Capítulo 4

Costa reflexionaba sobre la historia abreviada que Sara Farnese les había contado en el coche, una historia que suscitaba montones de preguntas, incluso sobre su capacidad para razonar. Podía ser que estuviera afectada psicológicamente por lo ocurrido pero que no diera síntomas de ello, y que aquello no fuese más que un paseo inútil.

—¿Pero por qué a la Isla Tiberina?

—Ya se lo he dicho. Tenemos que ir a esa iglesia.

Rossi era quien conducía y miró a Costa con cierta desconfianza. A lo mejor estaba empezando a tener sus dudas. Habían tomado una decisión arriesgada. Quizás deberían haber esperado a que les dieran instrucciones, pero claro, sin pruebas de que se hubiera cometido un crimen en su jurisdicción… además, aquella mujer había insistido mucho: tenía que llegar lo antes posible. Ya se las arreglaría para defender el caso ante Falcone. Normalmente le salía bien.

—¿Podría explicarme por qué?

Ella suspiró como si fuera a dirigirse a un escolar algo torpe.

—Bartolomé fue un santo al que desollaron vivo. Stefano trabajaba en ese campo, y la iglesia de la isla está bajo la advocación de San Bartolomé. Además, no se me ocurre otra cosa.

—¿Eso es todo?

Quizás se había precipitado al imaginar que podía salir airoso con Falcone.

—Eso es todo. A menos que usted sugiera algo mejor.

Los dos hombres se miraron. El tráfico en el mes de agosto había disminuido considerablemente y dejaron atrás el Trastévere sin problemas. Luego tomaron la salida que conducía a la pequeña isla situada en el centro del cauce del río.

—¿Stefano era amigo suyo? —preguntó Rossi cuando llegaron a la plaza de la iglesia.

Ella no contestó y el coche aún no se había detenido cuando abrió la puerta y se bajó.

—Esta mujer me espanta —murmuró Rossi para sí mismo moviendo la cabeza, antes de echar a andar hacia el pórtico de la iglesia. Era difícil imaginar que algo fuera de lo normal hubiera podido ocurrir allí, en aquella plaza empedrada que quedaba lejos del centro de la ciudad y que era un lugar que invitaba a sentarse a la sombra, lejos del tráfico que discurría a ambos lados del río.

—No sé si deberíamos llamar a comisaría.

Costa se encogió de hombros.

—¿Para qué? De todos modos nos van a echar la bronca, así que ¿Por qué precipitarnos?

Tenía razón.

—Voy a ver si encuentro a alguien que nos abra.

La mujer ya estaba en la puerta.

—¡Eh! ¡Espere! —le gritó Costa.

Pero ella no le hizo caso y entró.

La iglesia estaba vacía. Costa la siguió y se detuvo entre las dos columnas que enmarcaban la nave. Siempre se sentía incómodo en las iglesias. Incluso a veces le intimidaban.

Avanzaron examinando las capillas laterales apenas iluminadas y abrieron un par de puertas que conducían a pequeños almacenes llenos de polvo.

—Aquí no hay nada —dijo ella.

Se habían detenido en la nave central. Parecía desilusionada y ansiosa, como si aquello se tratara de un acertijo que estuviera en la obligación de resolver.

—Merecía la pena intentarlo —dijo Costa—. No se culpe.

—Ya lo hago —contestó en tono reflexivo—. Tiene que haber algo más. Estuvimos trabajando aquí hace tiempo. Había un templo dedicado a Escolapio antes de que se construyera la iglesia. Puede que aún quede algo bajo tierra.

—¿Dedicado a quién?

—A Escolapio. Era el dios de la medicina —repitió—. Encaja, ¿no?

—Podría ser.

Estaba perdido entre aquellos conceptos. Era evidente que ella vislumbraba muchas más posibilidades que él, y se preguntó qué más sabría de todo aquello.

Rossi volvió con un manojo de llaves grandes y antiguas en la mano y Costa se sintió un poco incómodo. Había tomado la iniciativa cuando seguro que era prerrogativa de su compañero hacerlo. Era el mayor de los dos, el que llevaba más tiempo en el cuerpo y el que tenía más experiencia.

—Hemos recorrido toda la iglesia —le informó—. Todas las puertas están abiertas, pero no hemos encontrado nada.

