Capítulo 3

Cuando Rossi llegó a la biblioteca, unos siete minutos después, Nic Costa ya había establecido que el hombre que estaba tirado en el suelo con la cabeza abierta al menos por tres balazos, estaba muerto. Había presenciado cómo dos sanitarios con cara de susto se llevaban al guardia aparte para examinarlo y luego había hecho unas cuantas preguntas sencillas. La sala era un auténtico caos, lo cual le beneficiaba. El aterrorizado Guido Fratelli había asumido que Costa era un oficial del Vaticano, lo mismo que los otros tres guardias suizos que habían acudido y que tras asegurarse de que no había peligro, aguardaban instrucciones, y él no había querido desilusionarlos. En cuatro años que llevaba en el cuerpo había visto un montón de cadáveres y un par de tiroteos, pero encontrarse un hombre muerto y la epidermis de otro, y nada menos que en el Vaticano, era una experiencia nueva que no quería perderse.

El pensamiento le iba a una velocidad inusitada, tanto que casi no percibía el tufo de la sangre mezclada con el aire reseco que entraba de la calle por las ventanas abiertas.

Dejó que Fratelli contase a trompicones la historia, incapaz todo el tiempo de apartar la mirada de la mujer que, sentada en una silla de espaldas a la pared, lo observaba todo. Debía rondar los treinta años e iba vestida con un sencillo traje de chaqueta color gris, de los que las mujeres suelen ponerse para trabajar. Su cabello oscuro y de buen corte le rozaba los hombros; tenía los ojos verdes y grandes, y un rostro de facciones clásicas y proporcionadas, como los que se retrataban en el medievo. Era, eso sí, demasiado guapa para aparecer en un Caravaggio. Ninguna de las mujeres, ni siquiera las vírgenes que aparecían en sus trabajos, tenía aquella luz. Era como si mujeres así no pudieran existir. Parecía estarse conteniendo, intentando no explotar después de lo ocurrido.

Cuando el guardia terminó su relato, ella se levantó y se acercó a Costa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía el traje salpicado de sangre, aunque a ella no parecía importarle. Shock postraumático, pensó. Pero no tardaría en darse cuenta de lo cerca que había estado de la muerte, de que ante sus propios ojos un hombre había muerto a tiros después de dejar aquel extraño y macabro trofeo sobre la mesa. La piel seguía estando allí, como si fuera un disfraz de Halloween. Era difícil creer que alguna vez hubiera pertenecido a un ser humano.

—¿Eres de la policía local? —le preguntó. Su acento era un poco raro; parecía mitad británico, mitad norteamericano.

—Sí.

—Ya me lo parecía.

Los miembros de la guardia suiza se miraron unos a otros y pusieron caras de circunstancias, pero no se atrevieron a decir nada. Seguían esperando que llegase alguien.

Rossi, que se había complacido en que fuera el muchacho quien hiciera las preguntas, sonrió. Estaba encantado de permanecer en segundo plano. Le resultaba un poco raro, eso sí, pero Costa había llegado primero y parecía tenerlo todo bajo control. De todos modos, es que últimamente no terminaba de encontrarse bien físicamente.

—Yo creo que Stefano —continuó la mujer—, estaba intentando decirme algo.

—¿Stefano? ¿El hombre que iba a matarla?

Ella negó con la cabeza y Nic siguió con la mirada el movimiento de su pelo.

—No iba a matarme. Ese idiota… —señaló a Guido Fratelli, que enrojeció al oírla— … no entendió nada. Stefano quería que lo acompañara a algún sitio, pero no tuvo oportunidad de explicarse.

El guardia murmuró algo en defensa propia.

—¿Qué es lo que intentaba decirle? —preguntó Costa.

—Pues que… —le estaba costando trabajo recordar, lo cual no era de extrañar. Habían pasado muchas cosas en un espacio de tiempo muy corto— … que ella seguía estando allí. Que pensase en Bartolomé. Y que debía darme prisa.

Nic la observó detenidamente. Quizás debería cambiar la opinión que se había hecho de ella. A lo mejor no estaba pasando por el shock postraumático. A lo mejor era una mujer tan fría, tan insensible como parecían revelar sus palabras.

