Anochecía ya el primer día de abril. Estaban sentados en el vetusto jardín del hospital de San Giovanni disfrutando de los últimos rayos del sol. Peroni acabó lo que le quedaba de un bocadillo, aplastó la bolsa y la lanzó a la rosaleda.
—Me alegro de que ya estés de vuelta, Nic. Es la primera vez que tengo un compañero que haya tomado ácidos y haya tenido visiones. ¿Cómo es?
—Te lo diré cuando lo sepa.
—¿Todavía no han averiguado qué fue lo que te metió esa mujer?
El ojo de su compañero ya se había arreglado, pero aún tenía un abultamiento sonrosado por encima de la ceja. Eso sí, teniendo en cuenta el estado del resto de la cara de Peroni, apenas llamaba la atención. A Peroni no lo cambiaba nada pero Nic, al mirarse aquella mañana en el espejo, se había preguntado si alguien podría decir lo mismo de él. Parecía mayor y más cansado, e incluso se había visto un par de canas sobre la oreja derecha. Todo ello acompañaba al nuevo territorio que parecía ocupar en la Comisaría. No es que fuese un héroe pero casi, porque aquella tarde, al volver a caminar por los pasillos por primera vez desde el incidente, se había dado cuenta de que los compañeros se volvían a mirarle.
—Por lo menos a mí no me lo han dicho —le contestó Peroni.
—Déjaselo a Teresa, que ella lo averiguará. Esa mujer es un genio.
Teniendo en cuenta el papel que Teresa había desempeñado en el caso Julius, había que darle la razón a su compañero.
—Entonces, no habéis conseguido averiguar quién era Miranda en realidad.
—Hemos encontrado a la hija, pero para lo que nos ha servido… es modelo y trabaja en Praga, y parece ser que quiere probar suerte como actriz. Por eso vino a Roma, la habían escogido para una audición. Tuvo que teñirse el pelo un par de tonos más claro y fotografiarse en unos cuantos sitios, y te puedes imaginar quién era el fotógrafo. Ah, y también el numerito de la moto en beneficio de las cámaras y de los policías que estuvieran en el Campo.
—Entonces, ¿no conocía a Miranda? ¿La escogió al azar sólo por su físico?
—Exacto. Miranda fingió ser una caza talentos de Hollywood. ¿Cuántas preguntas crees que hace una chica que quiere ser actriz y se encuentra en semejante situación? Le regalaban el billete de avión, la estancia en un hotel y después de hacer la interpretación de la moto, el taxi que la llevaba a Fimucino para volver a su casa. Hay que admitir que Miranda hizo un trabajo excelente. Mientras nosotros pensábamos que su hija debía estar drogada y escondida en una cueva vete tú a saber dónde y a punto de ser asesinada, la muchachita estaba otra vez en el colegio tirándose el pisto con sus amigas sobre lo maravillosa que iba a ser su carrera en Hollywood. No tiene ni idea de quién era Miranda en realidad, ¿y quieres que te diga una cosa? A mí me parece que no lo vamos a saber nunca.
—¿Falcone se va a olvidar del tema? —preguntó, sin tener muy claro si le parecía bien o mal.
Peroni escogió con cuidado las palabras.
—Yo no lo diría así. Ten en cuenta que la gente como él tiene que responder ante muchos jefes, algunos de los cuales controlan los presupuestos. ¿Crees de verdad que merece la pena seguir?
—Hay seis personas muertas. Yo diría que sí.
Peroni respiró hondo.
—Siete, si incluimos a Eleanor Jamieson, y sin contar a esos pobres desgraciados que murieron delante de la casa de Neri.
Costa movió la cabeza. Podrían haber sido más.
—No podemos darle carpetazo sin más.
Su compañero volvió a suspirar.
—Nic, vamos a hablar de ello una vez más y después nos olvidaremos, ¿de acuerdo? El caso está ya cerrado en su mayor parle. Tenemos pruebas irrefutables de que Mickey Neri se cargó al cerdo de Toni Martelli, por lo cual irá a juicio cuando podamos sacarlo del hospital y ponerle la camisa de fuerza. Bárbara Martelli despachó a Randolph Kirk para evitar que hablara con nosotros antes de que a ella la engullera un enorme agujero cerca de Fiumicino. Gracias a ti, sabemos casi todo el resto. Wallis mató a su propia hijastra y a Emilio Neri antes de que tú pudieras detenerlo. Todo esto —añadió, palmeándose la rodilla—, tiene su reflejo en las estadísticas y la gente que hay por encima de Leo vive de las estadísticas. Por cierto, ¿crees que podría gustarle a Teresa Lupo? Últimamente me mira de un modo que no sé yo.