—Entonces, será mejor que nos vayamos —contestó Rossi, y pareció aliviarse al suponer que serían otros los que recogerían los platos rotos.

Ella estaba mirando una pequeña puerta que quedaba a la izquierda del altar.

—Por allí —dijo de pronto.

—Allí ya hemos estado —contestó Costa.

—No. Hay un campanario y no sabemos por dónde se accede.

Costa se adelantó y abrió la puerta, que daba a una estancia oscura y pequeña. Sacó una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo e inmediatamente comprendió por qué no habían visto antes aquella escalera. Partía del rincón más alejado, sumido por completo en la penumbra, detrás de una reja que estaba cerrada con un enorme candado. Rossi se acercó, rebuscó entre las llaves, metió una en la cerradura y abrió. Casi a tientas, empezó a subir la escalera.

—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?

El grito de Rossi reverberó en la piedra de la escalera.

La mano de Costa encontró por fin el interruptor. El suelo de la torre quedó iluminado junto a la escalera de caracol que subía atravesando un techo de madera vieja y reseca.

Rossi apareció de pronto escaleras abajo, sin dejar de gritar. Tenía la calva manchada de sangre, que le caía por la sien y se le metía en los ojos, aunque intentaba limpiársela con un pañuelo. Por primera vez desde que iniciara su carrera policial, Nic sintió que la boca se le llenaba de bilis.

Fue entonces cuando reparó en el hedor que impregnaba aquel horno en que el calor había convertido el interior de la torre. Apestaba a carne cruda que hubiera empezado a pudrirse. Iluminó con la linterna el interior de la escalera. Del techo de madera caía un goteo rítmico y constante de sangre que había ido a parar a la calva de Rossi nada más pisar el primer peldaño.

—Necesitamos ayuda —dijo Costa secamente, y sacó la radio del bolsillo.

La miró sin dar crédito a sus ojos. Sara Farnese corría escaleras arriba.

—¡Eh! —le gritó, pero ella no le hizo el menor caso—. ¡No entre ahí! ¡Y no toque nada! Dios bendito…

Su compañero había perdido por completo los papeles y se frotaba la cara con el pañuelo como si la sangre que le había salpicado fuese un veneno, un ácido que pudiera a devorarle la piel. Encendió la radio e hizo una llamada corta y apremiante antes de decirle a Rossi que le esperase allí. No le gustaba la expresión de su cara. Parecía como un poco ido, desbordado por los acontecimientos. Él también se sentía así en cierto modo, pero ella había desaparecido por las escaleras, estaba allí con lo que quiera que hubiese arriba, y no podía permitir que siguiera sola.

Oyó el sonido de otro interruptor que se encendía en el primer piso de la torre, y una débil luz amarillenta iluminó las escaleras. Luego Sara Farnese emitió un sonido, algo como un grito ahogado, la primera muestra de emoción que expresaba desde la carnicería de la Biblioteca Vaticana.

—Joder… —maldijo, y subió los peldaños de dos en dos.

La encontró sentada, con la espalda pegada a la pared, cubriéndose la boca con sus manos y con los ojos desorbitados. Costa siguió su mirada. Había dos cadáveres iluminados por la única bombilla de la habitación, y tuvo que tragar saliva para contener las náuseas.

Uno era una mujer impecablemente vestida con falda oscura y blusa roja. Un nudo corredizo la mantenía colgada de una viga. Cerca de sus pies había una vieja silla de madera que quizás hubiese sido empujada desde detrás, o, tal vez, se hubiera caído al haberse intentado mantener de puntillas sobre ella. No se fijó demasiado en su cara, pero parecía tener unos treinta y tantos años, era rubia y de piel curtida y fina.

Dos metros más allá estaba el segundo cuerpo, atado a un pilar. Se trataba de un hombre con una llamativa mata de pelo rubio y el rostro demudado por la agonía de una muerte espantosa. Tenía en la boca una mordaza que hacía que sus labios dibujaran una horrible sonrisa. Colgaba de sus brazos, que estaban atados sobre su cabeza a una viga ennegrecida. Sus piernas oscilaban sobre el suelo de madera y la única piel que le quedaba era la de la cara, manos, pies y entrepierna.

