Costa y Rossi fueron convocados al despacho de Falcone a las ocho de la mañana del día siguiente. El comisario estaba de un humor de perros. Tenía el ceño constantemente fruncido, pero estaba tan espabilado como si fuera mediodía. Nadie tragaba su mala sangre, y nadie le reconocía sus méritos como comisario, pero Falcone era un hombre lúcido como había pocos en los escalafones más altos del cuerpo. Había resuelto varios casos difíciles, de esos que ocupan varias páginas en los periódicos, y tenía influencias que iban más allá de la esfera policial. En la Questura se le tenía mucha consideración, pero poco afecto.
Tenía sobre la mesa el expediente del caso Rinaldi, con todas sus espeluznantes fotografías.
—Insuficiente —dijo sin más.
Fue Costa quien contestó.
—Señor, estamos trabajando en ello. Tendrá un nuevo informe a las diez.
Rossi se removió incómodo en su asiento. Falcone lo miraba y los dos sabían lo que decían sus ojos: ¿ahora habla el niño por ti?
—¿Tenéis algo contra Sara Farnese?
—¿Se refiere a si tiene antecedentes?
—Exactamente eso.
—Está limpia —contestó Rossi—. Anoche busqué en nuestra base de datos y no tiene ni una multa por exceso de velocidad.
Falcone se inclinó hacia delante para asegurarse de que Costa le miraba.
—Hay que contrastar esas cosas.
—Lo sé. Lo siento.
—¿Qué tenemos entonces? ¿El novio abandonado mata al novio actual y se lleva por delante de paso a su propia mujer?
—Algo así.
Falcone se encogió de hombros.
—En eso no tengo nada que decir. Sería lo más lógico. Esta mañana he hablado con los de la policía científica y no han encontrado una sola huella en la torre, ni en la planta baja ni en el primer piso. Limpio como los chorros del oro. Sólo las de Rinaldi y los dos cadáveres.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Costa.
—¿El problema? —Falcone señaló a Rossi con la cabeza—. Pregúntale a él.
Nic miró a su compañero. Aún no habían hablado desde lo del día anterior y tenían que hablar. Respetaba a Rossi y no quería que hubiera tanta frialdad entre ellos.
—¿Luca? —le preguntó.
Rossi frunció el ceño.
—El problema es encontrar el por qué. Rinaldi dejó de verse con Sara Farnese hace cuánto: ¿tres, cuatro meses? Entonces, ¿por qué ahora?
—A lo mejor no se había enterado de lo del inglés —aventuró Costa—, la oyó hablar de lo mucho que le gustaba y se volvió loco.
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Falcone, señalándolo con el dedo—. No está en el informe.
Costa revisó mentalmente la conversación que había mantenido con ella.
—No.
—Vamos a tener que volver a hablar con esa mujer —dijo el comisario—. Necesitamos más detalles: fechas, nombres, razones.
—Bien —asintió Costa.
Rossi miraba por la ventana y se palpaba los bolsillos buscando un cigarrillo. Rinaldi y Sara Farnese tenían que haber hablado antes de los asesinatos, pensó Costa. No podía haber otra explicación.
—¿Y por qué llegar a ese ensañamiento? —preguntó Falcone—. ¿Por qué desollar a un hombre? ¿Por qué molestarse en poner a su propia mujer sobre una silla, como si quisiera que la otra la encontrase viva? Y todo lo que escribió en las paredes…
—Estaba loco —se reafirmó Costa—. Tienes que estarlo para matar a alguien de esa manera.
Falcone sonrió con ironía.
—Demasiado fácil. Además, aunque fuera cierto, ¿crees que no hay razones detrás de la locura? ¿Crees que las cosas ocurren sin más? Ese tipo era profesor en la universidad. Un hombre inteligente y organizado. Debió ser muy convincente para conseguir que el inglés acudiera a la cita pensando que iba a encontrarse con Sara Farnese. Además tuvo que convencer a su mujer de que subiera a la torre y arreglárselas para colgarla. Después mató al novio, lo despellejó, salió para la biblioteca… o a lo mejor colgó primero a su mujer, en cuyo caso ¿cómo se dejó colgar el inglés después de haber visto lo que le hacía a ella? ¿Puede hacer una sola persona todas esas cosas? Podría ser, ¿pero cómo? ¿En qué orden? Ese Fairchild era un tío grande, y no creo que se quedara quietecito mientras Rinaldi lo ataba. ¿Qué fue lo que pasó?
—Eso sí lo sabemos —intervino Rossi—. Acabo de hablar con Teresa y parece ser que han encontrado restos de una droga en el cadáver. Un sedante.
—¿Qué sedante? ¿Cómo podría pararse a administrar un sedante un tío al que lo que le pide el cuerpo es despellejar a otro? Y ya que nos ponemos, ¿cómo demonios sabe un profesor universitario desollar a alguien? Y por encima de todo esto, otra pregunta que para mí es más importante: ¿por qué? ¿Por qué hacer algo así?
—Ella es profesora en el mismo departamento que él —dijo Costa—. La cita que había escrita en las paredes es de uno de los primeros teólogos del cristianismo. A lo mejor le pareció apropiado.
—¿Apropiado? —repitió Falcone, como si fuera lo más estúpido que hubiera oído en su vida—. ¿Quieres decir que lo que en realidad pensaba ese tío era Todos somos mártires por tu causa, zorra. Y aquí está la prueba? No me lo creo. Además, ¿qué iba a conseguir con eso? Si hubiera pensado matarla a ella después, tendría más sentido, pero tú dices que no. Que sólo quería que fuese a la torre lo antes posible. El lugar en el que había dejado a su propia esposa todavía con vida. ¿Para qué?