—No —dijo sin más—. ¿Y qué pasa con…?
—¿Con Vercillo? Miranda Julius, o quienquiera que sea, lúe quien se lo cargó. Están trabajando en el traje que encontramos, y hemos encontrado unas manchas de sangre en una camisa. ¿Ves dónde está el dilema? ¿Debemos malgastar dinero del erario público, y en cantidad importante sin duda, para perseguir por todo el mundo a una mujer que, en el fondo, nos ha hecho un gran favor a los italianos?
Costa frunció el ceño y no contestó.
Peroni olfateó un capullo de rosa que le quedaba al lado.
—El verano está a la vuelta de la esquina, Nic. Olvídale de todo esto.
—Lo intento —contestó en voz baja.
Peroni le puso una mano en el hombro.
—Vale, lo entiendo. He leído tu expediente y es la primera vez que disparas a un hombre, y eso te reconcome. No te culpo, porque yo no he tenido que disparar a nadie en todo el tiempo que llevo siendo policía.
Costa lo miró a los ojos.
—¿Alguna vez has sentido ganas de hacerlo?
Peroni enrojeció.
—Nic, deja de compadecerte. Parece ser que voy a seguir siendo tu compañero más tiempo del que yo esperaba, y no pienso quedarme sentado viendo cómo se te atraganta todo esto. ¿Crees que Wallis o Neri te habrían dejado salir de allí de rositas? Tienes suerte de que la mujer no pensara como ellos. Es más: aún no lo entiendo. Lo que sí sé es que fue ella la que te drogó, así que si buscas un culpable, cúlpala a ella.
Costa movió despacio el hombro para que su compañero quitara la mano.
—No te preocupes. Además lo que me molesta es precisamente no sentirme mal. Y no tiene nada que ver con la droga, o al menos no del todo. Yo deseé verlo muerto, Gianni. Era un monstruo.
Gianni lo miró y Nic no pudo descifrar su expresión. A lo mejor era sólo sorpresa.
—Siento oírte decir una cosa así —contestó al fin—. Por un lado me gustaría decirte bienvenido al mundo real, chaval, donde la mayoría de nosotros tenemos ese pensamiento en algún momento del día. Pero por otro no me gustaría que te contagiaras de la enfermedad que padecemos todos los demás. Lo más importante es que no se convierta en una costumbre, porque es una salida demasiado fácil. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —contestó, algo azorado.
—Bien.
Gianni sonrió, y eso le hizo parecer más joven.
—¿Y eso de que vas a quedarte más tiempo conmigo? Creía que estabas deseando volver a ocupar una mesa en estupefacientes.
Peroni miró de nuevo la rosa que se esforzaba por abrirse al sol y tras cortarla, se la metió en el ojal de la solapa de su chaqueta.
—No te lo vas a creer. El tal Bucci, el gorila al que sacudí en Cerchi, me ha puesto una denuncia. Es increíble. Puede que incluso me lleve a juicio por brutalidad policial. Es la primera vez desde que estoy en este trabajo que pego a un tío, que además es un criminal, pero con lo de la prostituta y todo eso, han querido echarme del cuerpo. Menos mal que el bueno de Leo se plantó y empezó a gritarle a todo el mundo, a los de arriba y a los de abajo según me han dicho, aunque él no me ha contado nada.
—¿Y eso es bueno o malo? ¿Te quedas conmigo o no?
—Para mí es bueno. Sigo teniendo trabajo y un compañero soportable. ¿Y tú qué dices?
Nic se encogió de hombros.
—Que tengo que pensarlo.
—Joder, Costa, ¿es que tienes que analizarlo todo hasta el último detalle? Las cosas son como son, y nada que yo pueda hacer las va a cambiar. ¿Para qué darle tantas vueltas?
Costa se echó a reír.
—Podrías mejorar un poco tu sentido del humor —se quejó Peroni—. Los chicos de pueblo como yo no estamos acostumbrados a tanta sutileza.