Una nube de moscas zumbaba sobre su torso y su rumor bronco anegaba aquella pequeña estancia circular, en cuyas paredes se leía, repetido una y otra vez y pintado con la sangre del muerto en grandes letras mayúsculas, el mismo mensaje que Sara Farnese había oído en la biblioteca: LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES ES LA SEMILLA DE LA IGLESIA. En la pared que quedaba detrás del cadáver del hombre, había unos versos. Un pareado que sólo se había escrito una vez y que quedaba por encima de su cabeza. Parecía el inicio de un poema:

Mientras iba a Saint Ivés
me encontré un hombre con siete esposas.

El estómago le dio un vuelco y se volvió hacia Sara Farnese. Ella parecía incapaz de apartar los ojos del cuerpo despellejado y sanguinolento, su mirada era delirante, extraviada.

En dos zancadas llegó junto a ella y se agachó delante, de modo que le impidiera seguir mirando aquel cuerpo desollado.

—Tiene que salir de aquí —le dijo, apretándole las manos—. Ahora. Por favor.

Ella se inclinó hacia un lado para volver a mirar, pero Nic, tomándola por las mejillas, la obligó a mirarle.

—Esto ya no es cosa suya. Es más, no debería haberlo visto. Por favor, márchese.

Pero como seguía sin moverse, la tomó en brazos con tanta delicadeza como le fue posible y cargando con ella bajó por la escalera intentando evitar las gotas de sangre, que continuaban cayendo.

Rossi estaba junto a la puerta. Al verlos aparecer murmuró algo sobre los refuerzos que estaban de camino.

Nic la sacó a la nave central y la sentó en el primer banco. Ella miraba el altar y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Tengo cosas que hacer —le dijo—. ¿Me esperará aquí?

Ella asintió.

Con un gesto le indicó a Rossi que se quedara con ella y respirando hondo, volvió a entrar en la torre y subió a la habitación del primer piso. La mujer fue fácil de identificar a partir del documento de identidad que llevaba en el bolso. La ropa del hombre estaba apilada en un montón cerca de él. En el bolsillo de la chaqueta había un pasaporte británico y la matriz de un billete de avión que correspondía a un vuelo desde Londres aquella misma mañana.

Diez minutos después, los equipos de investigación comenzaron a llenar la diminuta estancia: criminalistas, gente de laboratorio, todo un ejército de hombre y mujeres ataviados con trajes de plástico blanco que le dijeron que se marchara, que necesitaban ponerse a trabajar. Teresa Lupo, Teresa la Loca, la patóloga que Costa admiraba de un modo distante y tímido, estaba a cargo de la investigación. Era lógico. No iba a quedarse al margen en un caso así, a pesar de que seguro que sabía con antelación que Rossi estaba allí. Circulaba el rumor de que había habido algo entre ellos.

Leo Falcone fue el último en aparecer y contempló el cuerpo despellejado del mismo modo que lo haría si fuese una pieza de museo. El comisario iba tan bien vestido como siempre: camisa blanca inmaculada y perfectamente planchada, corbata de seda roja, traje tostado y unos zapatos que de tan brillantes reflejaban la luz de la única bombilla del cuarto como si fueran espejos. Resultaba un hombre poco corriente: completamente calvo, siempre bronceado y con barba plateada recortada formando un triángulo perfecto, como si fuera un actor interpretando al demonio. Miró a Costa y dijo con su voz de fumador:

—Os envié a por carteristas. ¿Puedes explicarme qué es esto?

Nic pensó que algún día perdería los estribos delante de toda aquella gente. Algún día alguien le tocaría demasiado las narices.

—La mujer es la esposa de Rinaldi. Tenía su documentación en el bolso.

—¿Y el otro?

Nic sintió ganas de mandarle a la mierda. Él preferiría no haberse topado con algo así. No quería estar en aquel lugar. Y sobre todo, no quería tener que ver cómo Sara Farnese se volvía loca al ir asimilando lo que le había pasado en aquellas últimas horas.

—Estamos en ello —contestó, y salió de allí.

Rossi no se había quedado con Sara Farnese como le había pedido. Lo encontró fuera, intentando buscar un poco de sombra en aquella plaza abrasada por el sol, fumando un cigarrillo como si la vida misma le fuera en ello.

—¿Te ha dicho algo? —le preguntó.