Costa miró a Rossi pidiéndole ayuda, pero su compañero seguía fumando y mirando por la ventana. Iba a ser otro día de calor y cielos despejados. ¿Qué querría exactamente Falcone de él?
—Y estás equivocado —continuó Falcone—. Rinaldi estaba en el mismo departamento que ella, pero no tenían la misma especialidad. Su campo era el derecho romano, la curia, todas esas historias que tanto le siguen gustando al Vaticano.
—¿Eso es relevante? —preguntó Rossi.
—Tú me dirás. He estado revisando los expedientes. Hace cuatro meses, Rinaldi fue convocado como experto cualificado para declarar en una comisión gubernamental en la que se estaba estudiando la inmunidad diplomática de los empleados de alto rango del Vaticano. Ellos quieren tener más, y nosotros que tengan menos. Rinaldi declaró que ellos tenían razón, de acuerdo con una ley antiquísima. ¿Cómo demonios encaja eso con los mártires?
—¿Está diciendo que cree que mi conclusión está equivocada, señor? ¿Piensa usted que Rinaldi no es el asesino?
—Claro que lo es. No veo cómo podría ser de otro modo.
—¿Entonces qué? ¿No es suficiente con saber que fue Rinaldi el que lo hizo todo? A veces nunca llegamos a averiguar por qué en una investigación y no nos queda más remedio que aceptarlo.
—Todavía no —espetó Falcone, mirándole a los ojos—. Soy un tío insistente y fastidioso. Es mi curiosidad lo que me hace funcionar, lo que hace funcionar a cualquier buen policía. Si no eres curioso y perseverante, nunca llegarás a saber nada. Quiero que encuentres respuesta a las preguntas que me planteo y están sin contestar. No quiero detectives que se crean que trabajan en el taller de Papá Noel y que todo lo que tienen que hacer es preparar un paquetito muy mono con muchos lacitos y dejarlo sobre mi mesa para que yo les pase la mano por el lomo y puedan irse a jugar a otra cosa. Este trabajo no es así.
—Lo sé —contestó Costa—. Por lo menos a mí nunca me ha tocado lo de las caricias.
Con un gemido Rossi apagó el cigarrillo y encendió otro.
Falcone sonreía de nuevo. Se había ganado un sermón y Costa se maldijo por ser tan estúpido.
—Qué tiernos sois los jóvenes de hoy —se rio—. Escúchame bien: creo que tus respuestas son las correctas, pero no me gusta el modo en que las has conseguido. Has pasado por alto demasiados detalles.
—Señor…
—Y otra cosa: quiero que escuches más. Sé que los jóvenes de ahora pensáis que cualquiera que tenga más de treinta años es un viejo que no…
—Yo tengo veintisiete, señor.
—Vale. Pues me gustaría que lo pareciera. Lo que quiero que te quede claro, Costa, es que el único modo de aprender es observando a los mayores y a los que son mejores que tú. Olvídate de todas las chorradas que te han enseñado en la academia. Nosotros nos ganamos la vida con la gente, personas que la mayor parte de las veces pretenden engañarnos o hacernos la santísima. En este trabajo lo principal es la gente, así que deberías aprender a escuchar más.
—Señor, yo…
—Cállate. Ah, y otra cosa: eso que escribió en la pared sobre Saint Ivés.
—No tiene ni pies ni cabeza —dijo Rossi.
—Puede que no, pero puedo deciros de qué se trata. Alguien me lo ha buscado.
Tenía una hoja impresa sobre la mesa y la leyó:
Cuando iba a Saint Ivés
me encontré un hombre con siete esposas.
Cada esposa tenía siete sacas,
cada saco siete gatas,
cada gata siete gatitos.
Gatitos, gatas, sacas y esposas,
¿Cuántos iban a Saint Ivés?
Los dos detectives se miraron estupefactos y Costa empezó a hacer cuentas con la calculadora.
—Es un acertijo —dijo Falcone—. ¿Cuál es la respuesta?
Costa fue anotando en su cuaderno.
—Siete esposas. Cuarenta y nueve sacas. Trescientos cuarenta y tres gatos. Dos mil cuatrocientos un gatitos. Todo junto suma dos mil ochocientos —concluyó, pensando en el cuartucho de la torre y en su hedor—. ¿Qué diablos significa?
El capitán frunció el ceño.
—Significa que no sabes nada de adivinanzas, y que has malgastado un montón de trabajo para no contestar a la pregunta que se te hacía. Encontré a un hombre con siete esposas… Nadie ha dicho que fueran todas al mismo sitio. Sólo una persona iba a Saint Ivés: el narrador. Lo más obvio no es siempre lo correcto.
—Es la clase de juego que le gustaría a un demente.
—¿Y no poder demostrar lo imbéciles que son quienes no resuelvan el acertijo? ¿Por qué un hombre que supuestamente se suicida iba a dejar una adivinanza incompleta?
No hubo respuesta.
—Quiero que vayáis a casa de Rinaldi —ordenó—. Ya han estado allí, pero a lo mejor han pasado algo por alto. Intentad averiguar qué clase de hombre era, si es que hay algo que pueda explicar lo que ha sucedido. Y no volváis a cabrear a Hanrahan, que ya me ha llamado dos veces.
—¿Hanrahan? —preguntó Costa, que no veía qué importancia podía tener—. ¿Lo conoce?
—Huy, sí, somos muy buenos amigos.
Ojalá el jefe estuviera siendo sarcástico. A veces era muy difícil de distinguir.
Y sin más, se levantó de su silla y se volvió hacia la ventana, dándoles la espalda. Debía estar pensando, o al menos eso era lo que les quería hacer creer. Otro de sus hábitos. Su tiempo había concluido.
Rossi salió el primero del despacho.