era el despacho de un tal Cardenal Denney. ¿Te dice algo ese nombre?

Rossi dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.

—Necesito beber algo ya. Antes de que encontremos algo más.