—Lo siento, Gianni. De verdad que lo siento. Oye, ¿y qué pasa con tu mujer? ¿Qué tal van las cosas?
—Nos hemos visto este fin de semana porque he tenido que asistir allí a un funeral. Quiere que nos reconciliemos, pero ¿sabes qué he aprendido estando con vosotros? Que lo que está muerto, muerto está, y nuestro matrimonio está muerto. Intentaré que los chicos sufran lo menos posible.
—¿Un funeral?
—Sí. El policía ese que era aficionado a la cirugía plástica.
Peroni se señaló las cicatrices de la cara y Costa se sorprendió de lo mucho que se había acostumbrado ya a ellas.
—¿Que fuiste hasta la Toscana para asistir a su funeral? —preguntó Costa, atónito.
Peroni se echó a reír.
—Por Dios, Nic, menudos detectives estamos hechos. Tú tampoco lo adivinaste, ¿verdad? Aunque hay que reconocer que has tenido mucho menos tiempo que yo. El poli era mi padre. Dios, cuánto me cuesta pronunciar esa palabra. La mitad de mis genes son suyos, y me odiaba por eso. Creo que mi madre debió pensar que acceder a sus pretensiones formaba parte del trato para poder trabajar en el bar, que era de su propiedad.
Costa miró a su compañero. Al principio Gianni Peroni le había parecido una piedra, insensible ante las tragedias del mundo. Qué visión tan superficial la suya.
—¿Cuándo te enteraste? —le preguntó, aunque en el fondo ya conocía la respuesta.
—Después de Navidad, cuando supieron que su hígado ya no daba más de sí. Quiso verme por última vez, así que fui hasta allí, ¿y sabes qué? Que en realidad el problema lo tenía consigo mismo, no conmigo. Quiso decirme que cuando me pegó no lo hizo porque tuviera nada personal contra mí sino por lo culpable que se sentía por haber tenido un hijo bastardo. En fin, que lloramos un poco juntos, ya sabes lo idiota que soy, y unas veinticuatro horas más tarde y rompiendo las costumbres de toda una vida, me metí en la cama con una puta checa porque ¿por qué no?
Peroni se pasó una de sus manazas por la boca.
—Cambiando de tema, te equivocas en cuanto a Teresa. Lo sé.
—Pero…
Costa quería hacerle un montón de preguntas, pero él no le dejó.
—Calla —le pidió, al ver que alguien se dirigía hacia ellos desde el arco que quedaba enfrente—. Lo que acabo de contarte es entre tú y yo. Nadie fuera de mi familia lo sabe, y nadie lo sabrá. Sólo tú compartes algo de la carga que me ha correspondido en la vida, y yo compartiré la parte que tú quieras de la tuya antes de que vuelva a mi verdadera vocación en la vida y tú seas mi chófer. A partir de ese momento no creo ni que te dirija la palabra. Ya sabes: cuestión de clases.
Costa se echó a reír.
—No sé si voy a poder esperar tanto.
—Bueno, ahora que ya estamos de vuelta al trabajo, me parece que nos va a tocar compartir un buen pedazo de la carga de Falcone. Y no es moco de pavo.
Falcone les pedía que se acercaran con un gesto de la mano. Se había acicalado y llevaba sus mejores galas de domingo, además de un ramo de rosas y claveles.
—Visitas de hospital —dijo Peroni, levantándose y acariciando la rosa que llevaba en el ojal—. Me encantan.
Rachele D’Amato estaba sentada en la cama de su habitación de pago, en San Giovanni. Llevaba una camisa de seda blanca remangada hasta por encima del codo para poder acomodar la escayola y los restos de un hematoma le manchaban la frente cerca del nacimiento del pelo. Leo Falcone la besó en la mejilla mientras Nic y Gianni lo miraban desde la puerta. Luego le entregó una pequeña caja de bombones, quitó unas llores ajadas de un jarrón y colocó las que él le llevaba.
—Ten —le dijo a Peroni, entregándole las lilas y los gladiolos muertos que este, con una mueca de desagrado, tiró a la papelera que había en un rincón.
—Flores —se sorprendió ella—. Flores, bombones… ay, Leo, qué bonito.
Los tres hombres se miraron. Nada había cambiado en realidad. Seguía controlando sus sentimientos con mano de hierro. Ni una bomba podía cambiar a Rachele D’Amato.