Rossi no contestó. El horror de aquel crimen era inconmensurable, pero sabía que su inquietud no se debía sólo a eso. Había algo en aquel hombrón que no conseguía comprender.

—Ni una palabra —respondió sin mirarle.

Nic frunció el ceño.

—He tenido miedo —continuó—. No me he atrevido a entrar, y eso es malo…

—Cualquiera se asustaría.

—¡Y una mierda! —espetó—. Tú has entrado como si tal cosa —señaló con un gesto a la gente de criminalística que estaba junto a la puerta de la iglesia, fumando como él—. Y ellos también.

—No es cierto. Están afectados. Todos lo estamos.

—¿Afectados? —se burló—. Falcone está fresco como una lechuga.

—Luca —era la primera vez que se dirigía a él por su nombre de pila—, ¿qué te pasa? ¿Por qué estamos trabajando juntos? ¿Por qué te ha apartado?

Rossi lo miró casi con tristeza.

—¿No te han dicho nada?

—No.

—Dios… —tiró el cigarrillo al suelo y encendió otro—. ¿Quieres que te lo cuente? Acudimos a una llamada de socorro. Era un accidente de tráfico. Es algo que ocurre todos los días, lo sé, y aquel no era diferente de otros. El padre conducía e iba borracho. Y sobre el asfalto estaba su hijo, que había salido disparado por el cristal y estaba hecho pedazos. Destrozado —movió con tristeza la cabeza—. ¿Sabes lo que más le preocupaba al padre? Escurrir el bulto. Intentar convencerme de que no iba borracho.

—De esa clase de cerdos hay muchos en el mundo. ¿Qué tuvo ese de particular?

—Él no. Yo. —Lo enganché por el cuello y comencé a darle con todas mis ganas. Si el policía de tráfico no me sujeta, lo habría matado.

Nic miró hacia la iglesia para asegurarse de que ella no había salido. Cuando se volvió, Rossi echaba fuego por los ojos.

—Me han apartado como parte del acuerdo al que han llegado para que no me denuncie. Si quieres que te diga la verdad, no me importa. Ya no. Tengo cuarenta y ocho años, no estoy casado y no me interesa hacer vida social. Me paso las noches viendo la tele con una cerveza en la mano y una buena pizza, y hasta aquel preciso momento no me hubiera importado, pero de pronto… a veces es como si se te cayera la venda de los ojos por la razón más absurda que te puedas imaginar. A mí me pasó, y a ti te ocurrirá cualquier día. A lo mejor es que de repente te sientes cansado precisamente el día que llevas a un chaval nuevo pegado a los talones, y sin esperártelo ves todo esto como la mierda que es. Incluso puede ser todavía peor: puede ser que termines dándote cuenta de que esto no es un juego, y de que la gente muere sin que haya un motivo aparente. Hasta que un día, eres tú el que muere.

—Es que yo nunca he pensado que sea de otro modo —le contestó. Estaba notando un resentimiento personal en sus palabras que no le gustaba—. Vete a casa, Luca. Duerme un rato. Yo me ocupo de todo.

—Ya. ¿Tú quieres que Falcone me saque mañana los ojos?

—Pues entonces, quédate aquí un rato y fúmate un cigarro —le dijo, sacándole del bolsillo un paquete de cigarrillos. Estaba casi vacío—. Ya hablaremos de esto después.

Rossi ladeó la cabeza para señalar la iglesia.

—¿Y quieres que te diga otra cosa? Bueno, me da igual si quieres o no. Te la voy a decir.

—¿Qué?

—Me da miedo. Esa mujer me da miedo. Alguien capaz de ver todo lo que ha visto y de guardárselo todo dentro… ¿Qué clase de persona puede hacer eso? Hoy ha estado a punto de palmarla. Ha visto lo que sea que haya en esa habitación… no, no me lo cuentes, que no quiero saberlo. No quiero soñar esta noche con gente a la que le falta el pellejo. Sería malo para mi salud. Sin embargo a ella parece importarle un comino. Como si todo estuviera en su sitio.

—Tú no la has visto ahí arriba, Luca. No puedes juzgarla. Y tampoco te has quedado mucho rato con ella en la iglesia. Tú no la has visto sin saber adonde mirar, ahogándose, intentando romper a llorar pero sin conseguirlo. Algunas personas necesitan más tiempo que otras. Deberías saberlo.