¿Darse prisa para qué? Estaba a punto de preguntar cuando un hombre fornido vestido con un traje oscuro se adelantó y poniéndole la mano en el hombro, le preguntó:

—¿Quién demonios es usted?

Era poco más o menos de su misma talla, de constitución atlética y mediana edad. De su traje emanaba el olor acre de los puros.

—Policía —respondió Costa con deliberada parquedad.

—Identificación.

Sacó la cartera y le mostró la placa.

—Fuera de aquí. Ya.

Costa miró a su compañero, que debía estar sintiendo la misma rabia que él, a juzgar por cómo se le habían coloreado las mejillas.

—¿Y usted es…?

Aquel hombre tenía rasgos de boxeador: cara grande, salpicada de señales de viruela y nariz torcida. Llevaba un crucifijo en la solapa de la chaqueta negra de lana, un símbolo que para Costa carecía de significado.

—Hanrahan —masculló, y Nic intentó adivinar de dónde provenía aquel acento. Hablaba con la aspereza de los irlandeses, mezclada quizás con el sonido nasal de los norteamericanos—. Seguridad. Ahora hagan el favor de salir de aquí. Esto es cosa nuestra.

Costa le dio en el hombro con el mismo gesto que había usado él al llegar, y le divirtió comprobar que le molestaba.

—Supongo que querrá saber lo que hemos averiguado, ¿no? Nosotros estábamos aquí para ayudar, nada más. Esto podría ponerse feo. Un asesinato en el Vaticano… Usted ha tardado un buen rato en llegar, y nosotros podríamos haber tenido que intervenir.

La mujer los miró a los tres con el ceño fruncido. Debía estar pensando que no era momento para medirse las fuerzas, y tenía razón.

—Este asunto le concierne sólo al Vaticano —insistió Hanrahan—. Nosotros nos ocuparemos. Si nos hicieran falta, ya les llamaríamos.

—De eso nada —replicó Costa—. Esto no les concierne sólo a ustedes.

—Está en nuestra jurisdicción.

—¿Me está diciendo que como ese memo ha matado a este hombre en su territorio, ya está todo dicho?

Hanrahan miró a Guido Fratelli.

—Si es que es eso lo que ha ocurrido.

Costa se acercó a la mesa y cogió el extremo de la piel. Era la del brazo. Tenía un tacto húmedo y frío, más humano de lo que se había imaginado.

—¿Y qué pasa con esto?

—¿A usted qué le parece?

—¿Que qué me parece? —aquel tipo no era policía. Ni siquiera pertenecía a la Guardia Suiza, porque ellos siempre llevaban uniforme, de un tipo u otro. Quizás fuera encargado de seguridad, pero lo único que parecía interesarle era defender cosas, y no seguir el proceso de una investigación—. A mí me parece que por alguna parte tiene que haber un cuerpo al que le quede bien esta piel. Y me apuesto lo que quiera a que no está aquí dentro.

—Inspector… —lo llamó la mujer.

—Por favor, espere un momento. Lo que quiero decir, Hanrahan, es que estamos hablando de dos asesinatos, y yo apostaría todo mi dinero a que el otro ha tenido lugar en nuestra jurisdicción. Nosotros tenemos gente que puede investigar este tipo de cosas, y usted… —miró al patético Guido Fratelli, que estaba a punto de echarse a llorar— … usted, no. Estamos dispuestos a colaborar y a ser amables. ¿Cree que existe la posibilidad de recibir un poco de esa misma cortesía por su parte?

—No tiene usted ni idea de lo que dice.

—Vaya —Costa apoyó la mano en el hombro de Hanrahan—. Así que no buscamos lo mismo, ¿eh?

—Pues no. En absoluto. Ahora…

—¿Tiene coche? —los interrumpió la mujer, colocándose entre los dos, pero la pregunta iba dirigida a Nic.

—Claro.

—Me dijo que me diera prisa. ¿Podemos irnos ya, por favor?

Su serenidad volvió a sorprenderle. Mientras ellos perdían el tiempo discutiendo, ella había estado dándole vueltas a los hechos, intentando descifrar el enigma que le había dejado el muerto.

—¿Ya sabe adonde?

—Creo que sí. Debería haberme dado cuenta antes. ¿Nos vamos, por favor?

Al salir, Costa le dio una palmada en el hombro a Hanrahan.

—¿Lo ve? Sólo hay que saber pedirlo.