—De nada —contestó Falcone.
—Sentaos si os apetece —dijo, mirando a Costa y a Peroni—. Esperaba antes tu visita.
Falcone se quedó de pie.
—Lo siento. Me han dicho que vas muy bien. Que en un par de días…
—Eso espero —contestó ella mientras colocaba las flores a su gusto—. Me muero de aburrimiento, y quiero volver al trabajo —hizo una pausa—. He oído rumores. ¿Vais a buscar a esa mujer?
—Sí —contestó Falcone, y la firmeza de su respuesta la sorprendió.
—¿Ah, sí? Yo había oído que empezaba a parecer una pérdida de tiempo. Está fuera del país, seguro y no vais a saber por dónde empezar. Ni siquiera conocéis su verdadero nombre.
—No te creas todo lo que oigas.
Ella miró a la silla que había al lado de la cama hasta que Falcone se sentó.
—Cuando vuelvas al trabajo, tendrás que ocuparte de esto —dijo él, abriendo la cartera que llevaba consigo y sacando de ella una foto de Adela Neri joven.
—¿De dónde la has sacado?
El bronceado de Falcone había perdido intensidad, y parecía cansado.
—Miranda Julius no fue todo lo cuidadosa que debería haber sido. Escaneó las fotografías de Kirk seguramente para manipularlas, o bien para no perderlas, y creyó que había borrado las que no necesitaba, pero no lo hizo. La gente del departamento informático ha conseguido recuperar unas cuantas. Bastantes, la verdad. Adela Neri aparecía en varias.
—Ah —miró de nuevo la foto y se la devolvió—. ¿Quieres decir que el negocio de Neri está ahora en manos de su viuda? Increíble. Esas cosas pasan en el sur, pero en Roma… Me parece un poco raro.
—Lo es.
—¿Y piensas que tuvo algo que ver en todo esto?
—Estoy seguro de ello.
—¿Tienes pruebas?
Él no contestó inmediatamente, sino que se quedó mirando cómo abría la caja de bombones, se metía uno en la boca con un esbozo de sonrisa y cerraba la tapa.
—La vida va a ser muy interesante cuando consiga levantarme de esta cama.
—Es posible —contestó él, y de pronto, sin que le diera tiempo a reaccionar, tiró de la manga de su blusa para rasgarla hasta la altura del hombro.
—¡Leo!
Había una marca blanca en la conjunción del brazo con el hombro, redonda, como si la hubiera dejado una moneda. Era una piel pálida, distinta de la demás.
—Lo recordaba —dijo Falcone, mientras Costa y Peroni miraban.
—Supongo que lo recuerdas casi todo de mí —respondió ella—. No me digas que eres de esos que se pasan la noche en vela recordando cómo era la mujer que una vez tuvieron bajo las sábanas. Estás un poco mayor para eso, ¿no te parece?
Falcone no apartaba la mirada de la marca blanca.
—Nunca queda como antes, ¿verdad? Supongo que te prometen que sí, que el tatuaje desaparecerá y que nadie se dará cuenta —dijo, rozando el lugar con los dedos—. Pero lo que te queda es una piel nueva que no envejece con el paso del tiempo. Al menos no al mismo ritmo que el resto.
—Es una marca de nacimiento —explicó pacientemente—. Estoy segura de que ya te lo he dicho alguna vez.
Pero él no la escuchaba.
—Neri se esforzó por silenciarlo todo, porque todas consiguierais algo que garantizara vuestro silencio. Se casó con una de vosotras, a Bárbara la metió en la policía y a ti te pagó los estudios y luego te colocó en la día. Otra huyó. Y esa mujer sabía desde un principio que Eleanor no había muerto de sobredosis, pero no se atrevió a hablar. Hasta que aparece su cuerpo. Entonces se decide a volver para haceros saber a todas cuál es el precio de lo que habéis conseguido.
Rachele D’Amato se estaba comiendo un segundo bombón.
—Están deliciosos. Espero que no os importe que no los comparta. Es que todavía estoy inválida, y sinceramente siempre me ha parecido que el buen chocolate no se debía malgastar con los hombres.