—Tienes razón —contestó, dándole un golpe en el pecho, algo más fuerte de lo normal—. No he visto nada.

Teresa la loca salió de la iglesia y al verlos, se acercó a pedirle a Rossi un cigarrillo. Él sacó de mala gana el paquete, y ella se quitó el traje blanco de plástico para fumárselo. Era una mujer recia, de unos treinta y tantos, con el pelo negro recogido en una cola de caballo. En cierto modo se parecía un poco a Rossi. También ella daba la sensación de estar hastiada. Llevaba unos vaqueros baratos y enormes, y una camisa rosa toda arrugada. Encendió el cigarrillo, soltó una bocanada de humo al aire abrasador de la tarde y sonriendo dijo:

—Días como este son los que hacen que todo valga la pena, ¿verdad?

Costa murmuró una maldición entre dientes y volvió al interior de la iglesia.

Ella seguía allí, delante del altar, de rodillas, las manos entrelazadas y bajas, los ojos muy abiertos, rezando, y esperó unos minutos a que terminara. Sabía lo que estaba mirando. Delante de ella, tras un cuadro en el que aparecía el busto de Cristo realizado en pan de oro, como si fuera un icono bizantino, había otra imagen de mayor tamaño realizada sobre el muro. Era Bartolomé a punto de morir. Tenía las manos atadas por encima de la cabeza, igual que el cadáver de la torre. El verdugo, muy serio, estaba de pie junto a él con el cuchillo en la mano, mirándole a los ojos, como si intentara decidir por dónde empezar.

Sara Farnese se levantó entonces del suelo y se sentó en el banco junto a él.

—Podemos hablar en otro momento —le dijo él—. No tiene por qué ser ahora.

—Pregúnteme lo que quiera. Prefiero acabar cuanto antes.

—Lo comprendo.

Volvía a estar completamente serena y Nic recordó lo que le había dicho Rossi. Sara Farnese era una mujer que tenía sus emociones bajo férreo control.

—¿Qué relación tenía usted con Stefano Rinaldi?

Ella tardó un instante en contestar.

—Era profesor de mi departamento. Estuvimos juntos un tiempo. ¿Era eso lo que quería saber? Fue algo breve y terminó hace ya meses.

—Bien. Y la mujer de la torre, su esposa…

—Mary. Es inglesa.

—Lo he visto al revisar su bolso. ¿Lo sabía ella?

Sara se volvió a mirarlo.

—¿De verdad quiere que hablemos de eso ahora?

—Si a usted no le parece mal… pero también podemos dejarlo para otro momento. Como prefiera.

Sara se volvió de nuevo hacia la pintura del muro.

—Se enteró. Esa fue la razón de que lo dejáramos. La verdad es que no podría decir cómo comenzó. Era una amistad que terminó por transformarse en otra cosa. De todos modos, su matrimonio no iba demasiado bien, independientemente de lo que pasó conmigo.

Nic sacó una bolsa de plástico del bolsillo de la chaqueta. En ella había una hoja manuscrita que debía pertenecer a un pequeño cuaderno de notas.

—Yo sólo pretendo averiguar qué ha pasado, no juzgar a nadie. He encontrado esto en la ropa del otro cadáver. Es una nota que imagino que le dejaron esta mañana en el aeropuerto. Es de usted y en ella le pide que se encuentren aquí, en esta iglesia, tan pronto como le sea posible, que se trata de algo muy importante. ¿Se la envió usted?

—No.

—¿Cómo podía saber Rinaldi que venía?

—Pues no lo sé. A lo mejor lo mencioné en el trabajo, pero no estoy segura.

—¿Era su amante?

Ella se encogió al oírle pronunciar esa palabra.

—Nos… veíamos de vez en cuando. Se llamaba Hugh…

—Fairchild. Lo sé. Llevaba el pasaporte. ¿Quiere verlo?

—¿Por qué iba a querer?

—Pues porque dice que está casado.

—No —repitió con frialdad—. No quiero verlo.

—¿No lo sabía?

—¿Importa eso?

Costa se quedó pensativo. ¿Estaría indagando demasiado en detalles personales lascivos quizás? ¿Por qué?