—Así que acude a Vergil Wallis para contárselo todo —continuó Falcone—, y él decide ayudarla. Puede que incluso lo financiara todo. Me refiero a lo del secuestro y todo eso. Hasta le pide a Randolph Kirk que colabore. Pero lo que no sabe es que tú ya sabías quién era el asesino de Eleanor. Y no sólo quieres acabar con él, sino con todos.
Rachele cerró la caja.
—Basta. Ya he engordado bastante estando aquí metida. En fin, Leo… he de admitir que estás la mar de entretenido hoy. ¿Es así como la policía va a llevar sus investigaciones en el futuro? ¿Imaginándolo todo hasta encontrar una respuesta que encaje?
Falcone siguió hablando.
—Alguien tenía que decirle lo de Vercillo. Kirk no lo conocía, aunque seguramente lo recordara de la fiesta. No hay razón para pensar que Wallis dispusiera de su dirección, pero la día…
—¿No hay razón? —se rio—. ¿Le has contado este cuento a algún abogado? Porque no irás a decirme que las pruebas con las que ahora trabaja la policía son así.
—Alguien tenía que conducir la moto que supuestamente se llevaba a Suzi Julius, y tú tienes el carné.
—Yo tengo carné… —repitió, mirándoles fríamente a los tres—. Claro. Y eso puede considerarse una prueba en mi contra.
—Fue después cuando lo pensé. Ese día hablé contigo, y tenías prisa porque debías llegar a una cita. Ya te dije que lo comprobé después, y en tu agenda de la DIA no había nada reseñado para esa hora.
—Ya te dije que he conocido a alguien, y lamento mucho que te sientas herido en tu orgullo.
—¿Y tiene nombre?
—Está casado, y no pienso arrastrarle por el barro por tu curiosidad malsana —con un gesto de la cabeza señaló a Costa y a Peroni—. ¿Por eso están ellos aquí? ¿Es que me estás interrogando formalmente?
—Sólo hemos venido para desearle una pronta recuperación —contestó Peroni con una leve inclinación de cabeza—. Es agradable ver con qué rapidez está recuperando su habitual compostura.
—Dios… —murmuró—. Este hombre es más feo cada día. ¿Tenía que ser precisamente él?
—La compostura y el encanto —añadió Peroni con una sonrisa.
—No había ningún hombre —continuó Falcone—. Nunca lo ha habido. Ni siquiera yo he sido nada para ti. ¿Qué conseguiste conmigo, Rachel? ¿Un ascenso? ¿O es que ya entonces le pasabas información a Neri?
—Esto es ridículo —murmuró entre dientes.
—Eso es lo que te hicieron. A ti y a todas las demás. Os arrebataron toda posibilidad de mantener una relación normal con un hombre. Quizás sea eso lo que más te dolió, incluso más que saber que te habían engañado con la muerte de Eleanor.
Echó otra foto sobre la cama.
—¿Qué se supone que es esto?
—Eres tú. Vestida para la fiesta como las demás. Estuviste allí. ¿Con quién te tocó? ¿Lo recuerdas? ¿Fue Toni Martelli, Wallis… o fueron todos por turnos?
Ella le tiró la foto a la cara.
—¡Llévatela! Y lárgate de aquí.
—Eres tú —insistió—. Incluso consiguieron que te tiñeras el pelo de rubio. ¿De quién fue la idea?
Ella se reía.
—¿Pero de qué hablas? ¡Mira bien a esa chica! ¡Podría ser cualquiera!
—Eres tú.
Rachele suspiró y se recostó en la almohada.
—¿Y crees que podrías convencer de ello a un tribunal? Y aunque pudieras, ¿qué importancia tiene? Es sólo una fotografía.
—¿Y qué hay de la gente que estaba delante de la casa de Neri cuando estalló la bomba? —preguntó Costa—. ¿No crees que su familia querrá saber algo?
—Yo he sido una de las víctimas de esa explosión, no sé si lo recuerdas —espetó—. Fue Neri quien puso la bomba, y está muerto. ¿Qué más respuestas necesitas?
—¿Y Bárbara Martelli? —preguntó Peroni—. ¿Tampoco le despierta ningún sentimiento?
Sacó otro bombón de la caja.
—No la conocía.
—Rachele, no puedes enterrarlo todo.
—Ya lo está, Leo. Muerto y enterrado. Eres tú el que no lo ve, pero hazte una pregunta: ¿el mundo es ahora un lugar mejor, o peor?
—Eso no nos corresponde a nosotros juzgarlo.
—¡No! No intentes venderme a mí esa mierda. Tú juzgas lo mismo que los demás. Si tienes alguna prueba sólida contra mí, úsala, pero si no, cierra la boca y dedícate a perseguir delincuentes que es lo que tienes que hacer, y no andar persiguiendo quimeras. Y ahora quiero que te vayas, Leo. Y que te lleves a esos dos.
Y de pronto cogió el jarrón con las flores y lo lanzó contra la pared junto a la que estaban Peroni y Costa. El jarrón se rompió con estruendo en mil pedazos y el agua, las flores y los trozos de loza salieron disparados por todas partes.
Era ya de noche cuando salieron, Falcone con su maletín de cuero pegado al pecho. Parecía perdido. Costa arrastraba los píes en silencio, arrebujado en su chaqueta, pensativo.
—Bueno… —suspiró Peroni—. Vamos a tomar algo. Y a comer algo también. Conozco un sitio por aquí cerca que…
—¿Tienen buena bodega? —preguntó Falcone—. Yo no bebo vino peleón.
—Yo tampoco —intervino Costa—. Y no quiero sólo ensalada.
—Chicos, chicos, chicos… vosotros confiad en el tío Gianni, que él sabe lo que os conviene.
Diez minutos después estaban en un pequeño bar de detrás del Coliseo, Falcone con una copa de oloroso Brunello en la mano y un plato de prosciutto, Nic con un chardonnay de la Toscana y un crostini de cerdo, y Gianni Peroni ya se había tomado una cerveza junto con unas lonchas transparentes de lardo sobre una rebanada de pan de hogaza.
—Puedo darle todo lo que tengo a la DIA —decía Falcone—. Ya veríamos qué pasa después con su carrera.
—Podrías hacerlo —contestó Peroni—. Por cierto, gracias por mediar en mi favor.
El comisario se echó hacia atrás en la silla como si acabaran de golpearle.
—Sólo he hecho mi trabajo. Me pidieron mi opinión y se la di.
Peroni pidió otra cerveza.
—Opinión que te agradezco. Déjame compartir contigo un pensamiento a cambio: ¿de verdad crees que a la DIA le va a hacer gracia el regalito? Una de dos: o lo saben ya, en cuyo caso es sólo problema suyo, o si no lo saben, no sé yo si les va a gustar encontrárselo en el plato. Ella es buena en su trabajo, ¿no? No ha matado a nadie, ni ha hecho nada aparte de conducir una moto y pasar información, y no podemos probar ninguna de las dos cosas. Por otro lado, puede que sepan que hay más fotos. A lo mejor incluso son ellos los fotografiados —hizo una pausa—. ¿Lo has pensado?
—¿Cuándo te largas a estupefacientes? —espetó Falcone, frunciendo el ceño.
Trajeron otra jarra de cerveza y Peroni dio un trago largo.
—¿Quién sabe? ¡Como si se pudiera estar seguro de algo en los tiempos que corren! ¿Qué tal el vino y la comida?
Falcone olió su copa.
—El Brunello es tan bueno como caro, y no es una crítica. Y el jamón está… bien —tomó otro sorbo—. Todavía no sabemos cómo demonios se llama esa mujer.
Gianni suspiró y miró su cerveza.
—El blanco está muy bueno —dijo Costa, alzando su copa a la luz. Tenía el color de la paja a la luz de aquellas velas—. Equilibrado. Quizás debería estar algo más frío —añadió.
Tenía el color de la paja a la luz de aquellas velas, tomando un sorbo algo más largo de lo normal y disfrutando de la intensidad inesperada del sabor.
One pill makes you bigger, cantaba ella, y se preguntó una vez más por qué se habría teñido el pelo aquella noche.
Recordó de pronto un rostro, asustado, furioso y agonizante a la luz amarillenta de la cueva, con algo brillándole en la garganta, atragantándose en un intento de pronunciar la palabra una y otra vez.
—Sí que sabemos cómo se llama —dijo Nic, acercándose y alejándose del recuerdo como si fuera una polilla bailando alrededor de una vela—. Nos lo dijo muchas veces.
«Y nadie la escuchó», añadió aquella voz antigua y cruel que todavía brotaba de su imaginación.
—Se llamaba Suzi.
Fin