—Puede que no. Eso que había escrito en la pared sobre la sangre y los mártires… eso y lo de St. Ivés. ¿Sabe quién es? ¿Otro mártir?

—No. Es un lugar en Inglaterra.

—¿Y las siete esposas?

—Ni siquiera sabía que estuviera casado —contestó con cierta amargura.

—¿Qué cree que ha ocurrido?

Sara lo miró molesta.

—Usted es el policía. Dígamelo.

A Nic le molestaba que le metieran prisa.

—Lo que cualquiera deduciría al ver esto es que su ex novio se enteró de que le había sustituido por otro y decidió que era el momento de poner punto final a todo, incluso a su matrimonio y a su mujer. Puede que incluso a usted.

—Ya le he dicho que Stefano no quería matarme. Y no eran novios exactamente, sino hombres con los que me acostaba de vez en cuando. En el caso de Stefano, hacía meses.

No entendía demasiado bien su historia. Incluso en un momento como aquel, estando pálida y desencajada, con unas sombras grises bajo los ojos, Sara Farnese era una mujer hermosa. ¿Por qué querría llevar una vida tan vacía?

—Las personas se pueden volver locas por las razones más peregrinas —dijo—. Por subir unas escaleras y que la sangre de otro le caiga en la cara. Personas a las que usted quiere pueden salir por la mañana de casa y volver por la noche con una sentencia de muerte colgando del cuello.

—Puede ser —contestó, pero no parecía convencida.

—Siento haber tenido que hacerle estas preguntas. Espero que comprenda mis motivos.

Ella no dijo nada. Seguía con los ojos clavados en la pintura de la pared: Bartolomé a punto de perder la piel.

—Es apócrifo —dijo como si hubieran estado hablando de ello.

—¿El qué?

—Lo del desollado. Bartolomé murió a causa del martirio, desde luego, pero seguramente emplearon con él alguna técnica más corriente. Probablemente lo decapitaron. Era el método más habitual. Pero la iglesia de los primeros tiempos adornaba las historias de los mártires para animar a sus feligreses a permanecer en su seno. Para asegurarse de que el movimiento no se extinguiera.

—¿De ahí lo de La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia?

Ella lo miró como sorprendida de que hubiese comprendido el mensaje.

—¿Quiere que llame a alguien? —sugirió Costa.

—No, gracias.

—¿A nadie? ¿Ni siquiera a sus padres?

—Mis padres murieron hace ya mucho tiempo.

—Hay profesionales que pueden ayudarla en una situación como esta.

—Si lo necesito, se lo haré saber.

Recordó de nuevo lo que le había dicho Rossi. Aquella mujer era mucho más de lo que se apreciaba a simple vista.

—¿Reza usted alguna vez? —le preguntó ella inesperadamente.

Costa se encogió de hombros.

—En mi familia no hay esa costumbre. Y yo nunca he sabido qué preguntar o qué pedir.

—Eso es fácil. Por ejemplo: si existe Dios, ¿por qué permite que le pasen cosas malas a la gente buena?

—¿Eran gente buena? El inglés y el que lo mató, quiero decir.

Tardó un instante en responder.

—No eran malas personas.

—Pues menos mal que no es usted policía, porque si no, se preguntaría también por qué le pasan cosas buenas a la gente mala. Y por qué los ricos son tan ricos y los pobres tan pobres. O por qué Stalin murió tranquilamente en su cama. Mi padre es comunista, y yo le hice esa pregunta en más de una ocasión cuando era un crío. Buenas bofetadas me llevé.

A Nic no le sorprendió ver un atisbo de sonrisa en los labios de Sara Farnese, sino que ese gesto apenas iniciado la hiciera parecer otra persona, más joven, con una frágil belleza interior, completamente alejada de la fachada elegante, fría y distante que presentaba al mundo. Y de pronto comprendió, aun siendo consciente de que no debía hacerlo, que un hombre pudiera obsesionarse con aquella mujer.

—En fin, que la familia tiene su peso —continuó hablando—. Un clan unido contra el resto del mundo. No le envidio la suerte al que tenga que enfrentarse a toda esta basura solo.

—Quiero irme ya —dijo ella.

Se levantó y caminó hacia la puerta. Por fin el sol estaba empezando a perder algo de fuerza y el día comenzaba a declinar.

Nic la siguió con la mirada hasta que desapareció.